Es indiscutible que la democracia oriental está entre las más respetadas del mundo. Así lo consagran todos los rankings, y la opinión generalizada de los observadores especializados locales e internacionales. Esto se aplica tanto a los sistemas electorales como al estilo de los políticos en su mayoría. Enorme activo.
Lo que es bastante más dudoso es que esa calificación se extienda al concepto de la alternancia, que es el resumen y la esencia de la democracia y donde se prueba en la realidad la vocación de todos los protagonistas por practicarla. La alternancia no consiste en que la ciudadanía elija a un gobierno por mayoría, sino en que ese gobierno tenga la posibilidad de hacer los cambios para los que ha sido votado. De lo contrario, la alternancia es una teoría y la democracia una formalidad.
Un gobierno democrático que intente cambiar el sistema proteccionista-estatista-sindical de populismo amistoso, de monopolio de empresas del Estado y de ataque a la producción y al capital, se encontrará con una trama de disposiciones constitucionales, legales, de convenios laborales, hasta de derecho consuetudinario, que han ido consolidándose en los 15 años de gobierno del Frente Amplio.
La inamovilidad del empleado del Estado y las reglas de ajuste inflacionario, por caso, que constituyen un derecho inalienable para muchos, no obligan simétricamente a los gobiernos a la prudencia al crear nuevos puestos públicos ni aprobar gastos o contrataciones de dudosa justificación. Eso hace que lo que haga un gobierno no pueda ser modificado por otro, con lo que la alternancia no existe en la práctica. Tampoco los supuestos errores en la conducción de los monopolios del Estado tienen sanción ni retroceso, y en consecuencia, una enorme zona de altos costos estatales también es a prueba de alternancia, lo que se agrava por el hecho de que la Justicia parece no tener jurisdicción alguna sobre las acciones de los jerarcas, con lo que las auditorías o controles pasan a ser intrascendentes, salvo en el mundo aparte y benévolo de la política. Esa continuidad en la impunidad también hace que la alternancia sea teórica.
Eso puede explicar lo poco ambicioso que fue, aun en su propuesta original, el nivel de cambio propuesto por la Coalición, y lo modesto de las disposiciones de la LUC, que pese a su largo articulado solo intenta corregir algunos excesos. La pandemia agravó esa modestia de objetivos, a lo que se agrega el referéndum para anular la LUC. Y aquí aparece otra cancelación de la alternancia. Si el sindicalismo del PIT-CNT reacciona rabiosamente ante el mínimo cambio que intente el gobierno electo democráticamente, está torpedeando la alternancia, con un accionar que la impide aun en lo mínimo, lo que hace que la democracia sea una teoría para exponer en los claustros o en los papers.
Al doble cerrojo legal y sindical-partidario, se sumó la pandemia, que ayudó a postergar las modestas medidas, como la utilización de la atrición para reducir el peso del Estado, que se redujo por razones atendibles, o la necesidad de ayudar a quienes sufrieron en lo económico con mayor rigor los efectos del virus y las medidas de contención de su dispersión.
También necesarias y justificadas.
La discusión por la LUC, (no por el articulado de la LUC) fue la excusa perfecta para transformar el pedido de referéndum en una campaña continua de tipo electoral, donde la verdad está ausente. Así, se acusa al gobierno por el desempleo, como si fuera culpa de la LUC, sin adjudicarlo a la pandemia, ocultando deliberadamente que ya se recuperaron los indicadores prepandémicos, y de paso dejando de lado cualquier comparación con el resto del mundo. Por supuesto, también olvidando que, de haberse seguido la presión frentista y del Pit-Cnt (un mismo cuerpo político con dos caras) los efectos en el empleo y la economía habrían sido mucho peores, sin ninguna seguridad de que así se habría evitado el número de muertos, doloroso saldo que debe siempre compararse con los demás países, donde los fallecimientos ocurrieron con cualquier tipo de niveles de aislamiento.
Algo similar ocurre con la pobreza, por una razón matemática, además de real, que se aprovecha para atribuir a la LUC y al gobierno, nunca a la pandemia, que tuvo peores efectos en la mayoría de las economías, o en todas las demás. Si el gobierno no puede hacer cambios de fondo en las políticas que hicieron languidecer al país entre 2014 y 2019, difícilmente se logre una mejora en el futuro. Si no se permite la alternancia real, mal puede haber un cambio en cualquier sentido.
La lucha contra la LUC no tiene argumentos serios. Pero ha servido de pretexto para abrir una serie de reclamos en su gran mayoría exógenos, que el gobierno no puede resolver irresponsablemente y de un día para el otro sin caer en algún formato de populismo y confiscación, de inmediatez precaria que siempre estalla de algún modo. Con una limitadísima posibilidad de hacer modificaciones al chemin de fer que recibe como una imposición inamovible, para así tratar de paliar con crecimiento el reparto generoso e injustificado al que lo obliga el sistema de gasto creciente y garantizado del Estado que le impone el juego de la falsa alternancia. El socialismo necesita que el país se endeude, emita, cobre más y nuevos impuestos crecientes, ahuyente la inversión y el empleo privado, y que los votantes dependan del Estado. Eso ha estampado con fuego en las leyes y las normas.
Más allá de cual sea el resultado del referéndum, que tendrá lugar cuando el gobierno haya perdido el efecto popularidad por su evidente buena actuación en la pandemia, el Frente-PIT-CNT ya ganó, porque logró frenar con esta discusión transformada en plebiscito la poca libertad de acción que tenía la coalición en esta alternancia condicionada que le da como limosna el sistema, que, con fácil demagogia, en nombre de los derechos de ciertos empleados (y jerarcas y socios) estatales, cercena los derechos de los ciudadanos a que su voluntad electoral se refleje en la práctica.
El desagradable, desaforado, patético y desinformado sindicalista argentino que comprometió el apoyo de sus gremios para “echar a Lacalle Pou” estuvo gravemente equivocado en las formas y en el respeto. Pero no tan errado en adivinar el fondo de la estrategia política de la izquierda, cuyo objetivo no es echar al presidente, ni mucho menos.
Le basta con paralizarlo. Le basta con que no haya alternancia real. Eso es exactamente lo que ha logrado.