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El hacedor de música y Corrección política y dogma

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31 de mayo de 2020 a las 05:00

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El hacedor de música

Querida Magdalena:

Cuenta Bill Gates que, mientras proyectaba en familia una serie de fotografías de una mujer con poliomielitis, que había hecho en África, una de sus hijas le preguntó: “¿Qué has hecho por ella?” Entonces Gates arrancó una compleja narración sobre los millones de dólares que estaba destinando a un proyecto para erradicar la polio del mundo… Pero su hija tomó la fotografía de la mujer africana y, poniéndosela delante a su padre le preguntó de nuevo: “Tú hiciste la foto: ¿qué hiciste por ella?

Leyendo el sábado su respuesta a mi carta, me pareció que, como la pequeña Gates, bajaba usted a lo concreto. Si yo me había ido por las ramas de la teoría, usted indicaba el camino de las acciones. Si yo había argumentado con cierto escepticismo que hay que ser responsables (en general), usted expresaba, en cambio, la necesidad “de una mayor conciencia de la responsabilidad que nos compete a la hora de elegir a quienes velarán por nuestro Bien Común”. Lo sentí como un beneficio. Es bajando a lo concreto que la filosofía deja de ser una cosa abstracta que puede resultarle divertida a algunos especialistas y académicos, para convertirse en un ejercicio apasionante y necesario para todos. No ya: ¿qué es el mundo? Sino: ¿qué tengo que hacer? , o bien, ¿quién quiero ser?

Es razonable pensar que ese giro hacia lo concreto es algo propio del alma femenina y, por lo tanto, le correspondía hacerlo a usted y no a mí. Solo diré, en defensa del tan vilipendiado sexo masculino que, en su Metafísica, Aristóteles describe cómo Sócrates, maestro y amigo de Platón, había dado ese giro a la Filosofía misma, inclinándola a las cuestiones relacionadas con la vida de los hombres. Y así, mientras los pensadores pre-socráticos usaron un approach meramente teórico, Sócrates humanizó la Filosofía. Luego fluyeron, a partir de esa óptica, los diálogos platónicos y las éticas aristotélicas. Los primeros, más como utopías iluminadoras; las segundas, más como reflexiones políticas.

Entonces: ¿en qué consiste exactamente nuestra responsabilidad? ¿De qué somos responsables exactamente? Cuando digo “exactamente” quiero decir “en última instancia”, o “en el fondo”, adoptando aquel punto de vista profundo que Platón denominaba όντως ον y que constituye el punto de vista propiamente filosófico. En última instancia: ¿para qué estamos aquí?

Habrá notado usted que tendemos a buscar (y encontrar) esas respuestas en el vecindario más próximo. No quiero desmerecer sus añosas lecturas de Nietzsche o Spinoza, pero, si je ne m’abuse, suele usted reformularlos con palabras de Benedetti, Galeano o La Vela Puerca…Nada hay de malo en ello. Yo mismo me he dado cuenta de que siempre doy vueltas por las mismas calles –la mayoría, cercanas al Trinity College. Fue deambulando por ellas, este domingo, más precisamente tratando de recordar ciertas palabras de un ilustre antiguo de nuestra Universidad sobre la responsabilidad, que me encontré buceando en un voluminoso ejemplar de Filosofía Medieval. Y aunque no encontré la cita que buscaba, me topé, en cambio, con Juan de Fidanza (un poeta/filósofo/teólogo del siglo XIII más conocido como Fray Buenaventura) que me compensó con creces el esfuerzo de tanta búsqueda.

Imagínese usted, Magdalena, que este autor –otrora muy popular, pero hoy casi completamente olvidado, que también llevó una vida relativamente escandalosa en la Universidad de París antes de que Sartre o Deleuze aparecieran en escena– expresa con gran hermosura y, en lo que a mí respecta, con gran exactitud, el rol propio del hombre en el cosmos. Dice que la función del hombre, su responsabilidad, es prestar su voz a la creación muda, ayudar a cada cosa a confesar públicamente su más profundo y recóndito significado, es decir –en términos filosóficos–, su esencia. Porque cada una de ellas es una palabra que solo el hombre puede decir.

Antes y después de Fray Buenaventura, todos los filósofos y los poetas intentaron decir lo mismo que Fray Buenaventura había dicho. Él nos hizo entender que la responsabilidad, antes que un sombrío deber ser, es un ejercicio de la razón y una vocación de poética hermosura. Y que hay en ese cosmos mudo una música divina que toca a cada uno de nosotros interpretar. 

Corrección política y dogma

Estimado Leslie:

Mientras leía su carta, lo primero que pensé es que mi propensión a bajar a tierra los conceptos abstractos de la Filosofía se la debo, seguramente, al ejercicio de la docencia. En efecto, nada más estéril –¡y perverso!– que asediar a jóvenes conmovedoramente “flechados” por los goces y agonías de la vida con lucubraciones teóricas y frías, tan ajenas a las peripecias de su ardorosa existencia. Pero también me di cuenta de que, además, y mucho antes de ser profesora, la Filosofía ya era para mí eso que usted afirma: “un ejercicio apasionante y necesario para todos”. Y que fue esa convicción, precisamente, la que me condujo “sin querer queriendo”, como decía el entrañable Chavo del 8, al fascinante mundo del aula a compartir con mis alumnos esta pasión, para que ellos mismos puedan descubrir lo necesaria que es la Filosofía para la vida. Porque, aunque es verdad lo que dijo el poeta irlandés: educar es encender una llama, la urgencia del ejercicio filosófico es una certidumbre que solo se adquiere a través de la experiencia (filosofando) y de forma íntima, casi como algo que no se puede transferir ni explicar.

Es verdad que, al final del día, las preguntas que realmente nos importan son, ¿quién quiero ser? y ¿qué quiero hacer? Estas son las que, efectivamente, pusieron a Sócrates sobre el tapete, convirtiéndolo en el hombre más popular (un auténtico influencer, se diría hoy) de la Grecia Antigua. Sin embargo, como Nietzsche con Freud, reflexionando en torno al arjé, o fundamento y origen del mundo, los presocráticos fertilizaron la tierra para que el maestro y amigo de Platón pudiera sembrar en la vida de los hombres la necesidad de la Filosofía.

Pienso que, hoy más que nunca, debemos reconocer esta “deuda” –bien retribuida, por cierto– de Sócrates a sus antecesores. Esto, porque como dice Charles Taylor, necesitamos “horizontes ineludibles de significado” (que expliquen y den sentido, aunque no sea en forma de verdad definitiva, al mundo en el que vivimos) para poder pensar y elegir quién queremos ser o hacer por nosotros mismos. El ejercicio de la libertad auténtica, como la que promulgaba Sócrates, es imposible fuera del marco dispuesto por un sistema teórico de ideas y valores establecidos a partir de la pregunta ¿qué es el mundo?

El imperio de lo líquido (parafraseando a Zygmunt Bauman) característico de la era posmoderna ha traído, junto a la “democratización” del conocimiento, una barahúnda gnoseológica donde casi cualquier opinión vale, mientras la verdad, la belleza y el bien se liquidan entre baratijas colgadas en las góndolas de atiborrados hipermercados.

El conocimiento es, en efecto, democrático: esta es la enseñanza más notable de Sócrates, quien creía que incluso un esclavo como Menón podía conocer la verdad. Pero que sea democrático no significa que decante en nosotros per se, por arte de magia, solo por el hecho de ser animales con la “coronita” de racionales… Todos podemos tener una opinión, ¡es tan fácil! Con repetir lo que “se dice” ya es suficiente. Pero el conocimiento –como usted tan bellamente lo expresa– consiste en “ayudar a cada cosa a confesar su más profundo y recóndito significado”, y para eso tenemos que ejercitar con ánimo y paciencia el oído, aguzarlo, para que pueda escuchar la voz de la inteligencia (el Logos de Heráclito) que dirige y ordena a la Naturaleza.

Me pregunto que diría Fray Buenaventura de cara a la censura impuesta sobre ciertas expresiones y palabras en la era de lo “políticamente correcto”, donde apuntar a la existencia de una jerarquía del conocimiento es síntoma de despotismo intelectual… Supongo que afirmaría que la corrección política es el nuevo ídolo –sólido e inflexible– al que se aferra una cultura que naufraga en lo líquido y efímero.

Es una mentira creer que la verdad no importa. Tanto importa que, cuando la falacia se hace convicción, caemos prisioneros en una ilusión más estrecha todavía: la del dogmatismo de tildar de déspota a quien, sosteniendo que es necesario distinguir el conocimiento examinado y justificado de la ligera e insustancial opinión, osa refutar al ídolo.

Debemos tomar la palabra y rebelarnos contra toda forma de coerción intelectual, incluida la hegemonía represiva de la “corrección política”. No sé si es una misión particularmente apasionante, pero sí absolutamente necesaria. 

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