Opinión > COLUMNA/EDUARDO ESPINA

El miedo a morir como todos

Borges enalteció a la muerte en su obra, aunque en su vida la historia fue otra
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07 de septiembre de 2019 a las 05:01

Jorge Luis Borges nació el 24 de agosto de 1899. El reciente 120º aniversario de su nacimiento generó una extensa serie de artículos sobre su vida y obra, no tan relacionadas entre sí como se ha afirmado en más de una ocasión. En la primera conversación que tuve con él, mucho más larga que la segunda y última, hizo un comentario que cada tanto recuerdo. Con el humor que lo caracterizaba, aplicado en esa ocasión al error que representaba tener una vida excesivamente larga, dijo que su madre, Leonor Acevedo Suárez de Borges (1876-1975), había muerto a los 99 años de edad porque le horrorizaba la idea de llegar a cumplir 100. Sin embargo, tal como los hechos lo atestiguan, Borges, que murió en Ginebra de cáncer de hígado el 14 de junio de 1986, hubiera deseado vivir bastante más tiempo del que vivió. 

Según me contó una vez Zunilda Gertel, una de las principales estudiosas de la obra Borges y quien visitó al escritor semanas antes de que muriera, los días finales en Ginebra conocieron el horror propio de alguien que de manera desesperada se aferraba a la vida y, sin embargo, tenía a la muerte encima recordándole a cada rato que la cuenta regresiva había comenzado, y que iba rápido. A pesar de su edad y su enfermedad, Borges quería seguir escribiendo, acuñando frases extraordinarias como las que han caracterizado su inconfundible estilo. Debido al tipo de cáncer que tenía, sufría de escalofríos, algo así como un caluroso congelamiento o fiebre helada. 

También allí, en ese momento incomparable asociado a la agonía, quiso hacer literatura, pero de eso, de sus últimos momentos, se ha hablado poco, casi nada. No se sabe si llegó a decir “últimas palabras” (habría que preguntarle a María Kodama), ni si dijo algo más allá de pedir que lo enterraran en Suiza y que no llevaran sus restos de regreso a la capital argentina, ciudad a la que cantó y a la cual no lo unió “el amor sino el espanto”, tal como dijo en el poema Buenos Aires, de 1963: “Aquí mi sombra en la no menos vana / Sombra final se perderá, ligera. /No nos une el amor sino el espanto; / Será por eso que la quiero tanto”.

Resulta difícil aceptar que Borges, quien escribió con maravillosa exactitud lírica sobre la muerte (lo mejor de su obra habla de esta), sintiera extrema vulnerabilidad ante la llegada del fin. Muy diferente fue su final del que tuvo el personaje de El Sur, que encontró en la muerte la intermediaria para hacer cumplir un deseo ancestral: “Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado: Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.”

Comencé a leer a Borges (además de otros de otras partes y que fueron Rimbaud, Lautréamont, Herman Hesse, Salinger, Henry Miller, todos los poetas franceses y estadounidenses modernos que pudiera encontrar) bien temprano en mi vida, cuando tenía apenas 15 años (la mejor edad para empezar a leer pues en esa época de la vida el entusiasmo es la fuerza que guía el viaje a través de las páginas), gracias a los excelentes profesores de literatura y filosofía que tuve en el liceo, y luego en preparatorios, en tiempos en que la enseñanza secundaria en Uruguay era de primer nivel.

Creo que nunca he podido agradecerles en la justa medida todo lo que esos profesores hicieron por mí y por mi vida, la cual, afortunadamente, nunca volvió a ser la misma luego de ocupar espacios cualitativos del pensamiento cuando viene acompañado de metáforas y de lugares notables de la mente. La profesora Estela Santo, luego premiada directora de teatro, y el cura Roberto Tosar, a quien seguí viendo de manera regular hasta el día de su muerte (sus sermones en las misas de San Juan Bautista eran clases de religión y filosofía ideales para los días domingo, cuando tampoco ese día el alma descansa), fueron los principales lazarillos de un periplo fabuloso que, si tuviera que vivirlo otra vez, lo haría sin cambiar ni una sola coma del libreto. Y también debo agradecerle al profesor Gunther (no puedo recordar su nombre ni tampoco si su nombre se escribía con h o sin hache), en cuya clase leí por primera vez a Borges. 

Cuando le dije días después que me había parecido fabuloso el cuento leído en clase, Gunther me dio una lista de otras lecturas recomendables del escritor argentino. En aquellos tiempos, principios de la década de 1970, con el Rio de la Plata enfilando para el populismo demagógico, me pareció algo parecido a una redención mental el hecho de que Borges detestara las manifestaciones de carácter político y los desbordes emocionales por razones ideológicas o deportivas, con aquella afirmación de altísima lucidez llamada a permanecer: “La ética es una ciencia perdida. Este es un mundo de sobornos, de coimas, de amenazas. Habrá que esperar 50 o 100 años. O 200 tal vez”. 

En noviembre de 2007, camino a Macedonia, estuve en Ginebra por dos días, con la idea de visitar la tumba de Borges. No obstante, en esas 48 horas que pasé en la muy aseada ciudad suiza otras cosas referidas a la literatura sucedieron, impidiendo que pudiera cumplir con el plan inicial. Borges está enterrado en el cementerio de Plainpalais, cerca del lago del mismo nombre donde a los 29 años murió ahogado Percy Bysshe Shelley (1792-1822), uno de los más originales poetas románticos (fue el poeta favorito de Karl Marx y de Oscar Wilde), cerca de donde la mujer de este, Mary Shelley  (1797-1851), escribió Frankenstein o el moderno Prometeo (1818), y próximo también a donde Lord Byron (1788-1824), por entonces en la plenitud de su fortaleza física y mental, salía cada tarde a darle de comer al deseo. 

En 1986, Ken Russell dirigió Gothic, extrañísima y poco vista película sobre la relación de los tres mencionados escritores románticos, la cual sucede en la mansión Villa Diodati, ubicada cerca del lago de Ginebra, y que presenta con la exuberancia visual que caracterizaba a la estética del director inglés la visita de Byron al hogar de los Shelley. 

En agosto de 1979, días antes de que cumpliera 80 años, entrevisté a Borges en el hotel montevideano donde se estaba hospedando. No eran aún las ocho de la mañana. Antes de iniciar la conversación se disculpó por sentirse un poco alterado (no se le notaba). Resulta que, según dijo, horas antes había tenido una pesadilla. En ese mal sueño (Borges encontraba abominable la palabra pesadilla) se le había aparecido el poeta romántico Samuel Taylor Coleridge, quien de manera insistente lo llamaba a entrar a un espejo. Lo bien extraño del asunto, era que Borges afirmaba haber soñado el mismo sueño varias veces durante la noche. Su contenido es una historia genial y delirante, pero la dejo para otra ocasión. 
 

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