AFP

El síntoma no es la enfermedad

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26 de enero de 2021 a las 05:00

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La reciente ceremonia de asunción presidencial de Joseph Biden permitió su observación desde diversas lecturas. Dos de ellas se oponen en su naturaleza y en su rivalidad por explicar la única realidad subyacente. O tal vez no lo sea tan oculta, si uno de esos registros prevaleciera sobre toda la tradicional pompa y fanfarria, la puesta en escena de Hollywood y ese aire cosmético e impostado de una nueva ocasión, en la que la normalidad republicana, tradicional y democrática vuelve a imponerse en la historia, en una continuidad dentro de la cual figura, como una pesadilla, el pasaje de Donald Trump, dejando atrás prácticamente ningún indicio perceptible, ninguna secuela traumática.

El sistema es robusto y toleró, enfrentó y venció a un embate sin precedentes en su contra, repite la consigna, como una oración. El regreso triunfal del elenco de sus paladines así demostraba esta victoria, en esa fría jornada del 20 de enero pasado. Esta era, tal vez, la interpretación que tan afanosamente el “establishment” político del Partido Demócrata y de un conjunto de republicanos arrepentidos en su colusión con Trump pretendía instalar ante una golpeada sociedad americana.

Como ceremonia catártica de un espantado colectivo político, tan responsable de pavimentar el camino a los hechos ocurridos en estos últimos cuatro años, como aquellos que hasta hoy mantienen su apoyo al ahora expresidente y al interior de ese mismo sistema, el peso de la relevancia de dicho acto inaugural, ante el tamaño de la crisis que padece Estados Unidos y Occidente en su conjunto, tiene la fugacidad y delgadez de un mal decorado de película con final épico. La realidad circundante ya era suficiente para sostener la única interpretación posible.

En una ciudad sitiada por el miedo, custodiada por una reserva militar sin antecedentes en su dimensión y alcance, y cercada para protegerla en contra de un nuevo asedio violento –no de enemigos foráneos, sino de los propios conciudadanos–, el nuevo presidente pronunció el único discurso posible que el momento histórico le permitía. El problema, y tal vez el propio Biden en su fuero íntimo la sostenga como su cruz a cargar durante su incierta administración, es la certeza de que se trató de un conjunto de consignas, intenciones y promesas propias de una matriz que ya mostraba señales de fatiga estructural desde hace muchos años.

Las presidencias del último cuarto de siglo mostraban ya señales de fracturas provocadas por las tensiones de una creciente polarización. El pase de facturas entre Clinton y sus dos predecesores republicanos, Ronald Reagan y George H. W. Bush, estuvo cargado de acusaciones por el mal manejo de la economía, enferma de déficit fiscal, inflación, libertinaje regulatorio y cercana al estancamiento. Pero el propio Clinton se encargó de acelerar el proceso de desregulación financiera, siguiendo los “espíritus animales” de los mercados que, alimentados por la euforia de una nueva era geopolítica y la apertura económica global, venían imponiendo, por la fuerza de los hechos, las condiciones para mayores márgenes de maniobra. La derogación de la ley Glass-Steagall en 1999, vigente desde 1933 como marco legal restrictivo a las especulaciones bancarias y del sector financiero en general, fue la última grieta que terminó desmoronando el dique de límites y controles ante los desbordes peligrosos.

La crisis de 2007/2008 haya sido, quizás, el resultado de la suma de decisiones de más de veinte años previos. Sus consecuencias aún siguen marcando al comportamiento de la economía mundial, sin salida a una estabilidad autónoma, libre del apoyo de las autoridades monetarias, léase, el viejo y vilipendiado Estado. Fue en esa misma década de 1990, en la que la globalización, de la mano del eje corporativo occidental y el régimen chino, tomó velocidad y altura crucero, con la recargada complacencia y confianza en las propias capacidades de la autarquía de los mercados para generar prosperidad sin precedentes, bajo el lema de la “nueva economía” y la formación de un ciclo virtuoso casi infinito. Todos sabemos cómo culminó la era Clinton. Un escándalo de faldas y engaños lo llevó contra las cuerdas de un impeachment, empobreciendo una gestión no carente de ciertos méritos. Pero aún más grave fue la miopía instalada en Washington, que impidió ver al proceso que transformaba a la Rusia possoviética, en una nueva variante de totalitarismo, más liviano que su precedente, pero que no ha hecho más que profundizarse en el régimen de Vladímir Putin. En el caso de China, bastó con estamparle el sello de socio económico más favorable, perpetuando, erróneamente, su rol servil de plataforma del capitalismo mundial.

A Clinton y la era demócrata le siguió la de los “neocons” liderados por George W. Bush, llevando a Estados Unidos y a Occidente nuevamente como vagón de cola a dos nuevas guerras, aún irresolutas, tras un brutal ataque terrorista que se gestó ante las narices de Clinton –debidamente advertido por los asesores de seguridad en su momento acerca de la inminencia de un nuevo ataque mayor al ocurrido en los subterráneos del mismo World Trade Center en 1993– y con el que se abrió este ahora convulso siglo. El legado de Bush a Obama fue el de la crisis financiera y el de un mundo agitado por el terrorismo y confrontado a las durezas de la realpolitik de Moscú y Pekín.

Y he aquí el gran misterio que eclipsa este aire victorioso que rodea al gobierno de Biden. ¿Cómo explicar el legado de Barack Obama, quien a su vez perdió grandes oportunidades históricas, de fortalecer a la sociedad estadounidense en sus sectores más vulnerables y en levantar a Occidente frente a lo que ahora es una abierta amenaza del binomio China-Rusia, ante la abominación que significó la victoria de Trump en 2016, su disfuncional y caótica presidencia, pero, fundamentalmente, sus cerca de setenta millones de votantes?

Tal vez la respuesta sea más simple de lo que parece, y yace en esa misma miopía del propio sistema que engendró a Trump como una manifestación de su deterioro, o como un anticuerpo, señalando la grave enfermedad que debe ser erradicada. Para ello, no bastan las reiteradas posturas de un liberalismo cansino e ineficiente para alimentar y dar trabajo, como la única visión evangélica para gobernar. Es fácil ser liberal con una copa de Chardonnay helado, viendo el océano desde las costas de Connecticut, de espaldas, literalmente, a las duras realidades de millones de personas que, sin esperanzas, ya descreen peligrosamente de esa democracia liberal. Confundir a Trump como la enfermedad es, sencillamente, negar la realidad y arriesgar la volátil profundización del deterioro.

Quizás, para bien de todos, el propio Joe Biden así lo reconozca. El apremiante tiempo lo dirá.

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