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El tonto y el filósofo y El amor por los filósofos

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05 de abril de 2020 a las 05:00

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El tonto y el filósofo

Querida Magdalena:

Qué malamente debí yo de presentar el pensamiento de Tomás de Aquino -resumiendo cerca de 20 mil palabras en 4200 caracteres- para que, en respuesta, se haya sentido usted en la obligación de prevenir a nuestros lectores contra las fáciles recetas contra el dolor, contra la falsa filosofía que cambia el oro de la razón por los abalorios de una felicidad comprada a bajo precio! Después de un año y medio de correspondencia epistolar, debería haber estado prevenido contra las simplificaciones que el formato nos impone. Pero puede también suceder que esas 20 mil palabras de Tomás me hayan resultado arduas, difíciles de entender; y que las haya reducido a fórmula, no en función de la brevedad epistolar, sino de mi propia incapacidad intelectual. Por decirlo en palabras de la Receta de mi carta anterior: me resultó más fácil tomar un baño (Paso 5) que contemplar la verdad (Paso 4).

Cuántas veces, desde que Magdalena y el Bibliotecario se epistolean, he ido a buscar textos leídos o estudiados hace ya muchos años, quizás en épocas de joven estudiante, para enriquecer mi carta, preparando una respuesta o iniciando una cuestión. Y he debido rendirme a la evidencia de que aquel texto sencillamente se resistía a mi inteligencia: no sólo no podía leerlo de corrido, sino que me veía obligado a tomar prolijas notas, a dibujar infantiles esquemas, ¡e incluso a confirmar mis inseguras intuiciones con consultas a competentes colegas!

Desde esta confesa asimetría, en la que voluntariamente asumo el papel del tonto, quiero decirle dos palabras sobre la referencia que hace Nietzsche a la alegría de los “omnicontentos”: los que gozan de la alegría sólo porque “no comprenden ni sienten la necesidad de Verdad”.

Por supuesto, presupongo que ha resumido también usted 20 mil palabras en 4200 caracteres. Pero, ¿quiso decir el filósofo alemán que si comprendiéramos, si sintiéramos necesidad de Verdad, no podríamos estar contentos? Usted misma ha declarado aquí, en alguna oportunidad, que mirar la vida tal cual es resultaría insoportable. Claro que no puedo coincidir en esto con usted.

Cierta tristeza derivada de la lucidez frente a la Verdad parece entonces un verdadero prejuicio nietzscheano -en el sentido de background, o pensamiento general previo. Y creo que debe de ser así, a juzgar por la nota peyorativa que Nietzsche adscribe al que está alegre: es un tonto, un omnicontento, que no ha entendido nada. Es feliz porque no entiende. Si entendiera, estaría triste.

La alegría y la contemplación de la Verdad, en cierta forma se opondrían. Alegría y Verdad serían incompatibles. Si la Verdad es horrible para el hombre, ¿por qué habríamos de recomendar su contemplación? Ahora el Paso 4 de Santo Tomás contra la tristeza no sólo se revela ingenuo, sino peligroso. Por el contrario, si se pudiera eliminar la Verdad, estaríamos eliminando el obstáculo final para la felicidad humana. En “El Anticristo”, dice Nietzsche: “En todo el Nuevo Testamento, hay solo una persona que vale la pena respetar: Pilato, el procurador romano”. Tiene sentido: él envió a la muerte al que dijo de sí mismo: “Yo soy la Verdad”.

Nietzsche se antojó una verdad en cierta forma desalentadora. Pero no lo hizo como un académico, como un teorizador: “Siempre he proyectado en mis escritos mi vida y mi persona enteras. Ignoro qué cosa sean los problemas puramente intelectuales”. Cuando transmitió que la tristeza es un valor, que la alegría es una ingenuidad y que las personas felices no se han enterado de nada… transmitió lo que él fue, se transmitió a sí mismo. Y, porque pagó con su propia vida el precio de su pensamiento, pudo, como el Mefistófeles faustiano, pedirle el alma a cambio a sus lectores. El nietzscheano podrá quejarse con razón de muchas cosas, pero nunca de que lo han engañado.

Pero me he ido muy lejos. No sabe cuánto lamento que haya usted interpretado mi Receta contra la tristeza como una… receta. Tomás de Aquino pensaba que contemplar la Verdad, además de libres, nos haría necesariamente felices. En un poema suyo bastante popular, le dice a su amor: ¡Ojalá sea yo feliz viendo tu gloria! Casi parece un bolero de Agustín Lara (nota de la traductora).

¡Ah, la Verdad... hermosura tan antigua y tan nueva...!

El amor por los filósofos

Estimado Leslie:

Me parece que me pregunta usted entre líneas, como puedo ser tan nietzscheana. Darle, por así decir, mi corazón a un filósofo tan enigmático y con tantos contrastes.

Así, anoche, mientras escribía mi respuesta, en un momento me detuve a escuchar una canción de La Vela Puerca, una banda de rock uruguaya que me encanta, y es muy apropiada para estos tiempos de angustia pandémica. La canción se llama Va a escampar;

Llega la batalla

Y contra él estalla.

Algún día va a escampar.

¿Y cómo sale de esta?

Quiere la respuesta.

Sabe que no es escapar.

Me apoltroné en el sillón y me puse a pensar acerca de lo que le estaba escribiendo. Y entonces sentí ese impulso que suelo tener, no solo cuando le escribo, sino también en las clases, en las columnas en la radio, incluso cuando estoy sumida en este “diálogo silencioso del alma consigo misma”. Es un impulso que me anima cada vez que pienso en conceptos o ideas de diferentes filósofos. Y siempre, sin importar si coincido o no con ellos, siento esa inclinación, esa necesidad de encontrar en sus pensamientos algo afirmativo para poder decir: ¡sí, es esto!

 No se trata de justificarlos. No, no es eso. Además de ser una actitud anti filosófica, sería muy necio de mi parte hacerlo. Se trata, más bien, de encontrarle la vuelta para poder decir: “Acá le dio en la tecla”.

Esto se me da sin pensar, fluye naturalmente; quizás tendría que analizar por qué tengo ese impulso… Seguro que no es simplemente porque los quiera.  Al menos, no a todos …  Pero más allá de mis afinidades y simpatías -que son siempre subjetivas- todos ellos son, al fin y al cabo, filósofos.  Y cuando son eximios -me refiero a las mentes que nos iluminan con su brillo-, allende a que comulgue o no con su pensamiento, siempre les agradezco, hago una reverencia ante ellos. Porque alimentan y enriquecen a la Filosofía, que es lo que me aporta sentido, lo que hace de mi vida algo bueno.

Por eso, admiro tanto a todos y cada uno de los grandes filósofos. De alguna manera siento el deber de profesarles un sensible reconocimiento. Pero no un “deber” de esos que son impuestos, sino uno que siento como necesario, como un profundo deseo de agradecerles por pensar para mostrarnos los muchísimos sentidos que puede tener la vida. Por abrir nuestras mentes y liberarnos de las cadenas de los prejuicios y el despotismo.

Cuando usted me hablaba del “amor maternal” que profeso a mis filósofos, al principio no lo entendí. Pero, ahora, reflexionando sobre todo esto, creo que puedo, al fin, comprenderlo.  Tiene razón Leslie, existe en mí un amor incondicional de madre, pero orientado, también, a los filósofos. Sin importar si un hijo comete un error, discrepa en una opinión o, incluso, en las creencias más fundamentales que determinan las formas de vivir y valorar la vida. Para una madre un hijo es, pase lo que pase, siempre un hijo. Y en su amor incondicional, ella agradece a su hijo el mero hecho de ser, de existir, como diría Heidegger, estar ahí en su vida. Todo hijo es per se, para una madre, un motivo de amor, celebración y reconocimiento. 

Nietzsche dijo que “Todos los pozos profundos viven con lentitud sus experiencias: tienen que esperar largo tiempo hasta saber qué fue lo que cayó en su profundidad”. Y ahora estoy, como aconsejó Steve Jobs, connecting the dots, uniendo puntos, y comprendiendo realmente lo que usted quiso decir en aquella carta -y que yo, en su momento, no comprendí porque, seguramente, no estaba aún preparada para hacerlo-.

¡La Filosofía!… Ah, Leslie, ¿cómo podría explicarlo? Cuando era niña, acompañaba a mi madre a La Ópera, una conocida tienda de Montevideo. Y ahí me asomaba a aquellas mesas larguísimas donde se exhibían las telas de diversas calidades y colores. Era para mí un placer sentir el peso del rollo caer sobre la mesa, y contemplar la belleza de las telas desenrollarse y desenrollarse, y desear que aquel derramarse de las diferentes texturas y colores durara para siempre…

Y así mismo es mi amor por los filósofos: por todos, porque sus pensamientos son como esos rollos de tela, todos diferentes, desplegándose ante mis ojos. Y un poco deleuzianamente, siento un deseo de que nunca dejen de existir pensamientos desenrollándose y desenrollándose, para que la Filosofía se desparrame siempre sobre mi alma y la de todos, incesantemente, incesantemente...

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