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8 de octubre 2019 - 5:02hs

Si se analizan los discursos de campaña se advierte que, si bien se lo menciona al pasar, la política se está olvidando de la creación de empleo y, más ampliamente, de la generación de trabajo. Eso no ocurre solo en Uruguay, es cierto. También pasa en Argentina, ejemplo de tantos males, y en otros países de estado de bienestar decadente, como varios de los europeos.

Ese olvido tiene una razón. Las políticas proteccionistas, empresariales y sindicales, el gasto y los tributos crecientes y la consecuente búsqueda de nuevas víctimas impositivas, tienen conocidos efectos directos sobre la inversión, la exportación, la innovación, la toma de riesgos y finalmente sobre la demanda laboral. Salvo la invención de costosísimos cargos públicos, una forma escuálida y malévola de sustitución de trabajo privado auténtico, el estado es un saboteador del empleo. Uruguay le agrega a este cuadro el odio fomentado contra le empresa privada, un veneno vertido sobre la herida.

De modo que hacen bien los políticos en no hablar demasiado del trabajo. Tendrían que confesar su fracaso. Y hasta la Iglesia Católica parece haber abandonado su concepción profunda del trabajo como mecanismo básico de defensa de la dignidad humana para concentrarse en la pobreza y los mecanismos de mendicidad y subsidiaridad institucionalizados.

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El resultado del desestímulo al empleo se ve también en Argentina: las seudoorganizaciones que defienden a los planeros que cobran subsidios son aún más fuertes, influyentes y numerosas que las organizaciones formales de trabajadores legalmente registrados. Dicen representar el trabajo informal, pero no es cierto: sólo administran los planes-limosna que otorga el estado a los que no tienen trabajo, salvo el de ir a cobrar esos subsidios, cuando no lo hacen  por ellos sus conductores, para quedarse con una parte.

Cada vez es más evidente que lo mejor que puede hacer el estado para crear fuentes de trabajo… es no hacer nada. Este concepto enloquece y enfurece a los sindicatos, que sostienen que lo que se intenta es quitarles derechos a los trabajadores, condenándolos a trabajar por migajas para conseguir un empleo que casi es mejor no aceptar. Ese criterio es el que lleva a los que reciben planes en Argentina, por ejemplo, a no querer trabajar o en otros casos, a pedir al empleador trabajar en la informalidad para no perder sus planes. Además de una estafa, un círculo vicioso nocivo e indigno.

De paso esa misma concepción absurda, que no tiene evidencia empírica ninguna, funde los sistemas jubilatorios que se basan también en principios insostenibles que, en nombre de la solidaridad, los derechos y la dignidad terminan gestando, tarde o temprano una masa de viejos que mendigan sin derechos y cuya dignidad les fue robada. Y un déficit que pagan los contribuyentes que termina asfixiando cualquier economía, como sabe Brasil.

Los sindicatos, como los políticos, en especial en los países con producciones de bajo valor agregado, tienen que revisar no solo su discurso sino su propia razón de ser, para que su accionar en nombre de la defensa de los salarios y sus conquistas, no termine creando más informalidad, paso previo y fatal a la marginalidad, donde los derechos que dicen defender no existen. Esto también surge de la evidencia empírica, no es teoría.

El PIT-CNT, por caso, al demonizar a Ernesto Talvi por algunas de sus propuestas, sostiene que se trata de voltear los Consejos de Salarios, una supuesta conquista que va a justificar marchar contra las decisiones de la democracia. Habrá que analizar los formatos, no las palabras. La esencia, no el materialismo dialéctico. Si esos consejos tienen al Estado como tutor y hasta como juez, nunca serán creadores de trabajo ni agregarán valor a nada. Tampoco serán una negociación entre partes, sino una extensión del estatismo, del partidismo y del autoritarismo mesiánico de burócratas que deciden los costos de las empresas. En esas condiciones agregar valor es imposible. La empresa será una vaca más a ordeñar que no tendrá razón para aumentar su inversión ni su personal.

Si esos consejos, además, se hacen por grandes ramas de actividad no sectorizadas, se atacará a las pequeñas y medianas empresas y se abortará en su gestación cualquier emprendimiento. El fuerte sindicalismo argentino defiende esos mismos principios y sólo ha logrado cooperar en la creación de más desempleo, marginalidad y pobreza.

E insistiendo en la evidencia empírica, tampoco surge en ninguna parte que los países sin consejos de salarios o pergeños parecidos hayan perdido calidad laboral o paguen menores salarios. Ni en Japón, ni en China, ni en Corea del Sur, ni en Vietnam o Singapur ha ocurrido. Todo lo contrario. De modo que el discurso del salario miserable para conseguir empleo es simple retórica. Y la frase de que para eso es mejor no trabajar es un himno al fracaso, además de mentirosa.

Por otra parte, en pocos años, o mañana, el trabajo será, cuentapropismo puro. Salvo que se quiera obligar a sindicalizarse, además de a los robots, a quienes hacen apps, a los influencers, a los programadores de inteligencia artificial, a los predicadores, a los bloggers rentados, instagramers, youtubers, emprendedores y a una larguísima lista de profesionales autónomos, y “protegerlos” con consejos de salarios bajo la tutela del estado para que no trabajen por sueldos de hambre, supuestamente. Lo que tampoco resiste la confrontación con la realidad.

Esa suma de sueños seudoideológicos terminan por traducirse en falta de competitividad e innovación, lo que reduce el empleo y aumenta los impuestos y los reclamos, con lo que el círculo vicioso se transforma en una espiral convergente implosionante que tiende a cero. Y ahí sí, habrá que trabajar por la pitanza.

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