Opinión > Magdalena y el bibliotecario inglés

En prisión y entre las cumbres

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28 de octubre de 2018 a las 05:00

De Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford

Estimada Magdalena:

En prisión
 

Su última carta renovó en mí, a un tiempo, la alegría de leer y el recuerdo de los libros leídos, especialmente en el transporte público. La mera existencia de los servicios de transporte público es un contraargumento a las frecuentemente oscuras y pesimistas visiones que describen la modernidad como un infierno. En mi caso particular, el mayor proveedor de espacio y tiempo para la lectura, el estudio y la meditación, no ha sido otro que la administración de ferrocarriles británicos. Y, como ahora le contaré -durante un período y unas circunstancias muy determinadas-, su sistema penitenciario.

En agosto de 1974 –el verano de mis 17 años–, en circunstancias que me perdonará omitir aquí, cometí y ayudé a cometer una serie de pequeños, aunque no inocentes, actos de vandalismo. Fue precisamente después de haber cometido un delito menor durante una borrachera, que mi padre quiso que “aprendiera la lección” y, a través de sus contactos en la administración, consiguió que me mandaran a vivir y a trabajar, durante unos meses, como escarmiento, a la Cárcel de Reading. 
Una cárcel, por más lejana en el tiempo, y por más asociada que esté a la Gran Historia de la Literatura, es un recuerdo triste. A menos que -como me sucedió a mí-, entre sus muros se haya tenido la dicha de conocer a la Sra. Isaacs. Porque si los trenes me regalaron el espacio y el tiempo de la lectura, la Sra. Isaacs me hizo el don de los libros.

La Sra. Isaacs era una Bibliotecaria en estado de gracia. En su manera de estar en la Biblioteca o pasearse dentro de sus límites, se le notaba ese sentido vocacional. Manera, no de alguien cuyo otro auto es un Porsche, sino de quien sólo desea estar allí para recomendarle un buen libro al próximo condenado a muerte que aparezca en el mostrador. A la Sra. Isaacs le había hablado, desde una zarza ardiendo, el Dios de Abraham, de Isaac(s) y de Jacob, con estas o parecidas palabras: “Elizabeth, algún día será usted la Bibliotecaria de la Cárcel de Reading”. Y su vida entera fue el cumplimiento de esa (para ella, pero no sólo para ella) dichosa profecía.
Pienso que los libros que leí en la cárcel no sólo cambiaron sino que mejoraron mi vida. Empezando por “La Balada de la Cárcel de Reading” de Oscar Wilde -“uno de nuestro Antiguos”, como decía la Sra. Isaacs- que fue mi primera lectura allí y el primer libro de poesía que leí en mi vida.

La Balada -que usted, Magdalena, conocerá bien-, tiene una tesis principal tan profunda como sorprendente: que sólo hacemos sufrir a aquellos que amamos: “Yet each man kills the thing he loves/ Todo hombre mata aquello que ama”. Y que en esa contradicción consiste el drama del corazón humano, porque estamos hechos para el amor. Por eso para Wilde, como para San Agustín, la primera víctima del mal es el que lo hace, no el que lo padece. 
Gran parte del poema transcurre en la descripción detallada del estado interior y exterior -figurado en la cárcel misma y sus rituales- al que queda sometido el que realiza el mal. Pero nada es peor que su grotesca inconsciencia respecto del mal que ha hecho: “And strange it was to see him pass, With a step so light and gay… /Qué extraño fue verlo pasar, con un tranco tan ligero y alegre…”.
 La Balada va y viene, con perfección, del alma del condenado a muerte a la del narrador, que es un criminal menor -pero un poeta mayor. Y tiene una de sus cumbres, en el breve y último encuentro entre los dos, “Like two doomed ships that pass in storm /Como dos barcos que, antes de hundirse, se cruzan en la tormenta”. 

Sabemos por otras fuentes que, para Wilde, las lecturas en prisión fueron un camino espiritual de autoconocimiento, arrepentimiento y finalmente, redención. Y ya sé que hoy no está de moda arrepentirse. Pero los que así piensan deberían considerar que el que dijo que podía resistir a todo menos a la tentación, nunca dijo que podía arrepentirse de todo menos de sus pecados. ¿Cómo no recordar que, con 17 años, leyendo “La Balada de la Cárcel de Reading”, descubrí yo también una senda de autoconocimiento y de redención? 
Por eso, no puedo terminar esta carta sin unir los nombres para mí tan queridos, de Elizabeth Isaacs y Oscar Wilde, en una misma oración agradecida.

La Balada -que usted, Magdalena, conocerá bien-, tiene una tesis principal tan profunda como sorprendente: que sólo hacemos sufrir a aquellos que amamos: “Yet each man kills the thing he loves/ Todo hombre mata aquello que ama”.

 

De Magdalena Reyes Puig para Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford

Estimado Leslie

Entre las cumbres y el valle
 

El relato de su experiencia en la cárcel de Reading rozó una fibra íntima que ha resonado en mí desde que tengo conciencia. Me refiero a este temperamento vehemente que, para bien y mal,  me ha animado a lo largo de la vida. 
Siempre sospeché que mi inclinación por la Filosofía se debe, en gran parte, a esa proclividad a verme movilizada por el arrebato emocional.  El rigor analítico de la reflexión filosófica representa para mí un límite –que es asimismo amparo y contención- a esa tendencia a verme encendida por el fulgor indómito de la pasión.  La misma que parece haber incitado a los diversos personajes de su carta. Aunque es claro que existe una nítida diferencia entre la consumación de un delito, la rebeldía transgresora y el llamado de la vocación, la pasión como motor franquea la distancia que separa los variados destinos de los protagonistas de su narración. 
Edgar Degas creía que un cuadro debe ser pintado con el mismo sentimiento que un criminal comete su crimen. Pienso que esta intuición representa la moraleja que se desprende de su carta: la contradicción propia del  impulso apasionado.  Porque bajo el influjo potente de su brío surge el genio de Beethoven componiendo su novena sinfonía y la respuesta al llamado de la vocación de su tan apreciada Sra. Isaacs. Pero es también ese ardor pasional lo que impulsó a Charles Thomas Wooldridge –el condenado a muerte en la balada de Wilde- a apuñalar a su mujer conmovido por un arranque de celos. 

La pasión es una hoguera encendida donde danzan el poder creativo de Eros y la fuerza destructiva de Thanatos; en ella conviven fatalmente el amor y el odio. Y la profunda tesis de Wilde, “Todo hombre mata aquello que ama” representa magníficamente ese encontrarnos humanamente avivados por aquellos dos instintos básicos, tan contradictorios como mutuamente subordinados. El desenlace, entonces, depende de cuál de las dos potencias guía el paso.

Pero en su carta alude usted también al fenómeno del arrepentimiento. Afirma que hoy no está de moda arrepentirse, y parece sugerir que esta tendencia representa un obstáculo en el camino hacia la redención.  Puedo comprender su argumento, Leslie.  Sin embargo, pienso que la auténtica redención comulga con la reconciliación y no tanto con la compunción. Dante estuvo en el acierto cuando dispuso en el infierno a todos aquellos que, re-sintiendo la aflicción por las faltas cometidas, se empeñan en vivir apenados. Nuestro más genuino deber es escalar las cumbres de la dicha que subliman las penurias y abrazan a este “valle de lágrimas”.
Esta tarea, tan difícil como necesaria, de aprender a vivir con nuestra humana imperfección y la proclividad a incurrir en el mal y el error, es uno de los asuntos más recurrentes en mi práctica como psicóloga y consejera filosófica.  Toda persona con un resquicio mínimo de conciencia debe afrontar, tarde o temprano, su inherente vulnerabilidad y encontrar la forma de vivir con ella.  Anhelamos el bien y la verdad, pero sabiéndonos siempre condenados a eventuales caídas en la mentira y el mal. Como con la pasión, nuestro destino está sujeto a aquella inevitable contradicción que hace al “drama del corazón humano”. 

Baruch Spinoza argumentó que el arrepentimiento no es una virtud, ya que no nace de la razón, y así, “el que se arrepiente de lo que ha hecho es dos veces miserable o impotente”.  Como los grandes filósofos griegos, Spinoza veía en la toma de consciencia de las faltas cometidas una oportunidad para el aprendizaje y la transformación.  Aún sin buscarlos ni quererlos, el pecado y el error siguen siendo grandes maestros, que allanan el camino de la comprensión y el auto-conocimiento, incitando en nosotros la superación en ese tan humano afán de convertir lo malo en bueno y la equivocación en acierto.  El “De Profundis” de Wilde es una prueba de ello, así como también lo son esos ojos llenos de anhelo del condenado a muerte que mira “esa pequeña carpa azul/ que los prisioneros llaman cielo”.
Y usted, estimado Leslie, ¿acaso se arrepiente de esos pequeños actos de vandalismo que lo condujeron a la cárcel de Reading, donde se descubrió transformado por personas y versos a los cuales hoy extiende tan profundo y sentido agradecimiento?

Baruch Spinoza argumentó que el arrepentimiento no es una virtud, ya que no nace de la razón, y así, “el que se arrepiente de lo que ha hecho es dos veces miserable o impotente”.
 

 

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