Epígrafe: la literatura convertida en tubo de ensayo

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22 de julio de 2021 a las 11:34

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En la literatura que intenta escaparle a las fronteras puramente comerciales, en aquella en la que coexiste una búsqueda determinada y la intención de ser más que solo entretenimiento impreso, hay riesgo. Se trata, y los autores suelen mencionarlo cuando se lo preguntan, de una especie de salto al vacío, de carrera por una cornisa afilada que no termina jamás y de la que siempre se puede caer.

En ese sentido, el riesgo y la experimentación van de la mano. Los juegos literarios han estado ahí desde el comienzo mismo de la escritura —Rayuela es un ejemplo inmediato—, y la posibilidad de llevar los textos a nuevos estadios experimentales siempre es una posibilidad latente. Son varios los escritores y escritoras que a lo largo de carrera se han alejado de las estructuras más clásicas de la ficción y le han encontrado un reverso especial a su obra con textos vanguardistas. A mí, particularmente, me resulta muy placentero encontrarme con estos artefactos, con estos dispositivos que rompen las barreras de lo que se puede o no se puede hacer, y que te sacuden la modorra en la que, a veces de manera inconsciente, terminamos cayendo.

Es probable que por eso mismo la obra de Roberto Bolaño me haya calado tan hondo en los últimos años. No soy el único, por supuesto. Y resulta lógico que exista una legión de seguidores del chileno, porque darse de bruces contra Los detectives salvajes o 2666 es una experiencia irrepetible. Sorprende esa escritura total, siempre al borde, siempre a punto de ser demasiado. Sorprende la absoluta maestría con la que Bolaño maneja el peligro. Pocas cosas me han hecho sentir así: de cara frente al abismo. Te invito a ir a cualquiera de sus historias a comprobarlo.

Pero a mí, además de leer a Bolaño, me gusta escucharlo. En Youtube hay algunas entrevistas que vale la pena ver, sobre todo esta que dio para el programa titulado La belleza de pensar. Pero, si lo prefieren, también se puede leer lo que él dijo, o sea, escuchar a partir de la lectura. Esto, por ejemplo, es lo que puntualizó sobre este mismo tema del que hablo cuando recibió el premio Rómulo Gallegos en 1999:

“¿Entonces qué es una escritura de calidad? Pues lo que siempre ha sido: saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio peligroso. Correr por el borde del precipicio: a un lado el abismo sin fondo y al otro lado las caras que uno quiere, las sonrientes caras que uno quiere, y los libros, y los amigos, y la comida. Y aceptar esa evidencia aunque a veces nos pese más que la losa que cubre los restos de todos los escritores muertos. La literatura, como diría una folclórica andaluza, es un peligro.”

La sensación de peligro de la que habla Bolaño se comparte. La sienten muchos autores y, como dije más arriba, se vuelca en los textos. La experimentación está a la orden del día y, sobre eso, es que esta edición de Epígrafe se estructura. Sobre jugar, sobre romper los moldes de lo establecido, de cambiar las reglas y pararse sobre el filo, conteniendo las ganas de saltar al vacío.

Thelma & Louise

Fronteras rotas y tubos de ensayo literarios

Missing, Fascímil, Ciencias ocultas

Empiezo por donde dejé el tema: Chile. Algo pasa en ese país que las ganas que tienen sus escritores de jugar con el texto, de llevarlo a registros más cercanos a lo inédito, parece estar elevado a una potencia superior. 

Pienso, por ejemplo, en Alberto Fuguet. Polémico, resistido por varios e idolatrado por otros tantos, Fuguet construyó una obra que, sacando narraciones más tradicionales como Mala onda, se erigió a partir de los cruces. Eso es lo que encontramos en Las películas de mi vida, una novela estructurada a partir de las películas que el narrador recuerda haber visto, o, quizás, es más preponderante en Missing, una especie de bitácora en la que Fuguet cuenta la historia de un tío suyo, que se escapa a Estados Unidos en plena dictadura chilena y que él, años después, intenta encontrar. Missing se presenta como una novela al uso durante buena parte de su primera parte, pero luego da pie a un juego que incluye mails, informes, escritura a mano, entrevistas y un extenso tramo donde el flujo mental del propio tío se hace carne y que da rienda suelta a un torrente de imágenes que se cruzan en algún lugar entre el idioma inglés y español. 

Más cercana en el tiempo está la experimentación que otro chileno ilustre, Alejandro Zambra, le ha impreso a su obra. Hay juegos de este tipo en la hermosa novela Poeta chileno, en Bonsái o en Mis documentos, pero donde se encuentra a flor de piel es en Facsímil

El libro es difícil de definir. Intenta emular, digamos, a una prueba de aptitud preuniversitaria que se aplicó en Chile desde 1967 a 2002, y con la que el autor se propone jugar. Al principio los ejercicios parecen salidos efectivamente de un cuestionario múltiple opción, pero luego la densidad tragicómica de Zambra empieza a extender su manto por el resto de las consignas, y pronto lo que a simple vista parecía ser una tarea académica muestra su verdadera cara. Facsímil no es una novela, no son cuentos, no es poesía, no es nada y es todo. Y es fantástico y su lectura, un goce. 

Vamos con un chileno más, aunque en este caso por adopción. Mike Wilson ya ha aparecido por acá: lo hizo con Leñador, cuando me vino aquel impulso por escaparme a la naturaleza y buscar relatos que hablaran sobre eso. La obra de este autor —nacido en Misuri, pero radicado en el país trasandino desde niño— siempre se encuentra al borde, y quizás lo llevó al paroximo en su novela en verso titulada Ártico. Sin embargo, Ciencias ocultas no puede dejarse de lado. Esta novela es, más bien, un largo párrafo de unas 120 páginas en donde Wilson da rienda suelta a la sobreabundancia de detalles, a una descripción hiperbólica que pretende retratar una escena en donde hay un cadáver, tres personas y un perro. Acá la acción brilla por su ausencia; lo que impera en este hipnótico texto —su estructura hace que no haya prácticamente espacios para pausar la lectura— son los objetos de la habitación, los tonos del día, las historias que rodean ese tétrico ambiente que de desenrolla ante los ojos del lector. En algún punto —y este es el aspecto que más me atrae del libro—, Ciencias ocultas funciona como un pequeño gran índice encubierto que reúne sectas, rituales y otras formas de ocultismo que pegan tangencialmente en la escena descrita, y que realzan su misterio.

Los Me acuerdo

Comencé esta edición de Epígrafe hablando de Bolaño, y lo cierto es que mucha de la experimentación que él buscó en novelas como Los detectives salvajes, que acumulan historias sobre historias, se lo debe a uno de sus autores de cabecera, el francés Georges Perec. De hecho, no se puede hablar de experimentación en la literatura sin mencionarlo a él y a su contexto: su obra se caracteriza por un empuje continuo de los límites formales, por nunca repetir estructuras o estrategias narrativas y por ser una de las protagonistas de las vanguardias literarias del siglo XX.

Ahí está, por ejemplo, su título cumbre: La vida instrucciones de uso, una novela monumental que se estructura a partir de los habitantes de un antiguo edificio parisino. El libro está dedicado a la memoira de Raymond Queneau, uno de los fundadores del grupo Oulipo, un taller de experimentación literaria muy influyente en Francia y occidente al que Perec perteneció, junto con otros nombres ilustres como Italo Calvino o Marcel Duchamp.

La vida instrucciones de uso no fue el único artefacto experimental del francés. En la búsqueda por alcanzar lectores más activos, estructuró un libro a partir de sus sueños (La cámara oscura: 124 sueños), se abocó al concepto del espacio (Especies de espacios) y tomó prestado otro experimento, el del escritor estadounidense Joe Brainard, y escribió su propio Me acuerdo.

Y acá me detengo un rato. Es probable que el Me acuerdo sea uno de los ejercicios más repetidos en la historia de los talleres literarios. Como mencioné, su autor original es Brainard, lo publicó por primera vez en 1970, y consistió básicamente en un recuento de memorias encadenadas cuya única conexión es que son parte de la vida de una misma persona, y que siempre comienzan con las mismas dos palabras: Me acuerdo.

Además de Perec, el Me acuerdo fue utilizado por Pier Paolo Pasolini, por Margo Galatz (le puso Yo también me acuerdo) y más cerca en el tiempo por el argentino Martín Kohan, uno de los autores contemporáneos más interesantes e inquietos que tenemos en la región. Kohan editó su Me acuerdo hace un par de años en Godot ediciones, y acompaña el texto con imágenes de su vida. Su trabajo, sin embargo, prescinde de las palabras que dan pie al experimento, y se mete de una en sus memorias. A pesar de que puede sonar monótono y repetitivo, cada uno de los Me acuerdo tiene su atractivo particular, y yo me quedo con el de Kohan. Es muy divertido, se lee de un tirón y por momentos conmueve.

“La lapicera que yo usaba en el colegio David Wolfsohn era una Astor 303.
Le pedí una Parker a mis padres, que era la que usaban casi todos mis compañeros. Me compraron una Sheaffer.

*

El equipo de gimnasia que usaba en el colegio David Wolfsohn no tenía ninguna marca. Lo comprábamos en Eduardo Sport, de la avenida Santa Fe, en Pacífico.

*

En séptimo grado les pedí a mis padres que me compraran un equipo Addidas, que era el que usaban casi todos mis compañeros.
Me compraron un equipo Topper."

Autorretrato, Las olas, El gran surubí

Por fuera de Perec y los Oulipos, hay otros franceses que han experimentado con sus textos y han llevado las consignas al límite. Un caso más contemporáneo es Édouard Levé, un alma atormentada que se suicidó en 2007 y que lo adelantó en Suicidio, una de sus obras más famosas. Levé fue un artista multifacético que dejó una obra muy interesante, entre las que se encuentra Autorretrato, un texto en el que el autor lleva la presentación de su persona a la hipérbole. Es muy raro comenzar a leer este texto donde Levé no para de enumerar todas sus características personales, pero hay un momento en que la lectura no se puede frenar. El hechizo del francés es real, las líneas se suceden y la lectura se encadena y alcanza una musicalidad estremecedora. Las últimas líneas —que no serán reveladas acá— se te quedan atoradas en la garganta. Autorretrato es un libro fascinante.

Ni la experimentación ni las almas atormentadas han sido patrimonio exclusivo de los hombres, y en ese sentido no se puede obrar la influencia de Virginia Woolf en algunas de las rupturas que se empiezan a ver a partir de determinado momento del siglo XX. Woolf jugó mucho con sus historias, hizo de los tiempos narrativos un instrumento flexible y creó títulos como Las olas, donde el derrotero mental de seis personajes confluyen para crear un relato extraño y cautivante.

Y, por último, la cuenca del Plata tampoco ha sido ajena a la experimentación literaria, a los esquemas subvertidos y las formas retorcidas. Me voy a quedar con dos títulos más o menos recientes, uno a cada lado del charco.

El primero es El gran surubí, una historia de Pedro Mairal que fue publicada originalmente en entregas por la revista Orsai, y que ahora fue compilada en un libro que ya está en librerías uruguayas. ¿Cuál es la particularidad de El gran surubí? Básicamente, que está escrita en sonetos endecasílabos. No soy el fan más acérrimo de Mairal, y de hecho su gran éxito, La uruguaya, me parece bastante olvidable; sin embargo, El gran surubí es una proeza. La historia se siente fresca, la estructura es ideal para relatar los hechos aberrantes que propone, y la atmósfera que logra es tangible, real. Vale la pena echarle un vistazo.

El último título es Viralata, del artiguense Fabián Severo. En este caso, lo experimental pasa por el idioma: la novela, cruda y sensible a la vez, está escrita en portuñol, un dialecto que es pura y exclusivamente oral, y que Severo captura, encierra y domestica en página como si de una criatura salvaje se tratara. Viralata fue Premio Nacional de Literatura, hizo emerger a Severo y lo consolidó como un autor sin límites idiomáticos a la hora de narrar. Él cierra, con esas historias fronterizas, este capítulo sobre la experimentación.

Las lecturas de Martín Otheguy

El invitado de este mes en nuestro querido espacio del Qué leen los que leen es el periodista y escritor Martín Otheguy, que actualmente trabaja como editor de Gigantes, el suplemento para niños y adolescentes de La Diaria, y que tiene un largo camino como autor de títulos como El Mundo sin Lunes, El Libro de los Lugares Secretos e Historia de la Queja, entre otros.

Martín, además, acaba de publicar en Fin de Siglo un libro de relatos que si no tiene el mejor título del año, pega en el palo: El invierno es un lobo que viene desde el norte. 

El invierno es un lobo que viene del norte


Casi como si esto estuviera arreglado, en sus lecturas Martín habla de experimentaciones y fronteras que se resquebrajan. Si lo pensábamos, no salía tan bien. 

¿Cuál fue el último libro que te dejó una huella?
Aunque vengo de una racha reciente de muy buenos libros de ficción (Y entonces llegamos al final, de Joshua Ferris, Vida hogareña, de Marilynne Robinson, La última frontera, de Luis Do Santos) creo que el último que me impactó fue El tiempo es un canalla, de Jennifer Egan, ganador del Pulitzer en 2011. El tiempo es un canalla comienza muy apropiadamente con un epígrafe (guiño, guiño) de Marcel Proust, y lo que me emocionó es justamente cómo retrata el paso del tiempo –un tema que me obsesiona– para mostrarnos básicamente que no son los lugares de nuestra juventud los que nos ayudan a recobrar parte del pasado sino nuestro paisaje interior. Lo hace de una forma muy accesible pero con un montón de recursos complejos. 

Es una novela que va entrelazando sutilmente las historias de varios personajes, saltando hacia adelante y hacia atrás en un período de unos cincuenta años, cada capítulo contado desde una perspectiva distinta y casi siempre con la música como trasfondo (es como una versión más punk de Nick Hornby). Usa la primera, la segunda y la tercera persona, y todo le sale bien. Combina más estilos y recursos que algunos escritores en toda su carrera sin que resulte un pastiche y es, hasta donde yo sé, la única persona que hizo todo un capítulo de un libro usando exclusivamente el formato de PowerPoint (en este caso para contar la perspectiva de una niña obsesiva) y el resultado logra emocionar en lugar de parecer pretencioso o hipster.
 
¿Qué estás leyendo ahora?
Por lo general leo dos libros a la vez. Uno en papel y otro en el Kindle, que me permite leer de noche cuando tengo insomnio sin necesidad de prender la luz ni despertar a nadie. También suelo leer uno de ficción y uno de no ficción al mismo tiempo. En papel estoy leyendo Ciudad, de Clifford Simak, un clásico de ciencia ficción que tenía pendiente y encontré hurgando en la inigualable librería Diomedes –que es algo así como La biblioteca de Babel de Borges luego de haber sido tomada por el caos– porque no puedo resistirme a comprar un libro de ediciones Minotauro cuando veo uno. Hablando de Minotauro, a Diomedes conviene entrar con un ovillo de hilo para no perderse y poder salir (extra tip). Ciudad narra la historia del colapso de la civilización humana vista desde los ojos de los perros. 

El de no ficción es La canción del Dodo: biogeografía de las islas en una era de extinciones, de David Quammen, divulgador que se hizo popular por anticipar con bastante precisión la actual pandemia. Es un relato muy pormenorizado pero ameno de algunas extinciones de fauna famosas, los motivos que las provocaron o las están provocando, y el papel que juegan las islas en la extinción y salvación de algunas especies.
 
¿Qué libros esperan en tu mesa de luz?
Mientras escribo, veo en mi mesa de luz dos libros. Uno es Obras completas (falso, porque faltan algunas) del escritor inglés Jerome K. Jerome, que está ahí aproximadamente desde que Jerome estaba vivo (murió en 1927). Llevo años intentando terminarlo, no porque sea malo, sino porque no quiero comprobar cómo palidecen algunas de sus obras en comparación con Tres hombres en una barca, quizá el mejor libro humorístico de la historia (o a secas, sin "humorístico"). A esta altura no me animo a sacarlo. Temo por lo que pueda encontrar debajo. 

El otro es Playa terminal, de J.G. Ballard, en una rotosa edición de Minotauro, ya que los primeros libros de cuentos de Ballard son difíciles de conseguir. Está empezado pero a la espera de mis vacaciones, porque encontrar cuentos de Ballard sin leer es como encontrar un pequeño tesoro. Tengo la obsesión de leer a Ballard en vacaciones, mejor si es fuera de temporada turística, porque sus imágenes recurrentes son ideales para vacaciones con poca gente: hoteles abandonados, piscinas repletas de lentes de sol rotos, largas extensiones de arena, playas desoladas y surrealistas donde el tiempo se comporta en forma extraña y el paisaje exterior se confunde con el paisaje interior. Como para volver a lo del principio.

La selección del Qué leen los que leen

Y acá terminamos por este mes y esta edición. Espero que te hayas animado a meterte en alguna de estas lecturas experimentales.

Para terminar, no voy a andar inventando: me quedo con el epígrafe del Me acuerdo de Martín Kohan, que a su vez es una frase relacionada con el Me acuerdo de Perec, en el que habla del Me acuerdo de Brainard.

Dice así:

"Un libro digno de ser copiado"
Georges Perec

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