Querida Magdalena:
El contraste entre la autopercepción -por usar una expresión en vogue- y la percepción que los demás tienen de uno está en la base de muchas de las comedias y tragedias de la literatura y el cine. En mi caso personal, yo solía mirarme a mí mismo como alguien acabado. Ya sabe: el tipo que aparenta más años de los que tiene, bebe más Chambertin del necesario, y alimenta ruiseñores con cucarachas en los amaneceres. Pero hace unos meses, todo eso cambió.
Jumpin’ Jack Flash
Durante una visita a la Old Library de Magdalen College, fui inesperadamente abordado por el Dr. Boubert -una joven promesa de la Física. Cuando se acercó, sentí cierta aprensión porque parecía como si me hubiera estado esperando. No nos habían presentado, y fue muy raro que me llamara por mi nombre. Más raro aún, que me mostrara una gran fotografía en blanco y negro de Jagger y Richards (músicos ingleses del condado de Kent), y me preguntara, con cierto desmedido respeto:
Aunque no soy especialista en los Stones, pues mi corazón siempre vivió en Strawberry Fields, no me costó identificar el allí al que el Dr. Boubert se refería. Seguramente era el allí de una historia que yo mismo había hecho correr entre algunos académicos dispuestos a escucharme, un día que tomamos un par de pintas de más. El allí de un 17 de octubre de 1973, en que acompañé a mi hermana Priscilla al concierto de los Rolling Stones en Bruselas, en la gira de presentación del álbum Goats Head Soup. Y cuyos titulares transcribo ahora nuevamente:
“Salida de la Gare du Nord, en París, a las 9 de la mañana. A las 11, cuando queremos ir a desayunar, tenemos que pasar, como en la batalla de Verdún, sobre los cuerpos yacentes de cientos de casualties del alcohol. Además, el bar está cerrado. Para que tengamos algo que contar, un tipo que destila Tanqueray pretende acercarse a Priscilla en términos tales que provocan mi intervención chevalleresque. Tengo suerte de escapar con vida. Por supuesto, al regresar, nuestro compartimento ha sido ocupado por otros. Una vez en Bruselas, el concierto empieza tarde. El telonero es Billy Preston. El sonido es una porquería. Y los Stones sólo tocan temas del nuevo álbum, sin cortesías sentimentales a una audiencia que los desconoce por completo. El regreso a París es el regreso de Rusia de la Grande Armée, un grupo de huérfanos abandonados por sus falsos dioses. En la crónica de espectáculos de Le Figaro del día siguiente se puede leer: ¿Los Rolling Stones se niegan a asumir su edad?.”
Ese día fue como una metáfora de mi juventud. En octubre de 1973, yo tenía 17 años, pero los Beatles se habían separado; los hippies se habían institucionalizado; Imagine ya había sido compuesta; Jimmy Hendrix había muerto; Elvis aún vivía, para ser justos, pero no estaba dispuesto a alegrarme por tan poca cosa; y, aunque Eric Clapton empezaba a dar síntomas de verdadera eternidad en el preciso momento en que todo el resto se derrumbaba, era muy triste ver a todo el resto derrumbarse. Pretendía pertenecer a un pasado que ya no existía, que no había conocido, pero que igualmente añoraba. Y me lamentaba de haber llegado tarde… ¡por tan poco! Era como uno de aquellos personajes de Midnight in Paris que sueña con vivir en otra época. Pero mi dolor era mayor porque, de alguna manera, podía ver alejarse del andén el tren que había perdido.
Entonces, como el hada de un cuento, llegó el joven Boubert con aquella foto. En su mirada, el concierto se convirtió en “El Concierto”. ¡El Histórico Concierto, si me permite, del 17 de octubre de 1973!…Y yo, humilde Bibliotecario, había estado allí.
Quizás fui entonces alcanzado por lo que algunos llaman Reconocimiento Mimético del Medio. De un momento a otro, desapareció todo vestigio del joven frustrado que una noche regresara con su hermana Priscilla en el tren de la derrota. Y con él, desapareció también el viejo bibliotecario acabado. En su lugar, durante un breve instante, se vio a un joven recién llegado de los años 70, bastante parecido a mí, pero con pantalones acampanados y botas de cuero, bailar y cantar Jumpin’ Jack Flash por las gastadas aceras de High St.
Y le juro, Magdalena, que aquellas jóvenes con tatuajes en el cuello y un piercing en la nariz me miraban con malas intenciones.
El Joven Leslie
Estimado Leslie:
Es la primera vez que mi conciencia repara en la imagen de un bibliotecario inglés ataviado con botas de cuero y pantalones acampanados. Es una imagen curiosa, debo reconocer. Pero más que eso, lo que esta novedad me confirma son los límites de nuestra escueta consciencia al lado de las vastas formas en que la realidad puede ser representada. Recuerdo el día que leí Las puertas de la percepción de Aldous Huxley por primera vez. ¡Lo devoré de corrido, sin prisa ni pausa, sentada en un banco fuera de la librería donde lo había comprado! Es un libro de no mucho más de 30 páginas, que confirma la regla de que la calidad no es necesariamente proporcional a la cantidad. En este ensayo testimonial, que dio nombre a la afamada banda The Doors, Huxley reflexiona acerca de cómo el cerebro humano filtra la realidad para poder procesarla. Esto, después de haber participado como “conejillo de indias” en un experimento para develar los efectos de la mescalina sobre la conciencia humana. Así fue como Huxley descubrió que, allende a su belleza poética, el verso de Blake expresaba una verdad: la realidad es mucho más amplia, profunda y compleja de lo que nuestra percepción e inteligencia normalmente captan. Claro que siempre cabe la duda de si este descubrimiento no fue una alucinación propiciada por el consumo de mescalina. Pero, ¿acaso alguien puede desconfiar de la naturaleza asombrosamente polifacética de lo que llamamos realidad? Yo, seguro que no. Y su carta es, para mi garantía -y no menos alegría-, un indicio más.
¿Quién es el verdadero Leslie? ¿Aquel joven de 17 años frustrado por el derrumbe de sus falsos ídolos? ¿O, el viejo bibliotecario acabado, que alimenta ruiseñores con cucarachas al amanecer y bebe más Chambertin del necesario? ¿No será, acaso, el otro joven, también de 17, que canta Jumpin’ Jack Flash por las gastadas aceras de High St.? Sospecho que el veredicto depende de a quién se le invite a resolver el enigma. Porque seguro que la respuesta que daría el Dr. Boubert difiere de la que hubiese dado yo esta mañana, antes de leer su carta.
Y, entonces, la cuestión no depende sólo de quién, sino también de cuándo el quién emite su fallo. Sin ir más lejos, usted mismo, Leslie, vio su autopercepción transformada de la noche a la mañana. Y todo gracias a una joven promesa de la Física que, ¡oh, casualidad!, lo abordó con lo que terminó siendo una promisoria foto de los Rolling Stones en la mano.
El otro es siempre el espejo en el cual nos vemos reflejados. Con su mirada pesquisante, nos descubre y nos revela, mostrándonos que la autopercepción no depende sólo de nuestra conciencia y voluntad. Esto es lo que llevó a Sartre a afirmar que “el infierno son los otros”, pero el Dr. Boubert se apersonó en la Old Library para impugnar la tesis sartreana.
Su relato lo evidencia bien: el contraste entre la autopercepción y la percepción que los demás tienen de uno es solo provisional. Para bien o para mal, los demás dejan su impronta en nosotros y, así, la forma como nos vemos fluye y varía (del infierno al paraíso en un constante ida y vuelta) a través del encuentro con los otros.
El creciente individualismo (y la tendencia al narcisismo que trae aparejado), empaña la justipreciación del impacto que ejercen los demás sobre nosotros. La autopercepción no se gesta y desarrolla en la conciencia de cada uno como dentro de una burbuja, no. Ella es delineada y alimentada por la mirada del otro en la que nos vemos reflejados. Claro que sería mucho fácil si pudiéramos, como Narciso, prescindir del ojo pesquisante del no-yo, y creer que podemos proyectar la imagen de nosotros mismos como más se nos antoje o convenga. Pero esto, so pena de sucumbir ahogados, también como Narciso, en el hechizante autoengaño.
La llave está en nosotros, pero el otro siempre nos presta una mano para abrir un poco más la puerta.
Y lo que veamos entonces -infierno o paraíso- no será, ni más ni menos, que lo que persistía desapercibido en nosotros. Como el joven Leslie de pantalones acampanados, que canta Jumpin’ Jack Flash bajo la mirada malintencionada de jovencillas entusiastas.