Camilo dos Santos

La grieta y las reformas

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08 de abril de 2022 a las 21:17

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La banalización del vocablo grieta en la política tiene un efecto nocivo en el funcionamiento de la democracia, además de su potencial para entorpecer un proceso reformista ineludible. Así, mal entendida, deja en el olvido que la legitimidad de un gobierno emana del apoyo de las mayorías, sin que ello signifique desistir del ideal del consenso. 

Es un concepto reciente del análisis político, importado de la crispación sociopolítica argentina, que se originó durante el mandato presidencial de Cristina Fernández de Kirchner.

En la vecina orilla alude a una ruptura, a un “quiebre histórico” con inclinación a un comportamiento político permanente, explicó hace unos años Rogelio Alaniz, historiador y ensayista argentino.

El autor destaca su “componente irracional” que se alimenta del prejuicio, el resentimiento, el odio, en suma, “el rechazo ciego a la existencia de otro pensamiento u otra identidad histórica”. Y un aspecto fundamental, es que es un estado de ánimo alentado deliberadamente desde el poder. 

Podría interpretarse como una actualización kirchnerista de la prédica de Eva Perón de “no dejar en pie ningún ladrillo que no sea peronista”.

Así es como acontece la grieta en Argentina, que, al menos por el momento, no es transferible a la realidad de nuestro país. No forma parte de la identidad rioplatense como el fútbol.

Sin desnaturalizar el significado del término, en Uruguay, afortunadamente, es posible imaginar un desenvolvimiento democrático muy diferente.

La palabra grieta también nos remite a una hendidura poco profunda; no significa únicamente una lanza de la antinomia amigo-enemigo que puede herir de muerte a la estabilidad política. 

Cuando la fisura es angosta, es posible cruzar de un lado al otro, y viceversa, algo propio de una democracia que, por cierto, no hay que idealizarla con metas de acuerdos perennes, sin disensos de fondo o la ausencia de la inquina en los debates.   

Incluso, la grieta incluye una acepción legítima y necesaria para encauzar las reformas que impulsa el gobierno de Luis Lacalle Pou. 

Una grieta bien entendida mueve entornos que parecían fijos, inamovibles, y que son necesario remover para mejor fortuna, no de un gobierno, sino del país. 

En ese sentido, la Ley de Urgente Consideración, recientemente refrendada en una consulta popular, modifica centralidades que parecían intocables, y amplía el espacio de la libertad. 

Como escribió el cientista político Alejandro Guedes, en una columna en El Observador, “muchos de los artículos” que pretendieron derogarse producen “cambios en las relaciones de poder”. A nuestro juicio, necesarios y significativos, pues, acotan la influencia de fuertes corporaciones sindicales -que defienden intereses propios, y no necesariamente el bien común-  y fortalecen la democracia representativa. 

El papel del Estado también se pone en movimiento, una vaca sagrada desde el referéndum de las empresas públicas de 1992, sin negar, por supuesto, su importancia, como ha sido evidente en la emergencia sanitaria de la pandemia.

Sin aceptar la presencia de una hendidura poco profunda en la política, fracasará la estela reformista que, además, como muestran otros cambios que parecían imposibles, por la fuerza de la ética de la responsabilidad, terminan convirtiéndose en políticas de Estado.

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