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La seguridad también es cosa de las intendencias

Aunque el control del crimen esté a cargo del gobierno nacional, las intendencias y los municipios son a veces los más adecuados para trabajar en su prevención
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01 de marzo de 2020 a las 05:00

"No tendremos desarrollo sin seguridad, no tendremos seguridad sin desarrollo,y no tendremos ni seguridad ni desarrollo si no se respetan los derechos humanos. Si no se promueven todas estas causas, ninguna de ellas podrá triunfar”.

La frase es de 2005 y de Kofi Annan, el entonces secretario general de la Organización de Naciones Unidas (ONU). Con ella comenzaría en foros internacionales un debate intenso que tardaría años en materializarse. El fondo de la cuestión era si la paz es o no una condición necesaria para el desarrollo social, político y económico de las naciones. La polémica podía desembocar en consecuencias graves, pues de ser la paz efectivamente una condición necesaria, los países inmersos en conflictos violentos podrían ver restringida la ayuda oficial al desarrollo.

Tres lustros después, son pocos los actores internacionales que no reconocen que el desarrollo suele ser insostenible en contextos de inestabilidad y violencia. De hecho, la seguridad no estaba incluida entre los Objetivos de Desarrollo del Milenio del 2000, pero la evaluación cumplida en 2015 demostró la necesidad de ampliar el rango de acción. Los progresos eran mayúsculos en muchas áreas, pero parecía haber factores que impedían la consecución de los objetivos en ciertos países. En 2016 se lanzan los Objetivos de Desarrollo Sostenible, que los estados miembros se comprometen a alcanzar hasta el 2030. Entre ellos destaca el objetivo 16: Promover sociedades pacíficas e inclusivas para el desarrollo sostenible.

Las consecuencias también se hicieron notar en las directrices de los gobiernos donantes. Por ejemplo, el Reino Unido adoptó eventualmente un enfoque de ‘seguridad primero’, que concibe la seguridad como una condición necesaria pero insuficiente para el desarrollo, y por ello tiende a priorizar aquellas intervenciones que busquen fortalecer las capacidades estatales frente a condiciones de seguridad adversas. De igual manera, organismos internacionales como el Banco Mundial o el Banco Interamericano de Desarrollo han ido incursionando gradualmente en estas áreas y hoy impulsan y acompañan gran parte de los programas de prevención, y reformas policiales y carcelarias de América Latina.

Así llegamos a Uruguay. Visto desde el exterior, el nuestro está lejos de ser el país evocado cuando hablamos de subdesarrollo, y las estadísticas comparadas confirman dicha percepción. Más allá de limitaciones y carencias, el Banco Mundial nos considera un país de renta alta y la ONU nos sitúa dentro de la categoría de desarrollo humano muy alto.

Y, sin embargo, las cifras agregadas tienden a esconder realidades grotescas que saltan a la vista de cualquiera que quiera verlas. Por ejemplo, medida en términos de ingresos, la indigencia se evaporó prácticamente en los últimos años, pero esa realidad no se condice con las miles de personas que vemos durmiendo cada noche en las calles de Montevideo. De igual manera, la pobreza y la desigualdad se redujeron considerablemente durante las últimas décadas, pero ello no impidió que los asentamientos siguiesen aumentando y superen hoy los 650. En ellos malviven unas 200 mil personas, acostumbradas quizás a una situación de precariedad habitacional, sanitaria y urbana que resulta anacrónica para el siglo XXI.

Lo usual y conveniente en plena campaña electoral es sugerir que esas bolsas de pobreza se deben a la falta de voluntad de actuales y pasados gobernantes. A mí, en cambio, que muchas veces peco de inocente, me parece más probable que todas las intendencias hayan tenido entre sus prioridades mejorar las condiciones de unos barrios que deberían avergonzarnos a todos. Además, hubo gobiernos exitosos a lo largo y ancho del país que machacaron hasta lograr mudar la realidad de muchos barrios que parecían resistentes a cualquier esfuerzo de cambio. No obstante, son muchas todavía las zonas en las que pareciera que el Estado nunca se hubiese hecho presente.

En muchas de ellas, además, la anarquía se traduce en la ley del más fuerte, y los vecinos conviven con niveles de delito y violencia difíciles de imaginar. Ello se debe a que las urbes suelen concentrar el crimen y la violencia de manera desproporcionada en ciertos barrios y manzanas. Casavalle, por ejemplo, tiene una población de apenas 36.000 personas, pero los 15 asesinatos de 2019 le otorgan una tasa de 41,7 homicidios por cada 100.000 habitantes, superior incluso a las tasas del homicidio de El Salvador y Honduras.

Es evidente que hay poblaciones relegadas cuyas necesidades no están entre las prioridades políticas de muchos gobiernos, pero ello no alcanza a explicar por qué pasan las décadas y las carencias se mantienen. Quizás debamos hacer frente al hecho de que ninguna política pública es sostenible en contextos donde el crimen campa a sus anchas. Ya no es solo que sea imposible combatir el abandono escolar si los jóvenes tienen miedo de ir al liceo, o instalar fibra óptica si es probable que los cables vayan a ser robados: es que ni siquiera podemos garantizar la seguridad de los buses y las ambulancias que ingresan a estos barrios.

Es la propia libertad lo que está en juego en estos casos. Si a veces seguridad y libertad se ven enfrentadas en un juego de suma cero, la cosa cambia si tomamos en cuenta la libertad positiva de los individuos. Los controles que nos realizan antes de subir a un avión son horriblemente molestos e invasivos, pero sin ellos, no sería posible conocer otros países o visitar a nuestros familiares. Por razones similares, quienes viven en zonas carenciadas están impedidos de abrir un negocio, viven sujetos a toques de queda permanentes, y han naturalizado diversas formas de extorsión que serían impensables en otros contextos.

Por todo ello, aunque la seguridad no sea competencia de los gobiernos departamentales, celebro que los candidatos comiencen a percibir la lucha contra el delito como condición sine qua non para llevar a cabo sus propuestas de campaña. En ciertas zonas, ni la construcción de aceras ni la recolección de basura son posibles si no se reduce el delito. Y aunque el control del crimen esté a cargo del gobierno nacional, las intendencias y los municipios son a veces los más adecuados para trabajar en su prevención, incluso si carecen de una tradición en el tratamiento del problema.

Dejando de lado posibles guardias municipales, las claves están en el liderazgo político y en la coordinación con el gobierno nacional. Las intendencias saben dónde están los basurales y los espacios públicos abandonados, las viviendas que se usan como bocas de drogas, las calles y paradas mal iluminadas. Controlan, en otras palabras, gran parte de los factores y elementos que determinan la disuasión situacional del delito. Si la comunicación con el Ministerio del Interior es permanente y las acciones de ambos actores lograsen coordinarse siempre, los resultados están al alcance de la mano.

Porque, en definitiva, es allí donde el Estado no está presente que se hacen fuertes las bandas criminales, que se vende la droga y se desguazan los autos robados. En consecuencia, no es solo la seguridad y libertad de esos barrios las que están en juego, sino las de todo el Uruguay. No hay desarrollo sin seguridad, y no hay seguridad sin desarrollo. 

Diego Sanjurjo es doctor en Ciencia Política, especialista en políticas de seguridad y armas. Investigador Postdoctoral en el Instituto de Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales, UdelaR.

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