La reelección del presidente de Bielorrusia, Aleksandr Lukashenko, es fuertemente cuestionada

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La Venezuela de Europa

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28 de agosto de 2020 a las 05:03

Hasta hace unos días, había pasado mayormente inadvertido. Pero desde que se robó la elección el pasado 9 de agosto, el presidente de Bielorrusia, Aleksandr Lukashenko, ampliamente mentado en los medios occidentales como “el último dictador de Europa”, ha enfrentado protestas masivas en varias ciudades de su país, y con ello la condena internacional.

Lukashenko, a quien sus seguidores cada vez más escasos llaman ‘Batka’ (en ruso, Papito), gobierna Bielorrusia desde 1994. Esta fue su quinta reelección –todo una extravagancia–, en la que se impuso mediante un fraude alevoso, con más del 80% de los votos, a su rival Svetlana Tijanovskaya, actualmente refugiada en la vecina Lituania y cuyo marido permanece detenido en Minsk.

Las protestas han sido multitudinarias, llegando a movilizar más 100 mil personas los fines de semana, pero admirablemente pacíficas. Los manifestantes no la emprenden contra monumentos ni contra edificios públicos o locales de negocios. Y a los policías, en lugar de piedras y palos, como hemos visto en varias protestas recientes desde Francia hasta Chile, los reciben con flores y abrazos.

En contraste, Lukashenko los llama “ratas”, y hace unos días apareció en un video con un fusil Kalashnikov, saludando y alentando a los efectivos que protegían su residencia, a escasos metros de donde se manifestaban en su contra decenas de miles de personas. “Ya les vamos a dar a esos”, dijo el hombre fuerte de Minsk suscitando el aplauso cerrado de sus encasquetados cancerberos, todos en uniforme antidisturbios.

Todo indica que Lukashenko quiere escalar el conflicto. Le conviene. Sería una excusa para sofocar violentamente las protestas y seguir deteniendo y torturando manifestantes. Además, tiene el apoyo de Vladímir Putin, que bajo ningún concepto está dispuesto a aceptar la caída de un aliado estratégico como el bielorruso: la Bielorrusia de Lukashenko integra la Organización del Tratado para la Seguridad Colectiva (CSTO, por sus siglas en ruso), rival de la OTAN; y es de hecho la última frontera de Putin con la Alianza Atlántica. Tampoco está muy lejos de Kaliningrado, el enclave estratégico donde Putin ha dispuesto una cantidad de misiles apuntando a Europa.

Sin embargo, la idea de los líderes opositores bielorrusos es evitar que esto se transforme en una pugna geopolítica y todo quede en un intento de sacar a Bielorrusia de la esfera de influencia del Kremlin; lo que invisibilizaría su lucha y la convertiría en una segunda Ucrania. Por eso Tijanovskaya advirtió el otro día a los representantes de la Unión Europea que “no se trata de geopolítica sino de democracia”.

Y es que no tiene nada que ver con Ucrania. El pueblo bielorruso nunca ha tenido una tradición de lucha, ni siquiera de resistencia, contra la influencia de Moscú. La oposición no busca sumarse a la OTAN ni ingresar a la UE; y las manifestaciones han sido un fenómeno totalmente local, sin vínculo con Occidente. A diferencia del Euromaidán de Kiev, en las imágenes de las protestas de Minsk no se ve una sola bandera de la Unión Europea.

Esto puede ser una fortaleza, pero acaso también una debilidad, al quedar muy aislada del mundo bajo un régimen como el de Lukashenko, dispuesto a hacer cualquier cosa por mantenerse en el poder. El paralelismo con Maduro resulta inevitable. Así como el venezolano cuenta con la intervención de Cuba para mantener el control y sojuzgar a los venezolanos, el dictador bielorruso tiene al Kremlin. Hace años que Moscú interviene en Bielorrusia en lo que parece un calco del caso cubano en Venezuela: a través de asesores militares, de la infiltración de los cuerpos de seguridad y, sobre todo, de los servicios secretos. Hasta los guardaespaldas de Lukashenko son hombres de Putin, así como los de Maduro son cubanos. Se trata de métodos que ambos regímenes han aprendido de la vieja doctrina de seguridad de la Unión Soviética, que era interpretada en términos puramente militares.

Por eso se ve muy difícil una salida pacífica en Bielorrusia, máxime cuando el propio Lukashenko ha dicho sin ambages que se celebrarán nuevas elecciones solo “sobre su cadáver”. ¿Será este otro atolladero como Venezuela, donde también los bielorrusos deberán seguir padeciendo el calvario de una dictadura por tiempo indefinido?

Desgraciadamente, parece bastante probable. Aunque la apuesta de los manifestantes es por el modelo de Armenia, donde en 2018, después de las protestas, asumió como primer ministro Nikol Pashinian, que ha hecho un gobierno equidistante de Moscú y Occidente. Putin no tuvo empacho entonces en aceptar la caída de su protegido armenio, Serzh Sargsián, quien se había encariñado con el poder desde 2008 y pretendía quedarse previa modificación constitucional que lo habilitaba para un tercer mandato.

En Bielorrusia se ve un poco más difícil un desenlace a la Armenia, más que nada por las características de Lukashenko, hombre a todas luces bastante más violento que el burócrata Sargsián. Pero el antecedente está; Putin también tiene problemas no menores en el frente interno; y así, los astros podrían esta vez alinearse en favor de la libertad.

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