La vida a diario

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La vida escrita a diario

Informar a través del relato personal es una novedad que este diario impuso
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24 de octubre de 2021 a las 05:00

"Como decíamos ayer”. Así empezó Fray Luis su clase en la universidad de Salamanca tras pasar cuatro años preso en una cárcel en Valladolid. Ahora que me esfuerzo por recordar, resulta increíble que hayan pasado tantos años desde la primera nota que publiqué en El Observador, la primera semana de diciembre de 1994. Ha transcurrido como una eternidad instantánea entre aquel entonces y hoy. ¿Cómo fue? Ah, sí. Tras pasar 14 años en Estados Unidos como gitano profesional, había venido a Montevideo con la idea de pasar nueve meses terminando un libro que recién pude terminar una década después. Mi hermano Alejandro, quien hoy tiene una exitosa consultoría, había sido nombrado editor de Cultura y Espectáculos de este diario y me invitó a participar de la aventura, nueva en todos los sentidos, pues modernizó en Uruguay la forma de reportar y analizar sobre lo que se ha dado en llamar “industria del entretenimiento”. Eso no convendría olvidarlo: El Observador actualizó el periodismo uruguayo al aportar particularidades de estilo, diseño y contenido que hasta entonces no habían sido considerados y menos aún llevadas a la práctica. El relato en yo no existía.

Este es un país que por la falta de memoria en asuntos no-políticos puede ser ingrato a más no poder. A veces creo que la desmemoria nacional es una variación no considerada del alzhéimer. No en vano, trayectorias y logros colectivos y personales son ninguneados con sorprendente regularidad. Lo digo pues, en los tiempos a los que refiero, la sección de Cultura y Espectáculos dio un golpe de autoridad, abriendo las puertas a perspectivas diversas para analizar los fenómenos relacionados con la creación estética, con reseñas a cargo de firmas reconocibles, como las de Jorge Solares y Jaime Costa (rigurosos críticos de cine, ambos muertos antes de tiempo), Luis Cerminara, Amir Hamed, Eduardo Paz Carlson, Guillermo Lopetegui (exquisito crítico de música clásica). Esos tiempos a todo dar, con horas de ímpetu y juventud repartida de manera proporcional, coincidieron a los pocos años con la aparición del suplemento Culturas, que salía los martes con el diario, y que, como me dijo el escritor chileno Jorge Edwards, premio Cervantes, no tenía nada que envidiarles a los mejores suplementos literarios del mundo. Quien tenga la colección completa sabe que no exagero. Ahí publicados hay tesoros de vigencia intemporal a ser algún día recobrados como, por ejemplo, la única entrevista concedida por el poeta beatnik estadounidense Lawrence Ferlinghetti a un medio de prensa latinoamericano. Si es verdad lo que dijo Antonio Machado, poeta, respecto a que se hace camino al andar, en esos años fue mucho el camino andado hacia delante, hacia zonas del pensamiento que no habían sido tenidas en cuenta. Ese trabajo de fina ingeniería del alma apuntalado por la pluralidad ideológica (algo insólito en un país monolítico donde un escritor para que su obra circule debe contar con la bendición de los dogmáticos cotos de izquierda, es decir, ser correligionario) otorga a este diario un sitial de honor en la historia del periodismo.

El Observador

Uno de los grandes amigos que he tenido en el periodismo se llamó Miguel Carbajal, quien fue el mejor editor que tuvo El País de los Domingos. En una de esas charlas tan buenas que solíamos tener, me convenció en setiembre de 1994 para que volviera a escribir en ese suplemento, en el cual por mucho tiempo durante los ochenta lo hice. Le dije que sí, pero fue un sí corto, pues pasó lo que dos párrafos atrás acabo de contar. Me atrajo la idea de poder escribir en El Observador de lo que quisiera, y eso es lo que he venido haciendo por casi 30 años. Ese libre albedrío, fundamental antes de que las palabras se conviertan en frases, ha sido propiciado y garantizado por el director y fundador de este diario, Ricardo Peirano. A la hora del aniversario, no quiero pasar por alto el agradecimiento. Libertad obliga. Nunca nadie me dijo que debía escribir de esto, o que de lo otro no podía hacerlo. Así pues, a la hora de poner a trabajar a la memoria, es lo primero que agradezco a esta casa que ha sido la mía. La libertad de opinión, eso no tan menor. También la posibilidad de tener espacios y columnas que en su momento fueron la vida en mil palabras, y que en cierta forma lo siguen siendo, aunque hayan pasado a vivir desde hace tiempo en el espejo retrovisor. Columnas que fueron y son: Vida en Martes (que no se publicaba los lunes), Historias (la famosa contratapa, en la que no estaba en contra de nada sino a favor de todo), The Sótano, la cual escribí por 16 años, cinco días a la semana y que estableció un récord de continuidad en el periodismo uruguayo (con la ayuda de la compañía Guinness estoy tratando de saber si ese récord es mundial o casi), la actual, los sábados, sin nombre pues hablo de lo que no lo tiene, y last but no least, la para mi inolvidable Cartas Cruzadas, en la cual a lo largo del tiempo tuve de amigos epistolares a plumas de primera, como Andrés Alsina, Miguel Arregui, Gabriel Pastor, y a Lincoln Maiztegui Casas, amigo del alma y de las pizzerías a la hora en que están por cerrar, porque la cena para Lincoln nunca podía comenzar antes de la medianoche. Nos hicimos amigos la tarde misma que Alejandro nos presentó en la vieja redacción de El Observador en la calle Andes, segundo piso, y nuestra amistad siguió, habiendo tenido días memorables durante la estadía de un semestre de Lincoln en la Unión Americana. Extraño nuestras misivas dominicales, el canje de ideas y entusiasmo, cómo extraño esos días cuando el camino se hacía al andar y el andar era el destino. 

Lincoln escribió su última carta pocas horas antes de entrar al sanatorio de donde no salió vivo. Había regresado recién de España y lo llamé para preguntarle cómo estaba, sabiendo que estaba mal, muy mal. Con la voz entrecortada me dijo: “Querido, te acabo de mandar la carta, decime qué te parece”. La muerte a la vuelta de la esquina impidió que pudiera responderle y decirle que la carta era la mejor que había escrito. El cisne hizo de su último canto una sinfonía absoluta. Como buen ajedrecista que fue, le hizo a la historia un gambito, eligiendo para morir un 11 de setiembre. Tuvo su propio 9/11. Con Lincoln solíamos conversar bien tarde, pasada la medianoche. Hay madrugadas en que siento que el teléfono va a sonar y que es él para hablar, como lo hacíamos siempre, de bueyes perdidos, de todo y nada (y viceversa), de partidos entre Peñarol y Nacional que el olvido se tragó, de cine y poesía, y de la tarde que fuimos a visitar el ancho bulevar en Dallas donde asesinaron a John F. Kennedy, y hablamos de no sé cuántas cosas más, tal cual lo hicimos por 16 años todos los domingos en Cartas Cruzadas. Y quiero terminar este viaje en skate a los bajos fondos de la memoria, con el cual homenajeo a este diario en su 30º aniversario, con una anécdota que, creo, nunca antes había contado. Durante el viaje de Lincoln a Texas, un sábado lo llevé a conocer Houston, y de paso ver un partido de fútbol en el cual jugaba mi hijo chico. Como la suerte lee los diarios, quiso ella que por casualidad conociéramos ahí a un matrimonio uruguayo que estaba en EEUU en plan de turismo. Luego de presentarnos noté un gesto de sorpresa en el rostro de la señora, quien nos dijo: “Pero, ¿no son ustedes dos los que se mandan cartas? Con mi esposo siempre los leemos. ¿Qué están haciendo aquí?”. Pidió permiso para sacar una foto de los cuatro juntos, ¡whisky!, la cual vino acompañada de elogios que costó bastante comprender, pues justo un niño del equipo contrario hizo un golazo que desencadenó el bullicio de todos los presentes en el parque. La celebridad debida a la producción de ideas dura menos que un partido de baby fútbol. El prestigio de un diario, en cambio, puede atravesar las décadas campante, pues la historia no puede existir sin un espacio donde poder expresar a diario sus verdades

*Este artículo forma parte de la edición especial 30 años de El Observador.

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