La vocación y Que así sea

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11 de octubre de 2020 a las 05:00

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La vocación 

Querida Magdalena:

Gran parte de la plenitud que los seres humanos pueden experimentar bajo este cielo sublunar, esta relacionada con lo que llamamos vocación. Eso que tan bien expresó la Sra. Gump cuando, en su lecho de muerte, le dijo a Forrest: “Yo no lo sabía, pero estaba destinada a ser tu madre”. Quizás no haya mayor misterio en nuestras vidas que el hecho de que nos pongamos en marcha respondiendo a una llamada, a una voz que encuentra eco en nosotros.

Ninguna vocación es un genérico, una cosa que flota en el éter sin nombre y apellido. Sino algo concreto y personal para la vida de alguien. Que suele incluir detalles muy concretos de tiempo y espacio; y hasta un herramental y un universo físico determinado que también exige ser amado.

Y así, los Capitanes Intrépidos de Kipling amaban su barco de pesca. Matisse amó los lápices de colores que recibió de su madre -y que él describía como “algo del Paraíso”. Frank Navasky, el sonido -parecido a un disparo- de la máquina de escribir eléctrica Olympia Report Deluxe. ¿Y no ama usted, Magdalena, el aroma del café negro sin azúcar que acompaña sus lecturas y escrituras de filósofa?… El barco, los lápices de colores, la máquina de escribir y el café no son un decorado, sino que son el universo imprescindible de un oficio y parte esencial de la vocación.

¿Cuál ha sido el universo que ha acompañado mi vocación?

Mi primera biblioteca, la de la Cárcel de Reading, era una biblioteca clásica, de libros, fichas de libros y lectores. Cada una de esas miles de fichas había sido escrita a mano con perfectísima caligrafía, y luego colocada en su fichero correspondiente, por la Sra. Isaacs. Mi trabajo junto a ella consistía en fichar libros nuevos y renovar viejas fichas, aunque mi letra nunca fue tan buena como la suya. Seguíamos así el modelo de la Gran Biblioteca de Alejandría que, según se cree, llegó a albergar unos cuatrocientos mil rollos en sus anaqueles, a lo largo de varias alas y paseos cubiertos… Además, agrupaba a su alrededor una comunidad de hombres cultos (synodos), como en un moderno college inglés -aunque ellos estaban exentos del pago de impuestos y eran mantenidos por la corona. Ya entonces, su principal problema consistía, no en la acumulación de los libros y su conservación, sino en su clasificación y acceso. Hasta que un bibliotecario llamado Calímaco creó el primer catálogo temático conocido: el Pinakes. Y así definió el oficio y lo convirtió en lo que siempre ha sido desde entonces: un minucioso trabajo administrativo de clasificación, ubicación y entrega de los libros a los lectores, en un lugar de reunión llamado Biblioteca. En Reading, el sistema de Calímaco subsistía aún, en forma de libros, fichas, y ávidos lectores.

A partir de ahí -viejo guerrero-, he visto de todo. El modelo alejandrino se mecanizó primero, y se informatizó después. Recuerdo una biblioteca en Holanda, hacia 1975, donde habían implementado algo llamado Bibliofoon. Hoy nos parecería un chiste, pero entonces era como estar en algún tipo de deseable futuro. En la sala de acceso, el lector se dirigía a unos teléfonos conectados al sistema, y discaba el código propio del libro que buscaba. La señal, a través del cable, recorría su camino y hacía que se encendiera la luz en el anaquel preciso en el que se encontraba el libro que, así activado, llegaba luego, por secretos boek-ducten a manos del lector.

Durante mi vida de bibliotecario, sin casi dar tiempo a probarlos, un sistema sustituyó a otro sistema, y a otro y a otro… Pero en el camino, no sólo se eliminaron las fichas de cartón y los ficheros, sino que caducó el mismo concepto alejandrino. Cuando escribo estas cosas, mientras nuestros edificios se usan más y más como lujosa mise en scène para comidas empresariales, las páginas de los libros se están convirtiendo en bites, pero los lectores ya no se agrupan en nuestras salas de lectura.

Los lectores en las bibliotecas son (o eran) la imagen de una verdad esencial: que no existen lectores solitarios sino comunidades de lectores: los que han leído a Homero, a Tolkien, a Borges… Quizás por eso, la lectura exige también bibliotecas que representen ese acto colectivo. En una proximidad donde, como dice Fabrice Hadjadj “los mosqueteros puedan llegar a ser amigos.”

 

Que así sea

Estimado Leslie:

Pocas cosas más difíciles de explicar que la felicidad (según Simone de Beauvoir sólo la belleza lo es). Y aunque son varios los filósofos que han intentado desentrañarla, ella se rehúsa a ser apresada en una teoría y perder, así, ese mágico poder de dejarnos perplejos al experimentarla. La felicidad se nos revela en ese “ponernos en marcha” respondiendo a nuestra voz interior, como una dulce recompensa necesariamente dosificada. Por eso, las personas “con vocación” tienen muchas más chances de experimentar “instantes de felicidad”, fruto necesario de una vida elegida y, por ende, significativa.

Sé que es harto discutible, pero creo que todos los seres humanos tenemos una vocación, aunque no es siempre fácil descubrirla. Bukowski decía que ella sale ardiendo, espontáneamente, de las tripas y el corazón. Y Rilke, en su Cartas a un joven poeta escribió: “Hurgue en sí mismo hasta la más profunda respuesta. Si es afirmativa, si puede enfrentar una pregunta tan grave con un fuerte y simple: “Debo”, entonces construya su vida de acuerdo con esta necesidad. Su vida, hasta en los momentos más indiferentes, los más vacíos, debe convertirse en signo y testimonio de tal impulso”.

Los antiguos griegos llamaban daimon a la voz interior que nos guía por el camino de lo que “debemos ser”. Porque lo que somos -ya sea madre de Forrest Gump, filósofa oriental, poeta maldito o bibliotecario inglés - es siempre el resultado de que lo hacemos. Y lo que hacemos, a su vez, procede de las decisiones que tomamos a lo largo de la vida. El daimon es un misterio, sí, pero cualquier persona que lo haya “escuchado” sabe que debe obedecerlo.  El llamado de la vocación es el argumento más contundente a favor de la fuerza de la causalidad y la predestinación.  Porque cuando el daimon habla, un “Amén” ruge categórico desde lo profundo del alma, incluso en la de los más incrédulos.

Alguna vez escuché que la felicidad se encuentra cuando uno está en el lugar que “debe” estar, haciendo lo que “debe” hacer. Pero no un “deber” estar o hacer impuesto desde afuera, no. Los instantes de felicidad aparecen cuando sentimos que estamos siendo auténticos. Como escribió Kierkegaard: “la puerta de la felicidad se abre hacia adentro”, donde resuena el eco de la voz que llamamos vocación. El problema es que no es fácil escucharla. Para peor, todo el sistema educativo parece estar confabulado para evitar que vayamos en su búsqueda. Desde bien pequeños nos enseñan a mirar hacia afuera, porque ahí -en el libro, el power point, la calculadora, Google o la maestra- están las respuestas que necesitamos para tener una vida buena, conforme a las metas que la cultura nos enseña. El “Conócete a ti mismo” que profesaba Sócrates brilla por su ausencia en los planes contemporáneos de formación académica.

Es cierto que la vocación incluye un entorno, objetos y hábitos que exigen ser amados. Sin duda cada vocación entraña una cierta forma de vida y por eso, más que la profesión, la vocación es la motivación, el impulso, que nos hace elegirla. En una investigación reciente en Estados Unidos, se constató que todas las personas que manifestaron sentirse satisfechas y plenas con su profesión comprendían el propósito o sentido de lo que hacían y eran motivados por una gran pasión por su oficio o profesión, en nombre de la cual habían arriesgado mucho, pero cosechado muchísimo más aún.

Yo encontré mi voz interior en las páginas de Humano demasiado humano de Nietzsche, y usted en la biblioteca de la Cárcel de Reading. El propósito de dedicarme a la Filosofía, los riesgos que asumí al tomar esa decisión y el café negro sin azúcar que acompaña mis lecturas y escrituras vinieron como bonus points del “que así sea” incitado por la pasión. Por eso sé que estoy destinada a este gozoso “deber ser” filósofa. Como seguramente lo está usted a ser un bibliotecario inglés. Y si el encanto de Forrest Gump fulgió del amor que le profesó su madre, la belleza de la filosofía y las bibliotecas -como de tantas otras cosas- persistirá siempre gracias al propósito de los muchos que, como usted y yo, se convierten en signo y testimonio dichoso de ese impulso que, desde lo profundo del alma, anuncia el “que así sea” de toda vocación.

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