Aunque “los tiempos cambian que es una barbaridad”, como dice la letra de una famosa zarzuela, hay tradiciones que nos vienen de hace unos cuantos milenios y que, incluso por razones atávicas, se mantienen casi inalteradas no obstante los vaivenes de las modas y hasta del temido cambio climático.
Esto último es lo que nos pasa a los uruguayos, que somos en buena parte unos “transplantados” -como nos calificaba el antropólogo brasileño Darcy Ribeiro- o sea descendientes de inmigrantes que, pese a las diferentes condiciones y características del medio y de la época en que vivieron sus antepasados conservan muchas costumbres de éstos.
Somos fundamentalmente “europeos” en nuestro ADN y/o en nuestra cultura, sean nuestros ancestros de donde sean y por más mestizados que estemos, como en realidad lo estamos.
Por eso es que, llegada la fecha de esta apoteosis del colesterol malo que son las fiestas de fin de año, nos empeñamos en comer, con temperaturas de 35 grados o más, lo que se come en Europa para combatir el frío, o sea engullendo calorías a granel. Por más que algunos intentemos adecuar el menú de esas fiestas a esta época de canícula a menudo sucumbimos ante el canto de sirena de parrilladas, pastas y bebidas espirituosas varias.
La cosa empieza con las comilonas de las fiestas de Nochebuena y Navidad del 24 y 25 de diciembre (de milenaria tradición precristiana por coincidir con el solsticio de invierno del hemisferio boreal) y sigue con las de fin de año y año nuevo. Si se sobrevive a la ingestión de grasas, hidratos de carbono, dulces y bebidas azucaradas o alcohólicas en esas dos fiestas, queda todavía la del 6 de enero, cuando además hay que sacar fuerzas de flaqueza (en realidad de gordura) para alimentar a los camellos de los Reyes Magos a fin de que no pierdan más terreno ante los intrusos renos del meteco gordinflón conocido como Papá Noel.
Ya desde la época colonial y durante la Patria Vieja se comía muy abundantemente durante las fiestas de fin de año. Como se deduce del diario del viaje a Paysandú de Dámaso Antonio Larrañaga, un goloso gourmet, en 1815 los pavos, perdices, pollos, corderos, lechones, embutidos y asados de carne vacuna (cuanto más gorda mejor) regados con un vino carlón, más tortillas de papas, carbonadas, locros, pescados de mar y de río, zapallos, boniatos y papas hervidos o asados, algunas verduras y postres como mazamorra, arroz con leche y pasteles de dulce de membrillo, así como frutas secas importadas de España estaban en el menú de las fiestas. Sin olvidar el aguardiente de caña de La Habana y la ginebra.
Con la llegada en masa de españoles, italianos y franceses desde mediados del siglo XIX hasta principios del XX se agregaron nuevos platos a los almuerzos y cenas de “las fiestas”.
El cordero y el lechón a las brasas o al horno –que las amas de casa llevaban y siguen aún llevando a asar a las panaderías del barrio- eran y en parte siguen siendo la base de esas jornadas gastronómicas familiares. Desde la península italiana llegaron las pastas, que adaptadas a las modalidades locales se han convertido en platos clásicos de fin de año.
En cambio, prácticamente desaparecieron en los últimos años los pavos y las pavitas (gallinas de Guinea), mientras que el asado de carne bovina impone su tiranía en las mesas de las fiestas, sobre todo en los hogares de bajos ingresos. Las ensaladas con tomates, lechugas y otros vegetales verdes (últimamente la rúcola, mal llamada rúcula), acompañan tradicionalmente a los platos de carnes a las brasas o al horno, mientras que la ensalada rusa es infaltable con el lechón.
Algunos recurren a platos de pescados y mariscos, sobre todo paellas o risotti, mejillones a la provenzal y corvinas a las brasas, más adecuados para la época.
A los postres sigue mandando el pan dulce, hijo del panettone milanés, y el budín inglés, asociados con la sidra, aportada por los inmigrantes asturianos, o con el champán, criollo pero venido de Francia, o un espumante de origen italiano. Después están los turrones de alcurnia mediterránea y árabe, que antes venían con almendras y ahora en general tienen sólo maní, y las frutas secas (nueces, almendras y avellanas) que ya no abundan debido a su precio, y las frutas abrillantadas, una orgía de azúcar. Además de los muy buenos helados uruguayos y de tortas, a veces con el uso exagerado de dulce de leche.
En cuanto a las bebidas, el vino y la cerveza bien fría, así como las bebidas refrescantes azucaradas, siguen siendo las habituales en esta época. Sólo que el viejo Harriague es ahora el linajudo Tannat, buque insignia de nuestra vitivinicultura.
En síntesis, aunque algo va cambiando, y en algunos sectores se impone cierta sofisticación y algo de moderación, la mayoría de los uruguayos en esta época se atraca de lo lindo, con las consecuencias previsibles y abundante trabajo para dietistas y gastroenterólogos.
De todos modos ¡buen provecho! y ¡felices fiestas!
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