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Mi almuerzo con Cortázar y Vivir para contarla

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17 de mayo de 2020 a las 05:00

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Mi almuerzo con Cortázar

Querida Magdalena: 

Mis respuestas a los temas que usted plantea en sus cartas, se producen últimamente con algún delay. Podemos atribuirlo a la edad o, quizás mejor, a un efecto no buscado y, en todo caso, no deseado de la presente Cuarentena. Pero es posible que yo siempre haya sido así: un intelecto de parsimoniosa digestión. Sea como fuere, hoy trataré de ponerme un poco al día. Como en aquel libro, Rayuela, que nos persigue desde hace algunas semanas, esta carta podrá leerse alterando el orden de los párrafos. Aunque el lector (sólo si lo desea), podrá también seguir el orden natural, suponiendo que el contenido de los primeros párrafos conduce al contenido de los párrafos subsiguientes y que, al final, se produce una conclusión lógica derivada de unos y de otros. Y ser igualmente feliz.

Como usted recordará, a principio de los años 70, mi familia pasó largas temporadas en París con motivo del ingreso del Reino Unido en la CEE. Alguna vez, almorzaba yo con mi padre, muy temprano, en el restaurante del edificio de la Unesco, en la Place de Fontenoy. Un día, durante el transcurso de una de las Asambleas Generales, mi padre, que era una persona tan culta como reservada, me señaló a un hombre corpulento, de larga y oscura barba, que comía, solo, en una mesa junto a la ventana. Digo que comía, pero debe de ser una deducción asociativa de mi memoria. Lo que de verdad recuerdo es que fumaba, como suele decirse, profusamente. Él, a su vez, nos miraba, pero su mirada se perdía más allá, o se quedaba dentro de él. Mi padre me dijo que se trataba del escritor argentino Julio Cortázar, traductor de la Unesco y autor de una novela discutible (a contentious novel). Recuerdo haberlo mirado con atención y haber pensado, sin mucho entusiasmo: “Vaya, entonces así son los escritores”. El me miraba también sin mucho entusiasmo, en el humo del tabaco. Quizás con la exacta conciencia de que en ese momento se encontraba ante una increíble equivocación: alguien que, sólo con suerte –siguiendo el juego de la libertad y la indeterminación– podía llegar a ser un bibliotecario competente.

Del juego entre la libertad y el determinismo hablaba usted en su carta del primer sábado de mayo. Y nos decía que un grupo de alumnos suyos se estaba introduciendo ahora en ese debate vertiginoso cuyo origen podemos rastrear hasta más allá de los héroes homéricos, quizás hasta el momento mismo en que Dios creó al primer hombre y lo puso en el Paraíso. Sin entrar en los detalles, me gusta llamar a esa conversación, cinematográficamente: Biólogos vs. Filósofos.

Porque los Biólogos (en realidad, biólogos o no: todos los que adoran la descripción “empírica” y el dato “científico”) insisten en que, debido a la compleja estructura material que nos sustenta, nuestro libre albedrío es, en realidad, mucho más limitado de lo que –ingenuos– suponemos. Imagínese usted que ciertas enzimas, presentes o ausentes en ciertos momentos de nuestra gestación, son la única razón para que prefiramos ahora un helado de chocolate amargo a uno de vainilla, y así sucesivamente.

En cambio los Filósofos (en realidad, filósofos o no, los amantes de aquel antiguo verso: Ἐν ἀρχῇ ἦν ὁ Λόγος), suelen defender la preeminencia de la libertad sobre la determinación. (Claro que están dispuestos a negarla, eventualmente, con la única condición de ser ellos, y no los Biólogos, quienes firmen la orden presidencial).

Pienso que tiene usted razón al decir que la libertad quizás se juegue en amar y aceptar nuestro propio destino… Todo parece indicar que las dos cosas son ciertas: la libertad y el destino. En su libro Sobre el Alma, Aristóteles afirma que la inmaterialidad de nuestro espíritu, nos sitúa en una condición de esencial indeterminación respecto a todo. Y que eso nos obliga a elegir lo que queremos. Más esencialmente: lo que queremos ser. Pero nada impide que queramos ser aquello que estábamos destinados a ser. Cumpliendo, al mismo tiempo, el sueño de Dios y el nuestro.

Cortázar terminó de comer y de fumar. Al salir, se detuvo junto a nuestra mesa y me dijo: “¿Bibliotecario, entonces? Está bien… Los libros van siendo el único lugar de la casa donde todavía se puede estar tranquilo”.

Sí: soy ya casi un anciano, y a veces la imaginación y la memoria me juegan bromas muy pesadas.

Vivir para contarla

Estimado Leslie: 

o se imagina la envidia que me provocó el relato al comienzo de su carta. (Por las dudas, le aclaro que se trata de una envidia sana; aunque le confieso que a veces me pregunto si puede, acaso, un afecto tan triste, como lo llamaría Spinoza, ser apenas benéfico…)

¿Qué no daría yo por saberme mirada por los ojos profundos y taciturnos de Cortázar? Y mientras usted se lo imagina –cual pitonisa de los oráculos griegos– presagiándole su destino de bibliotecario, yo hubiera hecho de ese encuentro un hito en la historia de mi vida, convencida de que, en medio del humo de tabaco y mientras me miraba, resonaban en su alma los hermosos versos de El niño bueno. De esta forma sería yo, Magdalena, esa niña a quien él soñaba con llevarle un pescadito rojo.

García Márquez decía que hay que vivir las historias para poder contarlas; de ahí el título de su maravillosa autobiografía, Vivir para contarla. Siempre me resultó fascinante la idea de pensar que en toda gran obra literaria laten las experiencias de su autor, apadrinadas por una sensibilidad excepcional y una pluma privilegiada. Sin embargo, la historia de una vida nunca es la mera acumulación o sucesión de experiencias objetivas.

No sólo porque no existe nada parecido a una “experiencia objetiva”, sino, más aún, porque los hechos que componen cualquier historia están siempre hilvanados por el poderoso recurso de la imaginación creativa. No en vano Einstein afirmó que “la imaginación es más importante que el conocimiento. El conocimiento es limitado, la imaginación circunda el mundo”.

Mi afinidad con Platón me impide pensar en la realidad como un mero constructo arbitrario de la mente humana. Sin embargo, sí apuesto a ese grado de libertad que nos concede la imaginación para interpretar los hechos desde una perspectiva apropiada.

Y cuando digo libertad, lo digo en el sentido más kantiano del término: la libertad para pensar y enriquecer, así, la autonomía de nuestra voluntad para elegir en forma soberana. De hecho, no puedo concebir la libertad de pensamiento sin la chispa de la imaginación, y tampoco puedo pensar en la búsqueda de la verdad como un proceso reducido a simples hechos, empíricamente constatados. Esto es algo que me enseñó la Filosofía, pero que se confirma sistemáticamente en mi ejercicio profesional como psicóloga clínica. Como García Márquez, cada paciente viene a mi consultorio con una historia de vida para contarme y, como en las novelas, la “veracidad” de los hechos narrados es lisa y llanamente insignificante. Lo que importa es el relato: la historia que cada paciente cuenta acerca de su vida y de lo que le pasa. Parafraseando a Melanie Klein no existen, per se, el “pecho bueno” o el “pecho malo”: éstos se encuentran siempre significados en el relato que cada paciente tiene para contarnos. ¿Acaso importa si Úrsula Iguarán –la matriarca de Cien años de soledad– es un retrato fidedigno de Tranquilina Iguarán –la abuela que inspiró al personaje en la novela–? No me consta que ese retrato siquiera exista, pero sí tenemos el que nos revela García Márquez en su historia. Y ése es el único que de verdad importa.

Así, siempre busco reflexionar junto a mis pacientes sobre el relato que traen a la consulta, examinando ese espacio de libertad que disponemos para contarnos a nosotros mismos una historia que, sin desestimar los hechos (“lo que nos han hecho”, diría Sartre), haga justicia a nuestra incapacidad para saber, ser y hacerlo todo perfecto.  La realidad es demasiado compleja para reducirla a hechos, y por eso Einstein tenía razón cuando dijo que el conocimiento es siempre limitado.

 Ralph Waldo Emerson pensaba que en la Naturaleza existe la Ley de la Compensación, y si en Casablanca, a Humphrey Bogart e Ingrid Bergman siempre les quedará París, nosotros siempre tendremos la imaginación para interpretar los hechos, aspirando a que nuestra historia sea digna de ser amada.

Estoy segura de que el amor a su profesión se nutre de las palabras que “le dedicó” Cortázar en aquel restaurante de la Unesco. Yo, en cambio, quedo dulcemente condenada al deseo de haber sido la niña a quien amó aquel “niño bueno” …

Aunque le confieso que cada vez que leo el poema, siempre tengo la sensación de que esa niña podría, perfectamente, haber sido yo. 

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