Música de la esperanza nueva

La banda sonora del triunfo de Joe Biden sintetiza el espíritu de una nación muy peculiar

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14 de noviembre de 2020 a las 05:02

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En el segundo semestre de 1980 fui invitado por el gobierno del presidente Jimmy Carter a pasar cinco meses en el International Writing Program de la Universidad de Iowa. Ahí conocí la nieve. El propósito principal del viaje era escribir un libro sobre Estados Unidos. Cuarenta años después, aun no lo he terminado. Voy por la mitad. Se llamará: Mi vida tal como me la contaron (en inglés será, One Ego Ago). La razón del retraso es, creo, válida. Recién ahora me siento capacitado como para decir algo con conocimiento de causa sobre una realidad fascinante, que cobija en su interior un caleidoscopio de ideas, subculturas y sentires diversos. En estas cuatro décadas he recorrido en ómnibus 42 de los 50 estados de la Unión Americana. Dormí en moteles de mala muerte y de peor vida, practiqué el inglés con las cucarachas (no son buenas mascotas), y durante periodos largos que fueron meses y años –vidas en miniatura– residí en Iowa, Kansas, Missouri, Massachusetts, Vermont y Texas, estados que fueron estados de ánimo. En todos ellos pagué impuestos y crucé la calle con el semáforo en verde. Por tres años que terminaron siendo cortos, sobreviví como el individuo más pobre y libre del mundo en un barrio negro carenciado de St. Louis, en el cual mis vecinos jugaban al básquetbol a medianoche y cada tanto se oían disparos. Vi a uno de mis vecinos morir apuñalado. A otro casarse. Me invitó a su fiesta de boda y estuvo fabulosa. Fui el único blanco presente, además del vestido de la novia. Dije incluso unas palabras en honor a los flamantes cónyuges, antes de que la música soul y rhythm and blues comenzara a sonar hasta la madrugada. La plata no me alcanzaba para pagar la cuenta de luz, por tanto, en invierno (con un promedio de cinco grados bajo cero) me privaba de usar la calefacción, y en verano (con 42 grados de temperatura por tres meses seguidos), el aire acondicionado. Dormía en el piso helado o caliente, dependiendo de la estación, en un colchón usado, hermosamente agujereado por el tiempo. El único mueble que tenía en el vetusto y añorado apartamento era un sillón reclinable de pana amarilla que había encontrado tirado en la calle. Su fidelidad era no menos que admirable. A pesar de vivir con poco y nada, fueron años de felicidad inmensa. Tenía todo el tiempo del mundo para leer y escribir. Cuando me siento mal o desanimado (me pasa poco, afortunadamente) me pongo a recordarlos. Al rato nomás comienzo a sentirme mejor. Es solo cuestión de rebobinar y regresar al ayer más rápido que los protagonistas de Regreso al futuro. Y lo hago sin necesitar un auto DeLorean.

Creo conocer la realidad estadounidense mejor que el 95 y pico por ciento de los americanos, no solo por haberla vivido durante cuatro décadas de cambios continuos y transformaciones, sino por la cantidad de libros que por obligación o placer he leído sobre su historia, su literatura, su música, su cine, su geografía, su gastronomía y su política, más compleja de lo que los propios estadounidenses creen. Soy defensor absoluto de la democracia liberal (sinónimo casi de la que Joseph Stiglitz denomina “capitalismo progresista”), porque es el único sistema político que conozco en el que la inteligencia individual es recompensada y la mayoría cree que la sociedad solo puede avanzar si al vecino le va bien. Decía Guillermo Cabrera Infante que los españoles inventaron la envidia y los latinoamericanos la perfeccionaron. En su generosidad, este es un país delirante, lleno de pliegues y dobladillos. Insume tiempo y atención llegar a conocerlo. Sin embargo, hay quienes consideran que es fácil y simple opinar sobre lo que supuestamente creen saber, mejor dicho, perciben. Lo digo por esto. A principios de la década de 1990 participé en un encuentro de corresponsales de medios informativos de diferentes partes del mundo, todos los cuales reportaban desde Estados Unidos. Me di cuenta, sorprendido, que el 98 por ciento de ellos desconocía la realidad americana profunda, con sus idiosincrasias regionales y su gente que define elecciones votando, no por aleatorias afinidades ideológicas, sino por sentido común. La única realidad que conocían, demasiado turística, era la de Washington, Nueva York, Los Angeles, Chicago, y Miami, ciudad abominable (y que me perdonen sus hermosas playas). Por lo tanto, no me ha extrañado la cantidad de comentarios superficiales y lugares comunes publicados en medios informativos prestigiosos sobre las recientes elecciones presidenciales.

Para empezar, resulta erróneo afirmar que el acontecimiento cívico ha dejado en claro que el país está dividido. Chocolate por la noticia. Lo sucedido en 2020 nada tiene de nuevo. El antagonismo entre urbe y campo, entre progresismo y conservadurismo, entre una visión de país y otra, se remonta a los tiempos de Vietnam. En 2000 y 2004 George W. Bush le ganó por un pelo a Al Gore y a John Kerry, respectivamente, y ya en ese entonces el país estaba partido en dos. Algo parecido ocurrió hace cuatro años, cuando Hilary Clinton obtuvo mayor cantidad de votos que Donald Trump, pero igual se tuvo que ir para su casa. Era evidente, porque lo veo a diario en los comentarios de mis estudiantes y de mis vecinos, que el país está en fase de secesión. Y no hablo con el diario del lunes en la mano. Pruebas al canto, que no es poner el canto a prueba. En víspera de la jornada electoral me entrevistaron en el programa Visión nocturna de Radio Uruguay y emití el pronóstico acertado. Vaticiné que Joe Biden ganaría por un margen corto pero confortable, y que triunfaría en estados en los que los republicanos tenían pensado ganar, Nevada, Arizona, Georgia y Maine. Dije también que los demócratas recuperarían el control del senado. Habrá que esperar hasta principios de enero para ver si esa realidad, posible, se cumple. En Georgia habrá elecciones “de desempate” por dos bancas en el senado nacional. Queda abierta la pregunta.

En Georgia. Tierra natal de Gladys Knight and the Pips, de Ray Charles, James Brown, Otis Redding, y Little Richard. Georgia, con su pujante ciudad de Atlanta. Con sus pueblitos llenos de iglesias de madera donde los domingos la gente canta himnos góspel para celebrar la presencia del Espíritu Santo, Georgia, donde en 1984 un negro de 80 años, ex marinero que pasó 15 días en Montevideo en 1951 porque el carguero en el que trabajaba tuvo un desperfecto, me invitó a comer un asado de ardillas en su casa con su familia y estuvo delicioso, Atlanta, ah, reina del Big South, con compatriotas ahí radicados que votaron casi todos por Biden, porque varios de ellos me lo confesaron, Georgia on my mind, donde los afro-americanos se han puesto serios y dijeron basta ya de racismo y malos tratos. Los tiempos de las plantaciones son el pasado finiquitado, por más que el Ku Klux Klan sea una amenaza actualizada tras cuatro años de gobierno incendiario de Trump. Georgia, cuna del gran poeta James Dickey, a quien visité en noviembre de 1980 y a poco de llegar me invitó a tomar bourbon, sin hielo. Eran las nueve de la mañana. De ahí viene Midnight Train to Georgia, cantada por la genial Gladys Knight, canción que en los últimos días se hizo viral en las redes sociales, con ese verso ideal para las circunstancias: “So he’s leavin’”.  Entonces, él se marcha. Sí, Trump se marcha. La prepotencia hace las valijas. Atlanta, Detroit, y Filadelfia, la perla americana, ciudades de canciones extraordinarias, de legado artístico perpetuo, salieron a votar en bandada por Biden the man, como para reafirmar, solo un poquito más fuerte que otras veces, que a partir de ahora ningún candidato a la presidencia podrá ganar sin el voto de negros e hispanos. Ya era hora de hacer en voz alta esa declaración de principios inclaudicables.

En el último acto de campaña de Trump, la noche del 2 de noviembre, comenzó a sonar Y.M.C.A., de Village People, apenas el presidente hoy en retirada terminó de hablar y se puso a bailar. Parecía John Travolta con pelo color naranja. Habría que invitarlo a la Noche de la Nostalgia. “Con vos es 4 de noviembre cada media hora”, canta Chano (Tan Biónica) en La melodía de Dios. El pasado 4 de noviembre, día repleto de intensas media horas, los demócratas despertaron con la noticia de que eran triunfadores en Michigan y Wisconsin, y que habían tomado ventaja en Pennsylvania. El sábado 7, minutos después de las 21 horas, Joe Biden y Kamala Harris, miraron a la noche estrellada de Pennsylvania iluminarse aún más con los fuegos artificiales que acompañaron el festejo, pues horas antes, a las 10.27 de ese día, los principales medios informativos estadounidenses habían confirmado el triunfo de los demócratas. Claro está, la fiesta no podía estar completa sin música. La grandeza cultural estadounidense comienza en el jukebox. Y la música comenzó a sonar. Inteligencia, amabilidad y bailanta, buena combinación. En orden de aparición, las siete canciones irradiadas fueron: Work That, de Mary J. Blige (a pedido de Harris), We Take Care of Our Own, de Bruce Springsteen, Times Like These, de los Foo Fighters, (Your Love Keeps Lifting me) Higher and Higher, de Jackie Wilson; Sky Full of Stars, de Coldplay (la cual fue irradiada también en el funeral de Beau, hijo mayor de Biden, en 2015); You Make My Dreams Come True, de Daryl Hall & John Oats; y “The Best, de Tina Turner. Cada una de ellas integró el playlist por una razón específica, de la cual dan cuenta las letras. Así pues, la banda sonora está pronta. Solo falta que la película de la esperanza comience. Suban el volumen.  
 

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