Entre los recuerdos de mi infancia y de mi juventud, está Natividad. Ella con su marido y sus hijos, formaban parte de la familia. Los años pasaron y ella fue testigo de mi paso por la escuela y el liceo. Vivíamos en el interior y, con el paso del tiempo, fue necesario trasladarme a la capital para seguir la carrera de abogacía. Natividad era de la familia y en las cartas de entonces siempre llegaban sus recuerdos que yo retribuía en mis respuestas.
No supe mucho sobre la familia de Natividad. Lo suficiente para conocer los nacimientos, los estudios, los casamientos de sus hijos, la salud de su marido y toda esas cosas sencillas que Natividad sabía trasmitirme en unos tres o cuatro espacios de la carta que me enviaban mis padres. Como es lógico, siempre era bienvenida la encomienda quincenal. Alí aunque Natividad no me escribiera, estaba ella presente con sus deliciosos dulces caseros.
No fueron muchos los años que viví en la capital. Con mi título reciente pasé unos días en casa de mis padres. Natividad que conocía mis gustos de niño, se esmeraba en repetir las recetas familiares. En tanto, mis hermanos cruzaban miradas de admiración ante aquel despliegue de arte culinario en mi honor.
Una tarde, mientras yo leía uno de los tomos de la biblioteca, Natividad se presentó de improviso. Con su sencillez, me preguntó si le podía explicar el significado de su nombre. Ella había elegido los de María, Alberto, Rosa, Margarita, Ana y Francisco para sus hijos. Su marido y ella conservaban en sus corazones los nombres. Después del nacimiento los llevaban pronto para recibir el bautismo. Los padrinos estaban elegidos con anticipación y todos volvían de la iglesia felices después de la ceremonia. Natividad era experta en preparar un riquísimo chocolate para los dueños de casa, madrinas y padrinos y cuanto pariente se presentaba para congratular al matrimonio.
Una tarde, Natividad, como quien desea conocer un secreto, me preguntó si yo sabía por qué ella se llamaba “Natividad”. Sonreí y le expliqué que su nombre era muy lindo. Significaba “nacimiento” y ella podía celebrar su santo junto con la Virgen María el 8 de setiembre de cada año. A ella le cayeron unas lágrimas de alegría y puso mis manos entre las suyas. Para que todo pasara un poco inadvertido, se fue a llorar de alegría junto a mi madre. El 8 de setiembre era su santo y partir de entonces lo celebraría por todo lo alto.
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