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11 de septiembre 2023 - 5:02hs

El 24 de agosto pasado, la embajadora de Estados Unidos en Lima, Lisa Kenna, y la canciller de Perú, Ana Gervasi, anunciaron la firma entre ambos países del denominado Acuerdo de Interceptación Aérea No-Letal con la finalidad de “enfrentar conjuntamente los desafíos de seguridad compartidos, incluyendo la lucha contra el tráfico ilícito de drogas y el crimen organizado transnacional”.

El anuncio no fue sorpresivo. Lima lo había anticipado. Fue luego del viaje a Washington que realizó con militares de alto rango el ministro de Defensa peruano, Jorge Chávez, viaje en el que se reunió con el asesor principal de la Casa Blanca para Latinoamérica, Juan González, y con los subsecretarios adjuntos para el Hemisferio Occidental de los departamentos de Estado y de Defensa, Mark Wells y Daniel Erikson, respectivamente.

El acuerdo tiene como antecedente el que estuvo vigente hasta abril de 2001, cuando Washington suspendió este tipo de cooperación luego que un caza de la Fuerza Aérea de Perú, siguiendo la información de inteligencia suministrada por Washington, derribara un avión civil calificado como “intruso”, error fatal que causó la muertes de una misionera estadounidense y su bebe de siete meses al confundir la aeronave con un vuelo narco.

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La estrategia, que consistente en derribar aviones “intrusos” como una forma de combatir actividades criminales, es objeto de fuertes críticas. Washington, según su legislación, considera las interceptaciones como “el acto por parte de una aeronave rastreadora o interceptora de aproximarse y permanecer cerca de una aeronave, con el objetivo de identificarla y, en caso necesario, dirigirla de vuelta a su ruta prevista, escoltarla fuera del espacio aéreo restringido o prohibido, o indicarle que aterrice”.

Según Estados Unidos, “el acuerdo se ajusta a la legislación internacional y estadounidense”. Así lo argumentó Kenna en declaraciones a los medios peruanos tras reunirse con Gervasi. Si bien ambas partes aseguraron que el “proceso no será letal”, los críticos señalan que la Ley de Control, Vigilancia y Defensa del Espacio Aéreo de Perú habilita el derribo de aviones civiles identificados como “hostiles”. Además, otorga inmunidad procesal a los funcionarios y miembros de las Fuerzas de Seguridad.

Los críticos añaden que ninguno de los dos países ha suscripto la enmienda al Convenio de Chicago sobre Aviación Civil Internacional acordada en 1984 y que entró en vigor en 1998, texto en el que se especifica que los Estados adherentes reconocen que deben abstenerse de recurrir al uso de las armas contra de las aeronaves civiles en vuelo y que, en caso de interceptación, no deben poner en peligro la vida de los ocupantes.

Si bien algunos expertos interpretan que las normas peruana y estadounidense podrían ser compatibles con los estándares internacionales, los juristas admiten que es violatoria de los tratados de Derechos Humanos, porque viola el principio del debido proceso.

En lo inmediato, el acuerdo contempla la entrega de radares e información de inteligencia por parte de Washington, además de capacitación y financiamiento. “Ya que la responsabilidad en el combate contra las drogas es compartida entre los países productores y los consumidores, es imprescindible que Estados Unidos y la comunidad internacional se involucren más”, señaló Chávez para justificar la renovación del acuerdo suspendido en 2011.

Aunque los detalles no se difundieron, los medios peruanos destacan que el Acuerdo de Interceptación Aérea No-Letal se iniciará con ocho aeronaves y que, conforme a los registros oficiales, las fuerzas de seguridad del país registraron desde julio pasado unos 700 vuelos ilegales, la mayoría procedentes de pistas clandestinas ubicadas en el valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro, desde donde las organizaciones exportan cocaína aprovechando los deficientes controles.

Pese a las críticas y dudas sobre la eficacia del acuerdo, el presidente del Consejo de Ministros, Alberto Otárola, aseguró que su país va “a actuar sin contemplaciones para interceptar las avionetas de bandas y carteles del narcotráfico” y que “la lucha contra el tráfico ilícito de drogas es una prioridad”.

El funcionario, además, adelantó que su gobierno espera “redoblar sus esfuerzos con Ecuador y otros países vecinos” para enfrentar el narcotráfico. Decisión que consolida la estrategia promovida por Washington, paradigma fuertemente criticado por el presidente de Colombia, Gustavo Petro, y también por el mandatario mexicano, Andrés López Obrador.

La decisión del gobierno de la presidenta de Perú, Dina Boluarte, de reforzar los vínculos en materia de seguridad con Estados Unidos llevó a que en junio último, el Ejecutivo con el visto bueno del Congreso autorizara el ingreso de más de 1.172 efectivos estadounidenses con armas de guerra para realizar actividades de “cooperación y entrenamiento” con las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional de Perú en el segundo semestre de este año.

Los efectivos ingresaron en el marco del ejercicio militar de interoperabilidad que se llevó a cabo entre el 24 de junio y el 22 de julio, la primera operación de control aéreo defensivo en la historia del Comando Sur de Estados Unidos, y en la que participaron las fuerzas aéreas de Perú, Ecuador y Colombia.

Los expertos destacan otro dato: la presencia durante el operativo de cuatro aviones de ataque A-10 Warthogs, que sólo habían sido desplegados en la región en 1992, durante ejercicios con la Fuerza Aérea de Venezuela, una aeronave monoplaza que la Fuerza Aérea estadounidense utiliza desde la década de 1970 para dar apoyo cercano a sus tropas terrestres.

Según datos oficiales, Perú es el tercer receptor de asistencia militar y policial por parte de la Casa Blanca en la región y el tercero en el rubro de entrenamiento militar, luego de Colombia y México. Sólo entre 2000 y 2019, Estados Unidos destinó casi US$ 1.900 millones en asistencia y entrenó a unos 23.212 miembros de las fuerzas de seguridad en cuarteles y academias policiales.

La decisión de Boluarte, que asumió el cargo luego de la destitución de Pedro Castillo, se da en un contexto en el que un importante sector de la sociedad considera ilegítimo su gobierno, lo que desató protestas, que fueron durísimamente reprimidas por las fuerzas de seguridad, represión que originó violaciones a los Derechos Humanos denunciados por organizaciones locales y organismos internacionales.

La situación derivó a fines enero pasado en un pedido de congresistas del Partido Demócrata para que el presidente Joe Biden suspendiera en forma inmediata la asistencia en seguridad concedida al Perú, que suma unos US$ 40 millones en lo que va de este año a través de la Oficina Internacional de Asuntos Antinarcóticos de la Procuración de Justicia y la Administración para el Control de Drogas.

La colaboración entre Washington y Lima también alcanza el plano judicial. En enero, el presidente de la Corte Suprema de Justicia de Perú, Javier Arévalo, se reunió con Kenna para fomentar la cooperación. Un mes después, la fiscal general, Patricia Benavides, viajó a Estados Unidos “realizar diligencias de carácter reservado” en investigaciones sobre “enriquecimiento ilícito y denuncias constitucionales”.

La estrategia del gobierno peruano de recostarse en Estados Unidos para fortalecer su sistema de seguridad reconoce, además, otro capítulo. El 18 de abril último, el Ejecutivo firmó convenio entre la Fuerzas Armadas del país, la Agencia Espacial del Perú (CONIDA) y el Comando Espacial de Estados Unidos para avanzar en proyectos como la construcción de un puerto espacial y sitios de lanzamiento de vehículos espaciales en territorio peruano.

(Con información de agencias y del Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica)

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