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¿Quién no quiere el plan de Biden?

El programa de gobierno del presidente acercaría a Estados Unidos a un Estado de bienestar al estilo de los países europeos; ¿es eso lo que quieren los estadounidenses?

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22 de octubre de 2021 a las 05:00

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Conjuradas las amenazas de default, filibusterismo y otras locuras de las que hablábamos hace pocas semanas, y con el debate ya bajado a tierra, el presidente Biden se ha pasado los últimos días en una montaña rusa de negociaciones para echar andar su ambiciosa agenda de gobierno.

Biden aspira a dejar un gran legado transformador, en el espíritu de su ídolo político Franklin Delano Roosevelt. El demócrata se ha propuesto devolver a la clase media (a la que con razón llama la “espina dorsal de Estados Unidos”) las glorias del pasado pre-globalización, cuando el standard de vida de un operario de Flint, Michigan, no tenía nada que envidiarle al de un profesional de Nueva York.

Para ello, ha puesto sobre la mesa dos proyectos de ley que definirán no solo su presidencia, sino el próximo medio siglo de vida en Estados Unidos: uno de 1 billón de dólares para restaurar y ampliar la infraestructura del país, y otro de 3,5 billones de dólares para su “Reconstruir Mejor” (Build Back Better), el programa social más expansivo en la historia de Estados Unidos desde la “Gran Sociedad” de Lyndon Johnson.

Pero tiene un problema: si tira demasiado del proyecto social (que incluye su famosa promesa de campaña de dos años de universidad gratis y una colosal iniciativa de energías limpias), se le resienten los legisladores del ala progresista de su partido, a los que a su vez necesita para aprobar el proyecto de infraestructura. Y si en cambio, no cede algo en el primero, sobre todo en lo que hace al proyecto ambiental, el universitario y otros gatos, los demócratas moderados no se lo apoyan.

Biden ha reconocido que en las negociaciones ha tenido que bajarle el precio al programa y, según algunas versiones de prensa, estaría resignado a recortar el paquete social a la mitad: US$ 1,75 billones.

Aun así, la cifra no sería menor, y parece dejar descontentos a uno y otro lado del partido. (Para no hablar de los republicanos, que la rechazan en bloque y la consideran un disparate socializante atroz.)

En realidad, este siempre ha sido el debate con la izquierda estadounidense, históricamente muy poco numerosa, casi irrelevante, pero que ahora, de la mano de Bernie Sanders, Alexandria Ocasio-Cortez –y otros nuevos demócratas surgidos de los Socialistas Democráticos de América, una escisión del viejo Partido Socialista de Estados Unidos–, ha ganado un gran número de adeptos y, más importante aún, de soberanía expresada en las urnas.

El debate es, para ponerlo sucintamente, si Estados Unidos debe o no convertirse en un país en el modelo de los escandinavos, con generosos Estados de bienestar y sólidas salvaguardas en seguridad social; o incluso como otros países europeos más grandes, como Francia, Alemania, o como su propio vecino canadiense.

La reacción mayoritaria siempre había sido negativa: que no, que ese no era el espíritu del “excepcionalismo americano”, cuyo punto de partida es el individuo, dispuesto a conquistar esa “ciudad resplandeciente en la cima de la colina” de la que hablaba Ronald Reagan.

Esa era pues el alma –así lo entendía la mayoría- “de América” (sinécdoque convertida en nombre de país): el “hombre hecho a sí mismo”, en una sociedad donde todo estaba por hacer y la idea de la libertad como bien consustancial al hombre se podía percibir como una realidad palpable desde las orillas del Hudson hasta las costas de California.

Siempre ha sido una sociedad tan imbuida de valores ilustrados (principalmente del ideal de Locke y su mancuerna esencial, libertad-propiedad) y de la noción de libre empresa nacida de las teorías de Adam Smith, que se había vuelto casi un experimento, un epítome del capitalismo puro.

Así, pocos estadounidenses estaban dispuestos a dejar esa “tierra prometida” para convertirse en un Estado de bienestar a la europea. Los propios europeos no lo recomendaban. Hasta los grandes defensores europeos del Estado de bienestar siempre han sostenido –y sostienen ahora, con el plan de Biden a discusión en EEUU– que no, que Estados Unidos debe mantener su impronta como gran reserva incontaminada de la “mano invisible” de Adam Smith.

Claro, a los europeos les parece fantástico porque, después de todo, todas estas décadas desde la posguerra, mientras ellos construían unos Estados socializantes sin precedentes en la historia de la humanidad, los americanos pagaban las cuentas de su seguridad colectiva; que no era barata, por cierto.

Pero las cosas han cambiado radicalmente en Estados Unidos. La clase media y la clase obrera han sido diezmadas tras el proceso de globalización, que en los noventa prendió el turbo para no mirar más atrás. Y tras la crisis de 2008, la “ciudad resplandeciente en la cima de colina” entró en ejecución hipotecaria y fue desalojada.

Esto, junto a unas élites totalmente desconectadas del sentir de las mayorías, ha redundado en el ascenso de los populismos, tanto de derecha como de izquierda; señaladamente, el de Donald Trump, pero no solo.

Por eso la gran pregunta hoy hay que hacérsela a los propios estadounidenses. ¿Quieren ellos convertirse en una sociedad a la usanza europea? Es decir, ¿quieren el plan de Biden?

A juzgar por lo que dicen las encuestas, la respuesta es sí. Según un sondeo de la Universidad de Suffolk publicado por el periódico USA Today, 63% de los estadounidenses apoya el plan de 1 billón de dólares para infraestructura, y 52% respalda el proyecto de 3.5 billones para el programa social.

Es curioso, la imagen del presidente cae, que desde la retirada de Afganistán no se ha recuperado; pero su costoso programa de gobierno tiene apoyo. Todo lo cual habla a las claras de un cambio, un giro al centro-izquierda, en el pensamiento del estadounidense promedio.

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