El piropo
Leonardo Pereyra

Leonardo Pereyra

Historias mínimas

Quiero aburrirme en tus fiestas familiares o refutación del piropo

No sabremos nunca si el piropo agrada o agrede a la mujer, pero es seguro que envilece al hombre que lo profiere.
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22 de octubre de 2013 a las 00:00

Dudas, enormes dudas asaltan a los hombres cuando una mujer asegura que los piropos la violentan, que son una agresión a su privacidad, que la hacen sentir perseguida, que ya no saben de qué manera vestirse para salir a la calle.

Las más dispuestas al halago callejero admiten, en todo caso, que no es lo mismo escuchar una voz que les susurra algo así como “quisiera ser un jardín para que esa flor…”, que padecer un grito que les promete que le van a hacer de todo, tanto del derecho como del revés.

Para terminar con esa débil línea que separa lo presuntamente galante de lo abiertamente grosero no hay mejor remedio que terminar de una buena vez por todas con ese género bastardo y berreta que se ha dado en llamar piropo.

Cualquiera de ellos envilece al hombre que lo practica en un lugar público –porque si hay algo que caracteriza al piropo es la ausencia de privacidad- y lo convierte en un escupidor de frases para el olvido. No hay ningún hombre, por más Jardín Florido que se crea, que se salve de la vergüenza de haber lanzado coplas azucaradas a la primera mina mas o menos buena que viene de frente o que se va, inevitablemente, de espaldas.

Ni los versos de Neruda, ni los de Vallejo, ni los de ningún poeta sobreviven a esa intromisión no pedida por aquella que lo recibe en los oídos. Lo peor del piropo es que resulta del todo inútil, no se conoce el caso de ninguna mujer que se haya ido con un hombre que le grite “estás más fuerte que timbre de convento”.

Los elogios, que nada tienen que ver con la picaresca piropeadora, nacen en los lugares más íntimos de la pareja. Allí sí, una vez pactado el encuentro deseado, uno tiene el derecho de soltar toda su artillería de frases seductoras y tiene el deber de salir corriendo si la mina se le empalaga.

Más allá de que existan mujeres que, sin admitirlo, lo desean a escondidas, es responsabilidad del hombre la de terminar con esta guarangada galante que ya ha pervivido demasiado tiempo. Lo digo yo que, gracias a una insalvable timidez, me blindé desde siempre contra esos requiebros de la voz, pero deberían sumarse aquellos sarpados y esos caballeros que pasan vergüenza mientras hacen daño a quien no se lo espera o le inflan el ego a quien no se lo merece.

Eso sí: si un día voy por la calle y alguna mujer me susurra al pasar esos versos de Pablo Krantz, en los que la ironía promete disolverse hasta convertirse en algo serio, y me propone “quiero aburrirme en tus fiestas familiares”, yo borraré con el codo lo que escribí con la mano y, con una leve inclinación, le diré: “Puede pasar, señorita, está usted invitada”.

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