MARTIN BERNETTI / AFP

Revolución democrática en Chile

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23 de mayo de 2021 a las 05:00

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Durante varias décadas, Chile fue considerado el país modelo de la región por la estabilidad y profesionalismo de sus políticas públicas. Está claro que ya no lo es. Los primeros signos del malestar aparecieron a fines de los noventa, cuando comenzó un nuevo ciclo, particularmente intenso, de movilizaciones y reclamos de tierras de los mapuches. A comienzos del siglo XXI el malhumor se trasladó a las ciudades. En 2006, estallaron las protestas de los estudiantes de enseñanza secundaria exigiendo cambios de fondo en el sistema educativo. El terremoto estudiantil siguió durante los años siguientes, con picos en 2008 y 2011, y con epicentro, ahora, en las universidades. Las sucesivas reformas a las estructuras educativas heredadas de la dictadura de Augusto Pinochet propuestas durante las dos presidencias de Michelle Bachelet no conformaron a las organizaciones estudiantiles. En 2016 y 2017 fue el turno de las movilizaciones contra el sistema de Aseguradoras de Fondos de Pensiones. Según sus organizadores, la marcha realizada el 26 de marzo de 2017 congregó a 800.000 personas en Santiago de Chile. El “estallido social” de octubre 2019, originado por el aumento en las tarifas del sistema de transporte público de Santiago, fue la última perla del larguísimo collar del enojo ciudadano.

¿Qué falló en Chile? ¿Cómo pasó de ser país modelo a país en llamas? En parte el malhumor tiene que ver con la desigualdad, con su tenaz persistencia desde los noventa, como argumentó Nicolás Grau1 (según sus datos, el 1% de la población sigue concentrando el 24% del ingreso), o con su demasiado tenue disminución desde el 2000, como argumenta Javier Rodríguez Weber.2 Para mi gusto, en cambio, la parte más importante de la explicación de la crisis chilena es eminentemente política. Lo que viene fallando en Chile, desde que recuperó la democracia, no es ni la política económica ni las políticas sociales, por discutibles que sean todas y cada una de ellas. Lo que viene fracasando escandalosamente es la democracia representativa. La falla es esencialmente política. Hace muchos años se lo escuché decir, y con asombro, lo admito, a colegas uruguayos que vienen en Chile como Juan Pablo Luna o David Altman: la política chilena tiene problemas graves. La ciudadanía, en general, pero muy especialmente los jóvenes, sienten que su voz no es escuchada, que las estructuras representativas son una ficción. Chile se convirtió, en los últimos treinta años, en la encarnación más perfecta de la sospecha de Juan Jacobo Rousseau contra la representación política: “tan pronto como un pueblo se da representantes –escribió en el Contrato Social- deja de ser libre”. 

Los chilenos no precisaban leer esta columna para saberlo y reaccionar. El proceso de reforma constitucional, iniciado en el “Acuerdo por la paz social y la nueva constitución” suscrito por los partidos políticos en noviembre de 2019, demuestra que están acertando en el diagnóstico. El problema de fondo es político. La elite está demasiado separada de la ciudadanía. El trauma del golpe de 1973 es tan profundo que las dos grandes coaliciones que han gobernado desde la restauración de la democracia en adelante no se han atrevido a hacer cambios importantes en el modelo pinochetista. Gane quien gane, en nombre de la responsabilidad y del orden, la orientación de las políticas públicas se mantiene. Gane quien gane, izquierda o derecha, en nombre de la razón y de la ciencia, las principales decisiones se delegan en los expertos de los respectivos partidos. Al final, la ciudadanía se cansó de tanto Augusto Comte…

La magra votación obtenida por los partidos del statu quo en la elección de los 155 integrantes de la Convención Constitucional, mirado desde este punto de vista, no puede sorprender a nadie. Lo que pasa en Chile es que sopla un viento fuerte de democratización. Lo que está en marcha es una revolución democrática. En esencia, es un paso en la dirección correcta y una enorme oportunidad. Por cierto, nadie sabe lo que va a pasar en esa Convención. Hay demasiados convencionales con escasísima experiencia política. La tentación de empezar de cero, de la “hoja en blanco” como se dice en Chile, es muy fuerte. Los chilenos adoptaron dos reglas sabias que apuntan, en instancias sucesivas, a maximizar la legitimidad del nuevo pacto político. En primer lugar, la Convención deberá aprobar el proyecto constitucional por una mayoría especialísima de 2/3. Esto obliga a los principales actores a negociar. Los más nuevos, los “independientes”, tendrán que pactar con los más viejos, con la elite política en crisis. En segundo lugar, la nueva constitución tendrá que ser aprobada por la ciudadanía en un plebiscito durante el año que viene.3

Por cierto, todo podría salir mal. Es posible que no exista la suficiente sabiduría, teórica y práctica, en unos y otros, como para tejer acuerdos. Es posible que algunos, los recién llegados, estén demasiado radicalizados como para entenderse con los viejos partidos. Es posible que los otros, los que representan a la elite acorralada, no logren superar su sesgo tecnocrático y su pavor ante el avance de la “doxa”. Es posible que las nuevas instituciones políticas, elaboradas en un clima social y político tan tenso, terminen teniendo fallas serias y errores importantes de diseño que, a su turno, deberán ser reparados. Está en marcha un proceso de democratización de resultado incierto, pero imprescindible y saludable. 

 

1  Ver: https://ladiaria.com.uy/chile/articulo/2020/8/desigualdades-y-estallido-social/

2 Ver: https://www.ciperchile.cl/2019/11/14/un-borracho-al-volante-desigualdad-malestar-y-violencia-en-perspectiva-historica/

3 Ver: https://www.ciperchile.cl/2019/11/18/el-acuerdo-por-la-paz-social-y-la-nueva-constitucion-no-es-una-trampa/

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