Sexo, impudor y ley del talión

La serie española El inocente, de ocho capítulos, es falsa, efectista y sumamente entretenida

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23 de mayo de 2021 a las 05:05

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Desde que el cine de Hollywood descubrió a principios de la década de 1990, con el éxito de taquilla y de crítica de Pecados capitales (1995), de David Fincher —director de otro filme sado-gore incluso mejor que ese, la notable Zodíaco, filmada 12 años después—, que el público estaba más predispuesto de lo esperado a celebrar historias que combinaban la calidad artística con la toma de riesgos éticos y formales, una nueva puerta se abrió en la posibilidad de entretenimiento. En esta ocasión, dando cabida a la sordidez y al masoquismo trash ampliado por encuadres en primer plano, para crear escenas que el sistema de calificación estadounidense denomina “gráficas y explícitas” al momento de realizar su advertencia a los espectadores. Desde entonces se han ido sumando a la lista infinidad de películas –muy pocas buenas, por cierto– que transitan la fina línea que separa el efectismo barato de una estética innovadora y poderosa fuera del paradigma. 

En esa línea por momentos desconcertante, pues deja al espectador sorprendido y con la pregunta repetida, “y esta escena, ¿era realmente necesaria?”, se instala El inocente, la serie española de ocho capítulos y una única temporada. Estrenada en Netflix, se ha convertido en uno de los fenómenos no tan inesperados de la plataforma de streaming que, pandemia o no, continúa produciendo series a troche y moche, como si la abultada chequera obligara a seguir gastando para mantener a la competencia alejada. En días de pandemia que no cesa, lo de Netflix son las vacunas de entretenimiento de carácter masivo. El algoritmo no falla. Como en la época del Imperio romano y sus gladiadores, hay que mantener complacida a la masa. No en vano, parte del atractivo visual de la serie española radica en la crudeza de ciertas escenas en las que hay desnudos con violencia y acciones somáticas de todo tipo, las cuales mezclan la mirada de un forense con la de un acosador que pagó un puñado de euros para ver a través de una ventana a mujeres y hombres en plena actividad sexual en un peep-show de matinée. 

Claro está, hay mucha arbitrariedad en la proliferación de este tipo de escenario sexual en el que el cuerpo humano presiente la degradación mientras la está viendo. Sin embargo, a diferencia de tantas otras series y películas por el estilo, El inocente no se queda solamente en el golpe bajo asociado al sexo explícito y a la violencia. A pesar de los altibajos dramáticos que presenta, que son muchos y demasiado reiterados, y de situaciones traídas de los pelos a más no poder, su cuota de entretenimiento puede considerarse notable. Los dos primeros capítulos son de los mejores en términos de intensidad y sorpresa que una serie ha presentado en los últimos tiempos. Con Oriol Paulo a cargo del proyecto (director de la exitosa Durante la tormenta, con Adriana Ugarte), El inocente comienza a toda máquina (es una vacuna con varias dosis juntas), sin lugar para preámbulos, recurriendo a una estrategia narrativa que M. Night Shyamalan utilizó a la perfección en El sexto sentido, filme en el que el protagonista es asesinado al comienzo. Esto es algo parecido, aunque no igual. La estrategia funciona. El suspenso responde a la lógica interna del libreto. El clímax llega bastante antes del final. La cresta de la ola no llega completa a la orilla, por lo que la pesquisa queda resuelta anticipadamente. Y paro para evitar el spoiler.

“Mi pasado me condena”. Esta es una frase típica que ha sido repetida en infinidad de teleteatros latinoamericanos, incluso en películas de Isabel Sarli a las cuales un sector prejuiciado de la crítica denominó en su momento “pornográficas”. También aquí –y la relación con el teleteatro como género no es arbitraria–, el pasado condena a varios de los personajes femeninos, pero como vivimos en tiempos de #MeToo y de no sé cuántas cosas más en boga, aquí las mujeres tienen poder de redención, aunque esta llegue de manera postiza y escasamente convincente. Tal como una escena clave previa a un asesinato lo destaca, la promiscuidad ocupa el resto de los días de las protagonistas y no las deja en paz, aunque, vale destacarlo, pecan libradas de la noción de pecado. El epidérmico dramatismo kitsch encuentra otro aliado en las acciones protegidas por el resentimiento y las ganas de no encontrarse con nadie del género masculino que haya estado relacionado con el pasado de las víctimas. 

Como todo está planeado y hecho para atrapar al televidente a partir de la superficie –sin rastros de metafísica pero con una pila de clichés–, la labor de bajo calibre del elenco, rozando una y otra vez la mediocridad, no resulta del todo descalificadora, aunque tampoco hay nada para destacar. Hacía tiempo que no veía una serie con tan malas interpretaciones como esta, en la que incluso José Coronado (de labor destacada en Vivir sin permiso), tiene dificultades para encontrar el tono dramático correcto para su personaje. Este es un espectáculo para ver y disfrutar “desde afuera”, sin sentir empatía por situaciones y personajes. De ahí que la constante falta de expresividad del protagonista, el estólido Mario Casas haciendo de doctor Jekyll y mister Hyde, pueda tolerarse en base a las circunstancias que obligan a no pedirle peras al olmo. El torrente de la imaginación, por momentos desbordante y al servicio de una historia llena de pliegues, indiscreciones y desvíos inesperados, permite seguir la serie con imperfecta condescendencia, sin pedir más de lo que hay a la vista, y que a los efectos del entretenimiento para pasar el rato es bastante.

Si usted estaba buscando una serie para ver de un tirón, de principio a fin sin parar, un sábado empezando a mediodía y terminando a la medianoche, El inocente es ideal. Es la mejor excusa en mucho tiempo para ejercer a plena conciencia una sesión de binge-watching que funciona a la perfección casi hasta el final. Casi, pues en la posdata, en los dos últimos capítulos, que supuestamente serían los de la conclusión, la premisa que tan bien había funcionado y mantenido al relato interesante se desmorona. Es una verdadera lástima, porque, a diferencia de otras series con ambición de thriller y melodrama al unísono, El inocente mantuvo bien preservado a su enigma de fondo, aunque en verdad hay más de uno (ya verá a lo que me refiero cuando la vea).

El inocente no requiere ninguna inversión intelectual. La usina motriz de la serie es la pura acción con dosis alta de adrenalina, activada mediante una sucesión de recovecos narrativos en el relato. Hay una sucesión de vueltas de tuerca que convierten a cada final de episodio en un cliffhanger, palabra que el diccionario de Cambridge define como “una historia o situación que es emocionante porque su final o resultado es incierto hasta que sucede”. El maestro Alfred Hitchcock manejó con incomparable sutileza dicho dispositivo dramático, el cual puso semanalmente en práctica en la serie televisiva Alfred Hitchcock Presents, emitida entre 1955 y 1965, y que junto con Dimensión desconocida es una de las piedras fundacionales de la televisión actual.

Basada en el libro homónimo del exitoso Harlan Coben, el gran Leo Messi de Netflix (y de quien me voy a ocupar el próximo sábado), El inocente es un extraño caso de trasplante dramático de una cultura a otra. La estética es por completo anglosajona, por lo tanto, la incongruencia estuvo a la orden del día al momento de adaptar la historia a la idiosincrasia española. Una analogía ilustra al respecto: en medio de una cantidad de chistes sobre gallegos, uno sobre irlandeses. Netflix, por lo visto, se ha propuesto borrar las características identitarias de las obras producidas y crear un espacio de artificiosa universalidad, en el que todas las procedencias dan lo mismo. De este modo, una novela escrita por un estadounidense educado en la misma universidad que Dan Brown (El código DaVinci) y David Foster Wallace, y cuyos grandes logros los consiguió en series británicas, tiene una adaptación española que no hace nada por dejar de ser española, aunque por todas partes se vea el verdadero origen de la estética matriz. Si a usted le gusta la comida fusión, el asado de tira acompañado de sushi y chop suey, no tenga dudas de que El inocente va a encantarle. Además, los primeros cuatro episodios van a entretenerlo con una tensión infrecuente, incluso para los estándares de la popular plataforma, convertida en factoría de sobresaltos.  

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