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Su familia tenía dinero, la mía no

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28 de septiembre de 2019 a las 05:00

Toffee Dating es una aplicación que fue lanzada hace poco en el Reino Unido, y está pensada exclusivamente para quienes estudiaron en colegios privados porque, según los fundadores de la app, “las personas que tienen antecedentes similares son propensas a quedarse con sus pares”.

Lo primero que pensé fue que era completamente innecesaria. La burbuja de quienes estudiaron en esos colegios privados de por sí es pequeña y cercana. Lo sé porque tuve un contacto breve y sofocante con ese grupo cuando conocí a mi primer novio, Charlie, a los 17 años.

Fue un encuentro improbable. Nuestras casas de entonces no estaban lejos la una de la otra, pero nuestros caminos no iban a cruzarse naturalmente en la jungla social que es el mundo de la clase media en el Reino Unido. Fue por casualidad que terminamos en la misma fiesta.

Si alguien nos veía sin contexto, no era inmediatamente claro que Charlie y yo pertenecíamos a universos distintos. Ambos traíamos sudaderas de cierre similares y camisetas con logos de bandas.

Bebíamos el mismo tipo de vodka barato (Glen’s), mezclado con algún líquido dulce. Ambos teníamos acentos del sur de Inglaterra, aunque el suyo sonaba a vidrio puro y el mío a la versión de plástico: era inconsistente y moldeable según con quien estaba. Para quien nos mirara más de cerca se volvía evidente que estábamos tan alejados como planetas distantes.

La principal diferencia era dónde estudiábamos. Los salones en los que nos sentábamos mientras nuestros cerebros eran llenados de oro y de basura, o la gente con la que hablábamos a diario y los maestros que impulsaban o destrozaban nuestra autoestima.

Su escuela, Eton, fue diseñada para que los estudiantes aprendieran a sentirse cómodos en los pasillos del Parlamento. Es el colegio de futuros primeros ministros. Si visitas la cercana ciudad de Windsor seguramente verás a los estudiantes caminando en grupo por las calles adoquinadas, trajeados, como pingüinos de clase alta.

Un día que pasamos en auto por ahí, mi hermano dijo: “A los de esa escuela se les olvida que no estamos en 1800”. Muchos de los graduados (apodados Old Etonians, exetonianos) pasan directamente a la Universidad de Oxford y de ahí saltan al Parlamento. Si acaso llegan a tocar la superficie debajo de la universidad, del Reino Unido mugriento, es de manera voyerista durante sus estudios.

Mi colegio público lucía desde afuera como una caja de cartón de los años setenta desgastada por la lluvia. Los profesores de Charlie eran novelistas, compositores y científicos destacados; a los míos se les exigía que combinaran las clases de matemáticas con trabajo de asistencia social. Una de mis memorias más presentes de la materia de música fue que la maestra me reprobó por “presumir”. Yo creía que las clases de los idiomas que se llegaban a enseñar eran dadas con pereza porque los maestros no creían que ninguno de los estudiantes después fuera a usar francés en su trabajo o vida diaria.

Charlie aseguraba ser diferente a sus colegas. Siento que salir conmigo fue su manera de intentar comprobarlo. Su cabello era un distintivo que lo separaba de sus amigos del colegio y demostraba su individualidad; tenía rizos largos y caóticos que a veces se enredaban en las noches. Las reglas de su colegio no permitían tener así el cabello, pero él había convencido a sus profesores de que lo dejaran tenerlo. Los demás estudiantes se mantenían apegados a las normas con cortes rasos y rectos.

Supuse que Charlie sabía más de todo que yo, incluso del amor. Él ya comprendía de qué hablaba Shakespeare y se sabía poemas de memoria. Un año, en mi cumpleaños, me regaló una copia de De qué hablamos cuando hablamos de amor de Raymond Carver, que me encantó pero que nunca quise discutir con él por temor a que yo no lo hubiera entendido “bien”.

Unos meses después me preguntó mi opinión del libro; le mentí y dije que no lo había leído todavía. A veces todavía abro esa copia y cuando veo su inscripción, de color azul y con letra infantil —“Feliz cumpleaños, Katy. Con amor, Charlie X”—, me arrepiento de haberme sentido dudosa y avergonzada.

Él tenía una tribu de personas excesivamente seguras de sí mismas; mi tribu estaba agobiada por la inseguridad. A veces mis vecinos intentaban verse muy seguros de sí mismos por medio de la agresión, pero eso no convence tanto como vestir de traje. Las aspiraciones de la tribu de Charlie eran palpables y cercanas, mientras que las de la mía lucían siempre distantes y endebles.

Charlie no lo creía así. Dijo que su sueño era ser una estrella de rock pero que temía que ese mundo nunca iba a aceptar a un exetoniano. Me costó trabajó reconfortarlo con un “pobre, pobre, pobre de ti”.
Cuando Charlie visitó mi casa por primera vez lo estuve mirando de cerca. Años después me di cuenta de que su gesto era como el que adoptan los políticos cuando visitan fábricas o pueblos de clase trabajadora; una curiosidad meditada que parecen haber practicado frente al espejo y frente a sus asesores.

Esos políticos siempre tienen presente que se van a ir de ese lugar. Charlie también lo sabía. No fue deliberadamente condescendiente ni era una mala persona. Fue testigo de mi vida como era realmente; vio cómo mi madre batallaba para poder pagar nuestras cuentas. Hasta hablamos de ello y me dijo que quería “salvarme”.

La cocina de esa casa era una zona de desastre; siempre había platos sucios apilados y el piso siempre estaba mojado. Durante algunos años tuvimos un hoyo en el techo, una herida de la vez que mi hermano dejó corriendo el agua en el baño que estaba justo arriba. Mi habitación, que compartía con mis hermanos, estaba pintada de cinco diferentes colores pastel. La pintura estaba desprendiéndose y en el yeso debajo había pequeños cráteres por todos los afiches que habíamos puesto y luego quitado. Charlie tocó uno de esos cráteres con sorpresa en su cara. Fue como si estuviera ahí de turista y le fascinara visitar el desastre.

La casa de su familia (en la que él ni siquiera había pasado tanto tiempo porque había vivido en internados desde los 13 años) era una minimansión de cinco habitaciones ubicada a media hora de Londres. Cuando pisé esa casa por primera vez mis ojos no podían creerlo. Todo relucía. La ropa de Charlie y sus padres siempre olía a limpia y lucía confortable; las toallas en los baños siempre estaban secas.

A veces, cuando sus padres salían y Charlie se quedaba dormido, me levantaba para pasear por cada habitación, donde olía las velas aromáticas de vainilla, tabaco o pera. Abría el frigorífico y me quedaba viendo toda la comida que había dentro, que además había sido categorizada con cuidado. Había un espacio especial para quesos en el que sí había quesos. Un cajón de vegetales que sí tenía vegetales, bien ordenados. Todo ahí se sentía seguro.

Cuando salía con Charlie sentía que había abierto una puerta. Vi cómo la clase te hace creer que puedes lograr algo. No tenía muchas esperanzas para la relación. Había visto algo que no me correspondía ver. Muy pronto me di cuenta de que los amigos de colegio de Charlie nunca iban a visitar casas como la mía. O que si visitaban pronto se irían. Jamás conocerían íntimamente el caos.
En el mundo de Charlie nadie dice nada, pero toman nota de todo.

Nuestras burbujas se alejaron por completo cuando llegó el momento de ir a la universidad y nuestras pequeñas diferencias se agudizaron. Él aprobó sus exámenes con mucha facilidad y fue aceptado en alguna de esas universidades prestigiosas con antiguos edificios de ladrillo. Mis calificaciones no fueron las mejores y decidí no inscribirme en ninguna universidad todavía, no de inmediato. Pasé mucho del tiempo libre resultante en la casa de Charlie sin hacer mucho más. Eso duró aproximadamente un año.

Después de nuestro rompimiento vi en Facebook que había empezado a salir con alguien que era del colegio Princesa Elena. Ocho años después ellos siguen juntos. Los fundadores de la aplicación Toffee Dating tienen razón. La gente con antecedentes similares se queda junta, como metidos en la misma olla de caramelo, a salvo en una melcocha impenetrable.
No podía dejar de pensar en Charlie ni en su colegio ni en su casa, sus amigos y su mundo, que había colindado por unos momentos con el mío. Pensaba en todas las maneras en las que nuestros antecedentes se interpusieron y cómo, aunque lo intentáramos, no nos sentíamos realmente cómodos en la vida del otro. ¿Por qué alguien querría agravar esa brecha con una app de citas exclusiva?

Lo que necesitamos más que nunca, creo yo, es que haya mayor entendimiento entre los bandos. Creo que algo así realmente mejoraría nuestro sistema.
Así que me bebí media botella de vino y decidí enviarle un mensaje. Quería ver si él también pensaba en ese componente de nuestra relación.

“Ha pasado mucho tiempo –escribí–. ¿Cómo estás?”. Luego lo borré. Escribí otras opciones y también las borré. Hasta que por fin le di enviar a una.
Respondió: “La única noticia relevante que tengo para contar es que estoy empezando a quedarme calvo”. Vi en su foto de Facebook que los rizos en efecto ya no colgaban. Sin ellos se veía idéntico a sus compañeros del colegio.

Le conté algo sobre mí, qué estaba haciendo, y respondió con un mensaje predecible y neutral: “Qué gusto que me buscaste” (o algo así). Me recordó a cómo hablan los políticos. Le quería preguntar si alguna vez piensa sobre la parte de nuestra relación marcada por los estratos: si aprendió algo de pasar por mi vida, porque yo aprendí mucho de ver cómo era la suya.

“Nuestra relación me enseñó mucho –escribí–. El sistema de clases británico no fue diseñado para que pudiéramos enamorarnos. ¿Alguna vez piensas en eso? ¿Crees que el brexit habría sucedido si hubiera más parejas como la que fuimos?”. Lo borré antes de enviarlo. 

 

Kate Jackson vive en Viena, Austria, donde trabaja en el departamento de Lingüística Alemana de la Universidad de Viena.

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