Estilo de vida > The New York Times

Un bombero por la calle tras una mujer y un amor difícil

Divididos por la raza, la política y el pasado, encontraron un lugar el uno con el otro... hasta que eso se acabó
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01 de marzo de 2020 a las 05:00

El bombero y yo nos conocimos en uno de esos días extraordinarios en que decidí usar lápiz labial. Si hubiera tenido que adivinar la razón por la que me siguió por la calle ese día, habría dicho que era el lápiz labial. Siempre cambia algo en mi rostro.

Para ser honesta, casi lo rechazo. Ahí estaba yo, camino a casa del trabajo, a una cuadra y media de mi departamento en Manhattan, y en mi mente ya me había quitado los zapatos y el sostén, cuando apareció un bombero —un cliché de la ciudad de Nueva York: calvo, blanco y de mediana edad que había visto en la acera con sus amigos— apresurándose para alcanzarme. Me detuvo en seco y no perdió el tiempo: “Creo que eres una mujer hermosa.

¿Cuándo podré salir contigo?”.

No me preguntó si podía salir conmigo, sino cuándo.

Después llegaría a encantarme su atrevimiento.

Me enloquecen ese tipo de cosas, así que accedí, y hasta el día de hoy no sé explicar por qué le di mi número de celular. Mientras me distraía creyendo que no tenía cejas, me di cuenta de que no quería mentirle pero tampoco podía encontrar una buena razón para decirle que no. Pensé que era un servidor público, así que no podía estar tan loco.

Desde luego, no pasaron ni cinco minutos para que me convenciera, cuando ya estaba sola en mi departamento, de que esa cita sería un desastre; no teníamos nada en común y seguramente tenía cabeza de chorlito. Soy esnob, y lo acepto.

Dos días después, durante nuestra primera llamada telefónica, evadió todas las maneras en que traté de encasillarlo. Era aficionado a la música, quería ir a Macon, Georgia, por los hermanos Allman. Me impactó que supiera de la Universidad Emory, mi “alma máter”. Me dijo: “Ahí es donde filmaron Into the Wild”.

Tenía alma de viajero. Quería recorrer Gibraltar y bajar hacia el norte de África, trabajando de voluntario a lo largo del camino. Era mucho más interesante de lo que yo, con mi esnobismo, había creído.

Cuando le dije que tenía ganas de cenar con él, era en serio.

En nuestra primera cita, descubrimos que nuestras familias tenían problemas de adicción: alcoholismo, abuso de sustancias. Él no había logrado escapar de ese legado, pues me dijo que ya llevaba ocho años sobrio.

Yo me había dado cuenta de eso antes de que me hablara al respecto. Cuando me preguntó cómo lo supe, le dije que jamás volteó a ver la carta de bebidas.

La gente dice que los adictos pueden entrar a un lugar y reconocerse entre sí. Me pregunto si ocurre lo mismo con las personas como yo, que se encuentran en el borde de ese barranco, tratando con todas sus fuerzas de no caer mientras dudan si no es más fácil simplemente ceder.

También nos enteramos de que la espiritualidad nos servía de ancla a ambos. Venía de una buena familia católica irlandesa, pero era un poco como un hijo pródigo que poco a poco recuperaba la costumbre de la oración diaria, la lectura de la Biblia y la meditación. Yo soy una agnóstica empedernida en batalla constante con el Dios de mi infancia. Quizá un día termine regresando a la adoración del Señor, pero para eso tendrá que doblegarme primero.

La política fue otro asunto, que surgió en algún momento de la segunda hora de nuestra primera cita; él es libertario conservador y yo liberal de hueso colorado. Después de la cena, paseamos por el centro de Tarrytown, parloteando sin parar. Él era una fuerza imparable, mientras que yo —con los brazos cruzados y la ceja alzada— permanecía impávida.

Debatimos si la gente que sufre trastornos mentales, sobre todo aquellos que representan una amenaza para sí mismos y los demás, deberían estar obligados a tomar medicamentos o a permanecer encerrados en instituciones psiquiátricas. Armado con hechos y convicción, él argumentó que sí. Yo no estuve de acuerdo, y señalé los abusos que han ocurrido en ese tipo de sistemas.

Aun así, pude entender su opinión.

De regreso en el auto, con destino a la ciudad, ahora hablando del aborto, dijo que su catolicismo le impedía considerar ese acto como otra cosa sino un asesinato. Como antiguo miembro de la Iglesia evangélica, lo entiendo. También creí eso durante mucho tiempo, hasta que pensé haber quedado embarazada tras una noche de borrachera a mis veintitantos. Me di cuenta de que el aborto era un derecho que estaría dispuesta a reclamar y que no podía declararme con la conciencia tranquila como una persona que se opone al aborto si estaba tan dispuesta a elegirlo.

Mientras cruzábamos hacia Manhattan, mencionó que no creía que el racismo en la ciudad de Nueva York fuera tan malo como afirmaba la gente. Yo provengo del sur —soy descendiente de esclavos— y siempre estoy buscando que alguien diga algo idiota sobre el racismo para volverme loca.

Pero con él no ocurrió así, y en cambio señalé que el racismo no solo son actos extremos, como quemar cruces. El racismo existe en un espectro, y esas microagresiones que he vivido —que me pregunten por qué siempre me veo enojada o enterarme de que un hombre dejó de salir conmigo porque su familia no quiere que se involucre con una mujer negra (uno pensaría que ya había aprendido la lección)— quizá le parezcan minúsculas a él, pero con el tiempo a mí me dolieron en lo profundo del alma, heridas pequeñas pero suficientes para amputar una extremidad.

Con eso se quedó callado. Más tarde entendería que esa era una señal de que estaba considerando con seriedad lo que había dicho, porque, sí, por suerte hubo más citas e incluso más debates, cada uno más profundo sobre asuntos controvertidos.

“Pero no crees…”, comenzaba él, sabiendo muy bien que yo no creía en lo que estaba a punto de decir. Me enfrascaba en un debate que debía ser contencioso y beligerante pero jamás lo era. Jamás nos topamos con un tabú, incluyendo las interacciones de la policía con las personas de color.

Cuando mencionó que los policías tienen un trabajo difícil y a veces ocurren situaciones “desafortunadas”, saqué todo el encanto sureño que con tanto esfuerzo me he ganado para responderle diplomáticamente. Porque, a diferencia de los trastornos mentales o incluso el aborto, yo había vivido en carne propia ese asunto en específico.

Mi padre nació en el sur de Georgia en la década de 1950, y, como muchos hombres de su generación, tenía problemas de adicción. Mide 1,70, tiene tez oscura, una mirada penetrante y es quisquilloso. Solo le gusta sentarse en la entrada de su casa, beber cerveza y ver “The Flash”. Sin embargo, gracias al legado de racismo de nuestro país, lo consideran una amenaza por el simple hecho de existir.

Me preocupo por él cada vez que realiza el recorrido en auto de tres horas desde Atlanta hasta Albany, Georgia, donde nací. Me asusta que algún oficial estatal vea las manos grandes de mi padre y sus extremidades fuertes y piense que debe “temer” por su propia vida.

Lo que yo necesitaba era contexto para entender el punto de vista del bombero, y eso fue justo lo que obtuve una tarde cálida de verano cuando nos reunimos en Central Park para ir a un concierto. Conforme nos acercábamos a la entrada de SummerStage, pasamos por donde estaban dos policías que vigilaban el ir y venir de todos, y dijo: “Mi papá y mi tío solían trabajar en la delegación de policía a unas cuadras de aquí”.

Y pum: lo entendí, el cielo se abrió y un canto se escuchó en ese momento (aunque quizá fue el concierto).

Esa oración, tan casual, me hizo cambiar de perspectiva. Su defensa de los policías tenía sentido porque ya no era un asunto abstracto, sino personal. Se trataba de la vida. Él y yo cargábamos el peso de nuestros padres, el suyo un policía y el mío un hombre negro en Estados Unidos. Todos los días nos preocupábamos por la seguridad de ambos.

Jamás le pregunté gran cosa sobre cómo fue crecer con un padre policía. Desearía haberlo hecho. En cambio, nos alejamos porque él (como lo dijo) era como el personaje de Jack Nicholson en “Mejor… imposible”: no está listo para un compromiso a largo plazo ni está seguro de alguna vez estarlo. Más tarde, me enteré de la verdad: tenía miedo de tener un matrimonio como la unión a menudo quebrantada de sus padres. Eso me rompió el corazón.

Así que imaginen la sorpresa que me llevé cuando, siete meses después de que dejamos de vernos, lo busqué en Google (mala idea) y encontré su obituario. Había muerto de pronto durante unas vacaciones, y no había explicación de cómo ocurrió. Esa realidad, descubierta de manera tan casual, me rompió el corazón por segunda vez. Aunque no habríamos durado, la manera en que habíamos unido la brecha cultural y política era refrescante. Era amor. El mundo parecía más oscuro sin él.

Después de su muerte, mientras estaba sentada en mi departamento, le pregunté si podía escucharme. Y, cuando salí del lugar en busca de un escape, vi dos camiones de bomberos.

Sabía que no estaba en ninguno, pero su presencia en ese momento me hizo pensar: “Sí, me escuchó, como siempre lo hacía”. 

 

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