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Vivir la maternidad fuera de la presión social: el camino que hizo Paula Villalba para adoptar a su hijo

La historia de la directora de arte y vestuarista que adoptó a un niño de un año y tres meses a los 44 años
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08 de marzo de 2019 a las 05:00

Epifanía: manifestación, aparición, revelación. 

Después de muchas noches de tormenta, con el cuerpo lastimado, el corazón herido y la cabeza que le recordaba sin tregua que, nuevamente, había perdido un embarazo, Paula Villalba despertó y pensó: "Yo puedo adoptar". 

Era noviembre de 2012, Villalba tenía 40 años. Había desactivado hacía rato esa bomba que indica, sin muchos matices, que la pareja tiene que venir con el deseo del hijo. De ella ya no se esperaba marido, ya no se esperaban hijos. Ya no había, entonces, presión social. Lo que sí persistía era el deseo. 

Tres días después de ese momento epifánico y contundente, frente al número 482 de la calle Piedras, Villalba vio una escalera larguísima. Fue, para ella, muy gráfico: la escalera al cielo, el camino que debía atravesar para llegar al objetivo. El propósito era concreto: iniciar el trámite de adopción o, en resumidas cuentas, ser madre, criar, formar una familia. Le presentó los papeles –certificado de buena conducta, carné de salud, recibos de sueldo– a la mujer con la que tenía pautada la primera entrevista. El encuentro se cerró, después de algunas ideas atemorizantes, con la frase siguiente: “Las mamás solas son las que más tienen tendencia a hacerse cargo de niños con dificultades”. Villalba pensó: “Bueno, mediré hasta dónde puedo”.  La conclusión final de esa primera aproximación fue que podía hacerlo, que sí podía adoptar. 

La escalera del edificio del Instituto Nacional del Niño y Adolescente del Uruguay (INAU) tiene pocos escalones. Los recuerdos, a veces, tienen su propia narración. 

Silencio: ausencia de ruido. 

Fueron ocho, tal vez nueve, meses de paréntesis. Hasta que un día, sin demasiado aviso, como suceden por lo general los grandes acontecimientos, a Villalba le sonó el celular. Estaba en la puerta de su nueva casa, la primera de su propiedad,  cuando alguien del otro lado dijo: “Te llamamos de INAU para decirte que tenés los primeros talleres“. Las esperas en los procesos de adopción son crudas y son muchas. Para Villalba –directora de arte, vestuarista de teatro y carnaval, docente– ese tiempo fue esencial para preparar y ordenar su vida y mientras tanto disfrutar de, lo que llamó, una despedida de soltera eterna. Viajó, se postuló a becas, fue a talleres, se sacó las ganas de hacer las actividades que no iba a poder hacer después. 

Mientras tanto ejercitó el músculo de la ansiedad y batalló con sus dudas, sus miedos, el eterno conflicto entre la razón y la emoción. Ahora lo recuerda así: “Muchas veces la cabeza juega un partido y el corazón otro. Pensás: ‘¿voy a dejar todo esto que tengo? Entrar, salir, dejar mis posibilidades hacer lo que quiero’. Y, de fondo, siempre tuve un sonido que decía: ‘Sí, seguí, no cortés’. Así que nunca corté el trámite y ese es mi consejo para todo el mundo: ‘Anotate, dudá, date la cabeza contra la pared, llorá, hablá con quien sea, pero no cortes el trámite. Porque el trámite tiene unos tiempos que no son los de tus emociones. Es un tiempo incontrolable. Y la cabeza te puede jugar muchas malas pasadas”. 

Después de los talleres, donde parejas, mujeres y hombres solos charlan durante horas con especialistas del INAU sobre paternidad, maternidad, adopción, infancia y asuntos legales, la línea de tiempo indica que debe llegar la asistente social. Y, de nuevo, el silencio. Villalba lo mitigaba llamando al teléfono del Departamento de Adopciones. Del otro lado las respuestas eran, más o menos, las mismas: que las licencias, las vacantes, los traslados, que mejor no estresarse. 

“Si hay algo en lo que te entrenás en esos años es en manejar la ansiedad y poner todo esto en manos de la vida. Si sos creyente en dios. Y si no lo sos –como en mi caso que soy una especie de licuado de creencias– lo ponés en las manos de la vida. Y entendés que no depende de vos”, dice. 

Cuando la asistente social tocó el timbre, más de 500 días y 500 noches después de aquella entrevista inicial, Villalba tuvo ganas de abrazarla. Y, por primera vez, pudo contarle a alguien cómo era el hijo que se imaginaba. “Siempre me vi caminando de la mano con un varón, un niño de dos o tres años. Nunca quise un bebé”, cuenta. De ese encuentro Villalba guarda un lindo recuerdo sobre todo porque su perra Chaika, siempre ingobernable, se durmió durante la hora y media de la visita. “Ahí estábamos todos trabajando para eso”, dice. 

La casa de la familia Villalba

Misterio: Cosa arcana o muy recóndita, que no se puede comprender o explicar.

Registro Único de Adoptantes. RUA. Llegar a esa sigla, helada e insignificante para aquellos que viven ajenos a estos periplos, es el punto cumbre para las personas que se embarcan en estos proyectos. Villalba esperó tres años y diez meses para que le dieran la noticia. Cuando llegó a la cita en el Departamento de Adopciones en la calle Bulevar Artigas le dijeron: “Entraste al RUA”. Y cuando salió se tomó una foto, abrió su WhatsApp, eligió el grupo que había creado semanas antes con familia y amigos y puso: “Ya estoy en camino”.  

De pronto todo se precipitó, los silencios desaparecieron y apareció el vértigo. Hubo otra ronda de talleres; encuentros con algunas personas que siguieron el proceso; más información, mucha información; psicóloga; decenas de preguntas, una más dolorosa que la que viene después (“¿aceptarías que los padres biológicos mantengan el contacto? ¿hermanos? ¿podrías adoptar un niño hijo de incesto? ¿de un padre privado de libertad? ¿con una enfermedad crónica? ¿con una discapacidad severa?”); más incertidumbre; y, casi al final del camino, una cita con –lo que se llama– dupla de seguimiento. Villalba –siempre profunda, reflexiva y consciente– ya sabía para ese entonces que ese era el viaje de su vida y que era para siempre.

Cuando Villalba se sentó frente a su dupla de seguimiento compuesta por una psicóloga y una asistente social escuchó, por primera vez, algunos fragmentos de la historia de Lucas, un niño de un año y casi tres meses. Algo sucedió; ella lo describe como una instancia cinematográfica, como si por única vez en su vida se haya podido ver desde afuera (los más espirituales o místicos lo llamarán tercer ojo). La cuestión es que menos de 24 horas después Villalba llamó y dijo: “Quiero que me abran la historia”. 

La historia es el mapa de vida que se pudo trazar de ese niño. Es una carpeta enorme, llena de hojas y más hojas y con muchos espacios en blanco que, tal vez, no se puedan llenar jamás. “Ahí tenés que aprender a convivir con el misterio. Parte del camino de la adopción es eso y parte de la vida entera también. Hay cosas que nunca vas a saber ni entender: por qué se terminó una relación, por qué se murió una persona antes de tiempo. Hay que aprender a convivir con ese misterio y ese vacío. La lectura de la historia es muy cruda, como son el 99% de las historias. La gente que se piensa que va a encontrarse con el moisés con el bebé rozagante hijo del tambero en la puerta de su casa no tiene idea de lo que habla. Todas las historias son siniestras. Si no hay drogadicción, hay desequilibrio psiquiátricos, sino hay discapacidades físicas, condiciones de pobreza o indigencia, desnutrición. El panorama es aterrador. Pero lo que puedo decir es que los niños son lo más increíble que hay en el planeta porque la capacidad de resiliencia borra la mayor parte de las cosas”.  

Bienvenido a casa

Villalba dijo sí después de que le leyeran el reporte psicológico. Allí, palabras más palabras menos, se explicaba que Lucas era un niño cariñoso, que le gustaba la música, que disfrutaba de la comida dulce y salada. De nuevo, los tiempos dependen de cada historia. En este caso –como el niño ya tenía la condición de adopción– el proceso fue de 15 días. Villalba recuerda esa etapa como una locura total. El 2 de octubre estrenaba la obra de la Comedia Nacional La duda en gira y ella era la encargada del vestuario así que pidió por favor que el primer encuentro con Lucas se produjera después. De ese primer contacto Villalba evoca lo siguiente: “Era un día de sol hermoso. Me dieron la mema para que le diera. Lo hice y se durmió en mis brazos. No hubo la más mínima duda, se ensambló a mí“. 

Amor: Sentimiento intenso del ser humano que necesita y busca el encuentro y unión con otro ser.

La vida está llena de primeras veces. La historia de Lucas y Paula Villalba, también. El 7 de octubre de 2016 Lucas durmió por primera vez en la casa de su madre adoptiva. Días después Villalba escuchó cómo, por primera vez, una voz aguda y pequeña le decía mamá. Hoy su hijo le dice mamina. 

Cuando Villalba empezó a contar, paulatinamente, que estaba atravesando un proceso de adopción los comentarios se repetían: “¿Por qué no hacés una fertilización? Tenés 40”, “¿No te estás apurando?”, “¿Por qué no probás otras cosas?”, y así. Del otro lado, ella repetía como un mantra un razonamiento que aún sostiene: “Esto me parece lo más parejo del planeta. Yo quiero criar un niño y hay un niño que necesita que lo críen. Estamos en absoluta igualdad de condiciones. Por qué no nos juntamos, con la cantidad de niños que necesitan un hogar”. 

El caso de Villalba es, según cifras oficiales de INAU, una de las 71 adopciones exitosas que se dieron ese año. En 2017 fueron 69; en 2018, 109; y en lo que va de 2019, 10. De las 300 parejas o personas que fueron a la primera entrevista en 2018 solo siguieron con el proceso 117. Por lo general, esos números son similares año a año. Más de la mitad abandona al principio del camino. 

Villalba, con mirada optimista, dice siempre que hay que naturalizar la adopción como una gran posibilidad. “Todo se acomoda, vos te adaptás, vos cambiás, la gente te ayuda, los hijos vienen para abrir un montón de posibilidades. Entonces hay que fluir con esas sensaciones de que sí y que no.   Me resulta mucho más lógico dudar que entrar fanatizado con la adopción. Pero el camino de la adopción no es igual que la gesta. No tiene nada que ver. Después en el sentimiento no hay distinción, en el caso que se dé bien, el amor barre con todo”, cuenta.

Antes de encontrarse con su madre, Lucas había vivido los últimos 10 meses en la casa de una cuidadora (un recurso de apoyo temporal que brinda INAU). Allí estaba su pequeño universo. Con la mirada más limpia, unos años después, Villalba dice que tiene que ser durísimo para un niño volver a desprenderse de un lugar que asumía como propio. Que no puede ser un corte tan abrupto. Ese primer día juntos ambos lloraron. Villalba explica el vínculo así: “Nosotros no nos encontramos en el momento cero de la concepción. Fue un poco más tarde. Y ese territorio hay que intentar irlo zurciendo, emparchando o poniéndole compresas porque ese dolor no se lo voy a poder quitar nunca. Lucas no llora mucho, pero a veces se despierta con una angustia muy profunda. Yo creo que ahí hay que entender que vos a tu hijo lo vas a poder acompañar en su dolor, pero no lo podés cubrir. Hay que intentar que ellos que ya pasaron por esa situación tan traumática de no poder conservar el vínculo con sus padres biológicos y con su origen reciban amor lo antes posible. El único paliativo es ese porque no vas a poder cerrar ese agujero negro”. 

Lucas tiene ahora casi cuatro años. Está en el curso legal de llevar definitivamente todos los apellidos de su madre. Villalba quiere que cumpla años con su nueva cédula para hacer la fiesta que ambos se merecen y así, también para siempre, cerrar el proceso. Mientras tanto hace lo que hacen todas las madres: se queja, sufre, no sabe cómo hacer con los cambios, improvisa, disfruta, sonríe, se ríe a carcajadas, se maravilla, lo intenta. 

Hace unas semanas, Villalba subió una foto a su cuenta de Instagram. Debajo escribió: “Así me retrata mi hijo”. “Ese día me sentía horrible y, sin embargo, él me saca con una cara de felicidad como si sacara lo mejor de mí”, dice. Hace una pausa y concluye: “Él saca lo mejor de mí”. 
 

Esta historia forma parte de una serie de reportajes publicados en el Día de la Mujer.

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