América Latina se debate hoy entre los populismos frente a una corriente democrática que integran Macri, Piñera, Duque y Abdo, gobernando con resultados más o menos exitosos, en el tratamiento de sus respectivas problemáticas nacionales. Mientras tanto, en el Uruguay ya comenzó el ruido electoral. En esa cacofonía inicial se discuten y presentan diversos nombres, por lo que no habría motivos de preocupación si se pensara que el anuncio de pre-candidaturas es, necesariamente, el origen de todo sufragio.
Pero ubicando esta fase en el contexto continental y también global, sí debe preocuparnos que el proceso electoral del 2019 no caiga en ese síndrome instalado de “el candidato es el proyecto”, agotándose, únicamente en la capacidad seductora de la persona, la real construcción del mañana post-electoral. Es un soporte endeble y volátil, sobre el que hoy transitan peligrosamente, el ejercicio y la responsabilidad de gobernar en muchos países.
En Uruguay se presenta un desafío existencial que sin duda alguna será determinante en su viabilidad como país a partir del 2020. Lo enfrentarán todas las candidaturas y sus promesas de campaña junto al electorado. Lo harán finalmente el gobierno electo y los individuos, ambos teóricamente responsables de la preservación democrática. Se trata de dos realidades implacables en su incidencia sobre la calidad y estabilidad de la futura supervivencia nacional.
La primera de ellas es el Estado uruguayo que, como un Leviatán ciclópeo cada vez más voraz y enceguecido en su intervención dentro de la sociedad, constituye en los hechos un auténtico poder político “de facto”.
En su accionar coarta una clase de libertad esencial, la cual, con cada vez más fuerza en el mundo contemporáneo, determina el desarrollo de los países. Esta es la libertad económica, que no refiere al manoseado concepto de liberalismo, o su versión extrema de “neoliberalismo” –nunca aplicado ni aplicable en el Uruguay- sino aquella que permite a los individuos el poder realizar su proyecto de vida personal y profesional, sin cargar con el peso de un sistema administrativo ineficiente, caro y a férrea y predispuesta contramarcha de las exigencias y oportunidades que presenta el mundo real.
Un aparato que monopoliza servicios esenciales enmascarados como empresas, obstaculizando el potencial evolutivo de las personas, es una manera de cercenar libertades tan esenciales como las políticas y las sociales. Más que un motor propulsor de la economía, es una bomba de succión de recursos y posibilidades, formando actualmente parte del atraso y el desánimo nacional.
Pretender que ese mismo aparato, preste en forma eficiente y satisfactoria los servicios a los que sí debería abocarse, como la seguridad y protección de toda la ciudadanía, la salud y la educación para los sectores más frágiles y menos pudientes, cuando simultáneamente debe operar y malamente como empresario, es un nefasto ejercicio de autoengaño colectivo. Actúa como un pesado grillete que se arrastra hoy a paso cabizbajo, propio de quienes claudican en la defensa de sus derechos civiles.
La organización política que asuma el gobierno el primero de marzo del 2020, deberá saber que en el desmantelamiento del actual Estado y en su renovación integral acorde al siglo XXI, se juega el futuro del Uruguay. Serán responsables tanto mayorías y minorías las que deberán consensuar, casi a la hora 25, la extirpación del tumor estatal, y en su lugar, la implantación de los fundamentos de una transformación profunda y beneficiosa para todo el país.
La segunda realidad proviene de la composición sociopolítica y económica que se está gestando en el mundo a fines de la segunda década del siglo XXI. Se trata del curso de colisión en proceso, entre una narrativa futurista, que promete un salto civilizatorio cualitativo y cuantitativo, de magnitudes e innovaciones cuyo impacto dejaría a la Revolución Industrial del siglo XIX e inicios del XX en una Edad de Piedra, enfrentada a una narrativa política, que viene tomando el escenario internacional casi por asalto y con ecos de las oscuras décadas de 1930 y 1940.
Ante este fenómeno, la urgente e impostergable pregunta que la ciudadanía uruguaya debería hacerse hoy, mucho más trascendental para nuestro futuro, es, antes del “a quien”, el “para qué” votar, con las cruciales implicancias que esto significa. Y ese “qué” es precisamente la caja de herramientas que deberán llevar al escritorio presidencial quienes tendrán que construir, forzosamente, un proyecto de país capaz de atravesar con mediano éxito y relativa suerte, el complejo entramado que presenta y anuncia ese choque global de destinos, del que sin duda alguna no escaparemos.
En esta realidad, ¿acaso se preguntarán hoy, la izquierda, el batllismo y el partido blanco, qué sentido, valor y relevancia tienen y tendrán después del 2020 sus referencias ideológicas para las generaciones que ven al mundo a través de nuevas ventanas, más cambiantes, pragmáticas y líquidas?
De la capacidad o su opuesto de responder a estas dos poderosas realidades, el Estado hipertrófico y un mundo en alarmante transición a lo desconocido, dependerá si a partir del 2020, el Uruguay seguirá o no la suerte del Titanic. El iceberg ya está avistado. Evitarlo, dependerá tan sólo, de una decisión de curso y velocidades. El resto será historia.
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