Uno de los mayores desafíos que enfrentan los sistemas educativos en la actualidad yace en cómo responden a un conjunto de temas emergentes interconectados que requieren de nuevas ideas, categorías e instrumentos para abordarlos y actuar sobre los mismos. Más aún, su comprensión demanda una mayor apertura de la educación hacia la sociedad para poder efectivamente contribuir a forjar democracia, inclusividad, justicia, convivencia y cohesión.
Si la educación se encierra en sí misma, asumiendo posicionamientos voluntaristas, y de aprehensión frente a los contextos, o si bien asume que las transformaciones en educación solo pueden darse si cambian las condiciones en la sociedad, estamos ante una situación de suma cero. Ni el voluntarismo intramuros ni la espera y dependencia de cambios societales son una manera proactiva, progresista y efectiva de encarar temas emergentes y complejos que requieren de una nueva generación de políticas públicas en educación.
Nos vamos a detener en las intrincadas relaciones entre educación y seguridad que podrían implicar cambios de mentalidades y de paradigmas de como se entienden y gestionan las políticas públicas. No nos parece que el debate puede circunscribirse a definir tajantemente que unas políticas tienen que ver con la prevención, y otras con la seguridad, o de asimilar escuelas seguras a centros enrejados, sino partir de la premisa que ambas están inextricablemente vinculadas en su concepción y desarrollo así como en sus sinergias e implicancias. Veamos cuatro aspectos al respecto.
En primer lugar, cabe reafirmar lo señalado en el artículo 3 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1948, que establece que “todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona” (https://www.un.org/es/about-us/universal-declaration-of-human-rights). Esto implica que la seguridad es un derecho humano que se cimenta en un conjunto de derechos culturales, sociales y políticos que les permiten a las personas ser libres, y estar amparados y protegidas en su derecho a vivir en paz y sin apremios. Esto implica que la seguridad forma parte de una concepción comprehensiva y vinculante de los derechos humanos.
Más recientemente en el tiempo, la “Recomendación sobre la Educación para la Paz, los Derechos Humanos y el Desarrollo Sostenible”, aprobada por unanimidad por los estados miembros de la UNESCO en el marco de las deliberaciones de la 42a reunión de la Conferencia General de la UNESCO (noviembre 2023; UNESCO, 2023, 2024), se asienta en la idea que la paz no se reduce a la “ausencia de guerra o de conflictos armados” sino que implica, entre otras cosas, un conjunto interconectado de dimensiones que hacen a la libertad, el bienestar, el desarrollo, la educación, la convivencia y la seguridad de las personas y las comunidades, así como la promoción de una ciudadanía mundial activa.
Entendemos que la efectivización del derecho a la educación es condición sine qua non del derecho a la seguridad en tanto es visualizada en su rol de: (a) política ciudadana que cimenta democracia, convivencia y pluralidad; (b) política comunitaria que cimenta sentidos de pertenencia y de apropiación de conocimientos locales y globales; (c) política cultural que cimenta valores comunes y a aprender a vivir con los diferentes y las diferencias; (d) política social que cimenta justicia, equidad y oportunidades; (e) política económica que cimenta calidad y excelencia de los recursos humanos y, (f) política de familias que cimenta cuidados y el compromiso con los aprendizajes de los menores a cargo. Si la educación cumple tales roles, ciertamente se avanza en generar condiciones estructurales y potentes para fortalecer la seguridad personal y colectiva.
No se trata una relación directa de causa-efecto entre la educación y la seguridad, de si se hace x, se da ipso facto Y. Se trata de entender que la educación equipa a las personas con valores, actitudes, emociones, habilidades y conocimientos – englobados todos estos aspectos en la noción de competencias - que las hace más autónomas, confiadas y responsables en sus itinerarios de vida, en forjar su bienestar y desarrollo, y en apreciar el valor de la educación a la luz de otras alternativas de vida que pueden violentar la vida de otros, y la suya propia.
No es solo que la educación es un factor poderoso y evidenciable de prevención y de mitigación frente a situaciones de pobreza, marginalidad y segmentación, sino que también puede y de hecho socializa en concepciones humanas y humanistas sobre las vidas de personas, familias y comunidades. La educación tiene siempre que atender a la formación integral y balanceada de la persona como base para su inserción y desarrollo estrechando los vínculos entre las culturas, las afiliaciones, los conocimientos y las prácticas.
En segundo lugar, la defectuosa praxis de los sistemas educativos puede ser germen de la inseguridad en un doble sentido fundamental: por un lado, en contribuir a expulsar a los alumnos por la vía de una educación que no conecta emocional ni cognitivamente con sus circunstancias y contextos de vida, sus capacidades y expectativas; y por otro lado, en no lograr desarrollar los aprendizajes fundacionales requeridos en formación ciudadana y en valores así como en lengua, ciencia y matemáticas, que son condiciones necesarias para la convivencia y la inclusividad, así como para el bienestar, el desarrollo y la seguridad individual y colectiva.
La desafiliación de los sistemas educativos, que generalmente deviene en jóvenes que no estudian, ni trabajan ni buscan trabajo, es un tema de larga data que interpela severamente la capacidad efectiva de inclusión que evidencian los sistemas educativos. En la actualidad, la desafiliación se expresa también en una proporción creciente de adolescentes y jóvenes, que no solo son consumidores, pero que, asimismo, son traficantes tentados y reclutados por el narcotráfico que ofrece beneficios económicos inmediatos y directos, asociados también a un “prestigio” buscado, alternativos a una educación que se visualiza con potenciales e inciertos beneficios de corto y mediano plazo. Esta situación de clara desventaja de la educación no solo hace a la necesidad de rever en profundidad los propósitos, contenidos y modalidades de las propuestas educativas sino también señala la perentoriedad de realizar una inversión fuerte y sostenida que ayude a compensar desigualdades y brechas sociales que limitan severamente el impacto de la educación sobre las trayectorias de vida de las personas.
En tercer lugar, y como correlato del punto anterior, se podría combinar una política de infancia desde cero en adelante con una educación unitaria, diversa y flexible de 3 a 18 años articulada en torno a centros de educación básica (3 - 14 años) y de la adolescencia y la juventud (15-18) de impronta socio-comunitaria, y que busque decididamente igualar en oportunidades.
El foco de esta educación unitaria consistiría en: (i) universalizar aprendizajes de calidad en las alfabetizaciones fundacionales – lengua, matemáticas y ciencia –; (ii) fortalecer los aprendizajes socioemocionales (empatía, colaboración, confianza en sí mismo, entre otros) en educadores y alumnos, e involucrando a las familias y comunidades; (iii) contrarrestar las vulnerabilidades y exclusiones al interior y exterior de la educación por medio de políticas intersectoriales e interinstitucionales; y (iv) garantizar la fluidez en los procesos de aprendizaje y su completitud removiendo barreras institucionales, curriculares, pedagógicas y docentes entre los niveles educativos así como entre las ofertas educativas y los ambientes de aprendizaje.
El marco de política socioeducativa propuesta podría constituir uno de los principales antídotos para cortar la cadena de situaciones y procesos regresivos, que se dan al interior y al exterior de los sistemas educativos, y que son caldo de cultivo para que se violente el derecho a la seguridad de las personas y comunidades. La exclusión es cultural, social y económica, y a la vez, institucional, curricular y pedagógica.
La seguridad en un sentido amplio tendría que estar incorporada a las políticas educativas, no solo como garante de espacios seguros y protegidos, sino entrelazada a la educación en argumentar y evidenciar que se puede vivir en sociedades más seguras potenciado por el rol de la educación transformacional como palanca de igualación y justicia social, y de cementar una sociedad de cercanías. Si dejamos que la educación reproduzca y más aún, acentúe las desigualdades y las brechas sociales, y que la desafiliación de adolescentes y jóvenes de los sistemas educativos se naturalice, estamos de hecho violentando el derecho a la seguridad.
En cuarto lugar, las sinergias entre educación y seguridad requieren de una nueva generación de políticas públicas que parta de entender a las personas y a las comunidades en un sentido integral. En efecto, a partir de dicho entendimiento, se pueden promover enfoques de integración intersectorial e interinstitucional que eliminen las barreras que impiden los diálogos y las construcciones colectivas entre diversidad de instituciones y actores.
Uno de los mayores desafíos yace en que educadores y personal de seguridad, compartan una visión comprehensiva de cómo se entrelazan los derechos a la educación y a la seguridad, y que actúen colaborativa y solidariamente en aras de objetivos compartidos. También esto implicaría que los institutos de formación docente y policial compartan valores, referencias y prácticas acerca de la educación en derechos humanos, democracia y paz.
En síntesis, nos enfrentamos a la imperiosa necesidad de repensar el paradigma de las políticas públicas que sigue prevaleciendo como espacios insulares y fraccionados de intervención, delimitados rígidamente por el eje prevención/anticipación, y curación/represión. Alternativamente se podría avanzar en un paradigma que haga al conjunto de las políticas públicas socios solidarios y vinculantes, desde su génesis a su concreción. En tal sentido, entendemos que se puede pensar en un esquema de complementariedad conceptual y operativa entre educación y seguridad que no implique la colonización de una por otra, y que suponga revalorizar a la educación como el cimiento del goce de los derechos humanos en su plenitud.