6 de agosto 2025 - 10:11hs

“La hipótesis siluriana”, publicada en la revista International Journal of Astrobiology, plantea una pregunta incómoda. ¿Serían los investigadores capaces de reconocer las huellas de una civilización industrial si hubiera existido hace millones de años?

Y para responder al interrogante, Frank y Schmidt comprendieron que primero debían descifrar algo más urgente, si una civilización tecnológica dejó señales detectables enterradas en nuestro propio planeta.

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Lo que siguió fue un trabajo riguroso y provocador. Porque más allá de lo especulativo, la hipótesis obliga a mirar hacia atrás desde el presente. La pregunta que formularon los científicos no es solo intrigante, es profundamente perturbadora. Porque no se trata de descubrir extraterrestres o conspiraciones, sino de pensar científicamente qué tipo de huellas pudo dejar una especie industrializada y cuánto tiempo perduran.

El problema del tiempo en la Tierra

La historia de la Tierra no se mide en siglos, ni siquiera en milenios. Se mide en millones de años. Y en esas escalas temporales tan vastas, incluso los monumentos más imponentes del ser humano se vuelven efímeros. Esa es la dificultad central que plantea la hipótesis siluriana: el tiempo profundo no solo borra huellas, también borra contextos, significados y patrones.

En geología, los procesos de erosión, subducción de placas tectónicas y transformación de sedimentos son implacables. En algunos millones de años, casi toda la superficie terrestre puede ser alterada, deformada o sepultada. Entonces, si una civilización industrial hubiera existido hace millones de años, ¿quedaría algo reconocible de ella? La respuesta más probable es que no.

Los objetos de uso cotidiano, incluso los más resistentes, no están hechos para sobrevivir a escalas geológicas. El acero se oxida, el concreto se fragmenta, el vidrio se vuelve arena. Y aunque algunos materiales sintéticos pueden fosilizarse, lo hacen de forma fragmentaria, dispersa, y en contextos sedimentarios muy específicos.

La geología no funciona como un archivo ordenado y completo. Se parece más bien a una hoja vieja donde se escribieron muchas historias, unas sobre otras, de las que apenas sobreviven fragmentos entre tachaduras. Es el azar, más que la intención, quien decide qué se conserva y qué se pierde.

Como advierten Frank y Schmidt, la ausencia de evidencia no es evidencia de ausencia, especialmente cuando se trata de escalas de tiempos tan vastas de millones de años. Y es ahí donde el argumento se vuelve inquietante: si el ser humano, con todo el conocimiento y la tecnología desapareciera en la actualidad, ¿qué quedaría de la civilización dentro de millones de años?

Muy poco. Tal vez algunos estratos sedimentarios mostrarían anomalías químicas como una capa con niveles inusuales de dióxido de carbono, nitrógeno reactivo o microplásticos. Quizás restos de minería masiva o isotopos artificiales, como los dejados por pruebas nucleares. Pero incluso esos rastros, que podrían parecer naturales, requerirían de un observador extremadamente especializado para ser interpretados de manera correcta.

Esa es la paradoja en el corazón de la hipótesis siluriana. El pasado profundo podría estar poblado de eventos que no están siendo identificados, porque los vestigios ya no tienen forma reconocible ni marco de referencia. No se trata de inventar historias ocultas, sino de aceptar un límite: el tiempo, que cuando se expande lo suficiente, no solo destruye, también desordena.

¿Qué señales dejará el ser humano en el registro geológico?

Toda civilización deja una huella. Y el ser humano no será la excepción. Pero, ¿cómo sabrán los geólogos del futuro que alguna vez existió la raza humana?

Esa es una de las claves de la hipótesis siluriana. Usar el Antropoceno como experimento de control porque esta era podría funcionar como una suerte de espejo hacia el pasado. Al estudiar las señales que deja la civilización industrial en el planeta, quizás los científicos puedan entender qué tipo de indicios habría dejado cualquier otra cultura avanzada.

El registro geológico del presente ya está contaminado, literalmente, por la actividad del hombre. Hay residuos plásticos en los sedimentos oceánicos, una firma química global asociada al uso masivo de fertilizantes nitrogenados y cambios abruptos en la proporción de ciertos isótopos. Las pruebas nucleares del siglo XX dejaron una capa delgada, pero global de radionúclidos, que podrían persistir durante millones de años. Incluso la minería masiva y la urbanización a gran escala alteraron la composición de estratos enteros.

Y sin embargo, todo eso, en millones de años, será solo una marca tenue. No habrá rascacielos ni autopistas, ni siquiera huesos humanos enteros. Las bacterias y la presión geológica harán su trabajo. Quizás alguien interprete esas anomalías como signos de un evento abrupto, de una extinción masiva, de un volcán o de una era glacial particularmente caótica. Pero, ¿verán detrás de esas pistas el rastro de una civilización?

Ahí está el modelo perturbador que propone la hipótesis siluriana. Si los rastros pueden volverse ambiguos con el paso del tiempo, ¿cuántas señales ambiguas se encontraron sin saberlo? ¿Y cuántas más se perdieron antes de que hubiera alguien para interpretarlas?

Más que una especulación sobre el pasado, esta reflexión funciona como advertencia sobre el futuro. Todo lo que se considera consolidado y evidente puede desvanecerse y reducirse a una señal difusa.

¿Qué tipo de evidencia deben buscar los científicos?

Si alguna vez existió una civilización tecnológica mucho antes que la humanidad, ¿cómo podrían detectarla los científicos? ¿Qué señales deberían buscar en el registro geológico?

Frank y Schmidt no hablaron de naves, de artefactos ni de ciudades enterradas. En cambio, propusieron buscar alteraciones ambientales profundas, huellas químicas y geológicas que una civilización industrial dejaría inevitablemente tras de sí.

Por ejemplo, cambios abruptos en las proporciones de ciertos isótopos que pueden delatar un calentamiento global de origen artificial. También indicios de combustibles fósiles quemados a gran escala o la presencia de compuestos sintéticos que no se dan en la naturaleza.

En ese sentido, Frank y Schmidt se preguntan si podrían existir “horizontes tecnológicos”, estratos discretos en el registro geológico marcados por un súbito cambio ambiental inducido por tecnología. Y si los hay, quizás ya fueron detectados sin entender su origen, atribuyéndolos a fenómenos naturales.

El verdadero desafío, no es solo encontrar señales, sino reconocerlas por lo que son. Porque incluso si una civilización dejó huellas claras, el paso de millones de años puede borrar el contexto y volver irreconocible la causa original. Lo perturbador no es solo lo que pudo haber existido, sino lo que el ser humano pudo haber pasado por alto.

¿Y si el olvido fuera la norma?

En el fondo, la hipótesis siluriana pone en juego la estabilidad de la memoria geológica. Porque si algo queda claro tras explorar los límites del tiempo profundo, es que el olvido no es la excepción, sino la regla. Los fósiles son rarezas y el pasado remoto está lleno de vacíos que apenas pueden rellenarse con conjeturas y fragmentos dispersos.

La historia de la vida en la Tierra no es una línea recta. Está marcada por extinciones masivas, cambios climáticos abruptos y recuperaciones sorprendentes, que en algunos casos borraron casi toda evidencia de lo anterior. Entonces, ¿por qué no podría haber ocurrido algo similar con otra civilización?

La teoría propuesta por Frank y Schmidt no se refiere a dinosaurios con fábricas, sino a la posibilidad de que la inteligencia tecnológica no sea un evento único, sino una chispa intermitente, capaz de surgir, desarrollarse y colapsar más de una vez en la historia planetaria.

Si esto fuera así, la civilización humana sería una más en una secuencia, y la sensación de excepcionalidad se volvería una ilusión más del presente. Así, el Antropoceno no sería un capítulo inédito sino una repetición inadvertida, otra curva en una espiral que ya ocurrió y que volverá a ocurrir, pero sin dejar memoria.

Esta posibilidad desafía la idea de progreso lineal y cuestiona la permanencia del ser humano. Por eso, la hipótesis siluriana no apunta a probar que hubo alguien antes, sino a recordar que una historia tecnológica como la del hombre tal vez se pierda. Que la inteligencia, por asombrosa que sea, no garantiza la eternidad. Y que el paso de millones de años puede borrar los logros más destacados de toda una civilización.

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