En la política argentina, o mejor dicho en la política del siglo XXI, ya no importa tanto qué pasa, sino cómo pasa. O incluso, si pasa. los actos suspendidos de Milei en Santa Fe, Tierra del Fuego, las piedras en Lomas de Zamora ya no se pueden seguir leyendo como fallos logísticos sino como parte del guion. Hace tiempo que entramos en la era de la comunicación total y con estos nuevos paradigmas tenemos que entender que el gesto interrumpido también comunica. El acto que no fue es, al mismo tiempo, un acto más que constituye un hecho político en sí mismo.
El siglo XX adoraba la presencia, la multitud, la plaza, el discurso. El siglo XXI, en cambio, parece fascinado por la interrupción. Ya no se trata de llenar un espacio, sino de dominar el sentido de su vacío. Un presidente que no puede hablar desde una tarima, pero sí desde su hotel o su cuenta de X no pierde visibilidad, la multiplica. El silencio físico se vuelve ruido digital. La ausencia se vuelve el discurso.
La política del conflicto
Milei, y no solo él porque este fenómeno se observa en todo el mundo, parece haber entendido que el poder contemporáneo no se juega en el centro del escenario sino en los bordes. Que la política ya no necesita un escenario estable para existir y que puede brotar del conflicto, del meme, del cruce o del escándalo y que eso confirma la autenticidad. En ese sentido, la suspensión de un acto no es derrota. La interrupción no es otra cosa que su verificación: "no me dejan, luego existo".
No es una cuestión de ideología. Es más bien un tema de gramática emocional. En un mundo saturado de discursos que solo se precipitan en imágenes, provocar una reacción vale más que ofrecer una idea. En las redes sociales, donde todos somos público y actores que se expresan solo en imágenes y recortes, se premia la irritación sobre la explicación; seguramente porque la primera provoca una emoción y la segunda obliga a una reflexión. La política, inevitablemente, se contagia de ese lenguaje y el acto interrumpido se vuelve el nuevo modo de la épica.
Podría pensarse que vivimos en una "sociedad del escándalo". Pero en la Argentina esa palabra suena demasiado solemne. Acá preferimos decirlo de otra forma. Vivimos en una sociedad del bardo. Y el bardo tiene un costado curioso cuando ordena el caos. Cada choque, cada abucheo, cada huevo lanzado en una peatonal refuerza la sensación de que el conflicto es la medida natural de lo político.
En el fondo, el mileísmo no inventa nada nuevo. Es la impronta de una época más que la impronta de una figura. Lo que sí marca una diferencia es la consciencia del gesto. La interrupción no lo sorprende, lo incluye. Es como si la resistencia estuviera escrita en el libreto. El líder se nutre del antagonismo, lo necesita. Si nadie lo contradijera se perdería el pulso del relato.
¿Arte conceptual o política?
En medio de esa dinámica, el acto político deja de ser un evento territorial y se convierte en una escena performática. Y ahí aparece la pregunta de fondo: ¿no será que la política contemporánea se volvió una forma de arte conceptual? Una puesta en la que lo importante no es tanto el contenido como sí lo es el dispositivo. No tanto el mensaje, sino que lo que se busca es el efecto.
Mientras tanto, la sociedad asiste, comenta, reacciona. A veces se indigna, otras se divierte. Porque hay también un placer en ver cómo se desordena el orden anterior para crear un orden nuevo. Algo de circo romano, algo de feed infinito donde los espectadores, sin querer, participan del guion porque al compartir el fragmento son parte del ritual.
No se trata, entonces, de criticar ni de aplaudir, sino de comprender. Estamos viendo cómo la política se reconfigura desde sus márgenes. La interrupción, la provocación, la ironía, ya no son gestos de ruptura, son el nuevo lenguaje del poder. Un poder que no busca ordenar. Que busca más bien resonar. Que no pretende convencer, sino que pretende mover la aguja de la atención.
Quizás no sea "la última trolleada del liberalismo", sino la primera forma estable de una política que aprendió a habitar el ruido. Tal vez no sea una anomalía, sino una nueva normalidad. Lo cierto es que el siglo XXI no parece gobernado por el consenso sino más bien por el algoritmo del conflicto.
Y si es así, la pregunta ya no es qué piensa el líder, sino qué efecto produce su aparición, o su ausencia, en nosotros en nuestro triple rol de audiencia, público y ciudadanos. Tal vez, al final, el verdadero acto político sea ese que nos deja pensando incluso cuando no ocurre.