Años más tarde, ese mismo impulso le permitió a Pedro Sánchez estimularlo de forma calculada para aferrarse al poder en Madrid, prolongando así un conflicto que sigue dividiendo a la sociedad española y que empieza a exhibir rasgos cada vez más ligados a la violencia y la exclusión.
La patria como excusa
El estudio del Observatorio Cívico de la Violencia Política en Cataluña, publicado en octubre de 2024, señaló que la violencia política y el odio ideológico son fenómenos casi exclusivamente vinculados al nacionalismo y al secesionismo.
En 2025 esa tendencia aumentó y se expresó de distintas formas: en abril, con las amenazas al vicepresidente de la organización Impulso Ciudadano en su despacho de la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Barcelona, y con la suspensión del acto organizado por la asociación estudiantil S’ha Acabat! en esa misma facultad.
En julio, el clima se tensó con la campaña de acoso contra un colectivo de actrices latinoamericanas por la obra Parla català y con el incendio intencionado de una mezquita en Piera.
En agosto, la hostilidad continuó con el escrache contra la heladería argentina DellaOstia.
Ese mes también se produjeron las agresiones a una librería judía y la grotesca puesta en escena de Ada Colau junto a la “Armada Brancaleone” de Greta Thunberg.
A lo mencionado se sumaron ataques contra turistas, un fenómeno que no solo no remite, sino que se ha ido consolidando.
Todo esto muestra la radicalización de un nacionalismo construido por una élite que sueña con un Estado nacional propio capaz de resolver todas sus limitaciones y mantener sus privilegios.
De Lehman Brothers a “Madrid nos roba”
El primer gran triunfo del nacionalismo catalán puede situarse en 2008, con la crisis que golpeó duramente a la España gobernada entonces por José Luis Rodríguez Zapatero.
Conviene recordar que el problema se originó en Estados Unidos con el colapso de la burbuja inmobiliaria y las hipotecas subprime, lo que derivó en una recesión profunda a escala mundial.
Los catalanistas supieron vincular hábilmente aquella crisis —conocida también como la de Lehman Brothers— y sus repercusiones locales no a un fenómeno internacional, sino a la supuesta sumisión que España “imponía” a Cataluña.
Esa operación cultural, intelectual y política lo cambió todo.
La crisis instaló en muchos ciudadanos, especialmente en los de mayor edad, la sensación de que podía regresar la España pobre de los años de Franco. El infierno tan temido de la escasez se había hecho presente.
Ese temor, muy arraigado en algunas generaciones —que, además, son las que más respaldan propuestas nacionalistas—, permitió que la independencia se presentara como la respuesta directa a la crisis. Solo ella parecía capaz de levar el ancla española que, según ese discurso, mantenía hundida a Cataluña.
El segundo éxito —más atribuible a Sánchez— fue incorporar, aunque al mismo tiempo diluir, el conflicto catalán dentro de una lógica más amplia: el histórico enfrentamiento entre izquierdas y derechas.
Revivir a Franco como actor del presente fue una jugada clave en esa estrategia.
Y asociar al antiindependentismo con la ultraderecha le permitió sumar apoyos en regiones del país que, en términos estrictamente territoriales, difícilmente se habrían alineado con el nacionalismo.
El nacionalismo de palco: privilegios arriba, exclusión abajo
En España, el nacionalismo autonómico, como todo fenómeno social, heterogéneo y complejo, está cimentado también en varios factores. Uno de ellos es el sistema electoral, que sobrerepresenta a los sectores de la llamada España vacía, en general los más aferrados a discursos que exaltan las tradiciones de la tierra.
Una consecuencia de creciente importancia del criterio excluyente del nacionalismo fue el incremento de la inmigración musulmana.
Esto respondió a la intención deliberada de frenar la llegada de migrantes internos —españoles— o hispanohablantes —latinoamericanos— que podían complicar el proyecto nacionalista.
La mayoría de los catalanes usa cotidianamente el español, sobre todo entre los sectores urbanos y populares.
Por eso el nacionalismo catalán también arrastra un marcado elitismo que proyecta un desprecio esencialista hacia quienes no lo respaldan y aumenta su carga sectaria.
Se suma, además, un fenómeno global que en este caso opera con fuerza: una parte importante de la élite se mantiene aferrada a sus valores y privilegios, utilizando su poder —apoyado en el Estado regional— contra las demandas de otros sectores de la sociedad, que ya no quieren seguir pagando ni soportando esos caprichos.
Volver al futuro
Hay un tema poco señalado: la burguesía nacionalista catalana no encuentra su lugar en un presente que le niega proyección más allá de sus fronteras regionales.
A diferencia de lo que sucede hoy, en el pasado —menos mítico— la región contó con antepasados muy recientes que supieron integrarse en corrientes culturales, artísticas y económicas tanto europeas como globales.
Y lo hicieron con un peso y una influencia que ni un idioma distinto ni la ausencia de un Estado propio impedían.
A la pérdida de influencia europea y global se suma que, en el plano económico, Cataluña se está convirtiendo en un peón del juego chino: un esquema que puede generar ganancias, pero que carece de innovación y originalidad.
Por eso tampoco obtiene respeto ni prestigio.
El nacionalismo catalán está atrapado en un círculo vicioso. La frustración crece porque cuanto más anacrónico se vuelve, menos valor e influencia tiene en el plano global; cuanta menos influencia alcanza, menos futuro ofrece.
Y cuanto menor es la proyección hacia adelante, más resentimiento aflora.
El nacionalismo catalán puede tener poder en el presente. Lo que no encuentra es trascendencia.