Algo molesta mucho más al progrepopulismo que las ideas extremas y fóbicas de Jair Bolsonaro: haber perdido su coto de caza favorito, América latina. Se ve en el periodismo y la intelectualidad militante, por convicción o conveniencia, en la furia de los políticos desairados por los votantes, algo insoportable e imperdonable para el socialismo y sus seudónimos.
Es que el neomarxismo trasnacional no quiere competencia. Se reserva para sí el autoritarismo disfrazado con formas democráticas (al principio), la destrucción del orden social y de la sociedad misma, no con métodos estalinistas o fascistas desembozados, sino con la deseducación deliberada, la disolución de los valores morales y familiares; la bastardización del idioma, como modo de imponer su posverdad, o sea sus falsas verdades; el abolicionismo, que en nombre de la tolerancia exponencia el delito y la violencia. La democratización de la droga, que crea generaciones de zombies sin pertenencia, vocación de trabajo, aspiraciones ni límites.
Bolsonaro habría sido calificado de nazi, fascista, gatillo fácil, racista y dictador sólo por haber prometido luchar contra la corrupción, equilibrar las cuentas fiscales y combatir la violencia, aún cuando no hubiera dicho ni una sola de las estupideces que desgranó a lo largo de años, con las que esta columna no se identifica en lo más mínimo.
EFE
Porque el tema no es el carácter del triunfador en los comicios en Brasil, sino la decisión del electorado de salir del sistema disoluto y disolvente al que estaba sometido. Es una sociedad que ha elegido otro camino que considera mejor, cuya decisión se banaliza y ningunea con ensañamiento y desprecio como si el mismo pueblo que era inteligente y brillante cuando eligió a Lula o a Dilma se hubiera convertido de repente en una tribu de caníbales devoradores de negros, homosexuales y pobres en un solo día, sólo por haberse cansado de la esclavitud de la violencia.
En su línea de odio y guerra al que piensa diferente, los tótems de la izquierda uruguaya exageran con el truco dialéctico de suponer la eventual instalación de campos de concentración en Brasil, que además de ser un despropósito recurre al miedo, que parecen no temer los vecinos, para asustar a la sociedad uruguaya a fin de que no se salga de la manada.
EFE
Pero si, por prudencia, se diera entidad a las aprensiones que generan las ideas de un Bolsonaro loco, debería saludarse con beneplácito la designación de ministros de ideas serias y conductas sólidas y formadas, como el caso de Paulo Guedes en Economía o del Juez Sergio Moro en Justicia. Sin embargo, con la unanimidad ovejuna del discurso inducido y luego repetido por sumisión a la fatídica corrección política (inoculada por el gramscismo) llueven críticas contra ambos. Contra el economista, porque intenta impedir que Brasil vaya a la quiebra como país y como sociedad, pecado evidentemente tan grave como el nazismo o el racismo, en la visión socialista, que olvida que el término nazi subsume el concepto de nacional socialismo, que es el que usaron Lenin, Stalin y todos los gobiernos que en ellos se inspiraron.
En el caso del juez Moro, se lo intenta descalificar acusándolo de complicidad para llevar a Bolsonaro al poder -que ahora se perfeccionaría con su designación - mediante la proscripción forzada de Lula. Sólo alguien desprevenido e ignorante de la historia y de los hechos puede tomar eso en serio. Sergio Moro es un juez ejemplar. Desde su designación como juez federal en 1996 a los 24 años, viene produciendo fallos contra el poder de las empresas, del estado y los políticos. Cuando en 2003 toma a su cargo el primer juzgado de crímenes de lavado, sólo había un condenado por ese delito en todo Brasil. A partir de allí, conduce el caso Banestado, donde logró la condena de 97 lavadores, condena luego a 36 corruptos en el caso Farol de la Colina, y actúa como juez invitado por el Tribunal Federal en el caso Mensalao.
Un estudioso del mani pulite italiano, donde los gobernantes ladrones también acusaron al fiscal De Pietro de persecución política, antes de ir presos. (Allí, como en Estados Unidos, se usó la delación premiada, ahora también descalificada por los ladrones públicos, obvio) Moro es la mayor autoridad del subcontinente en casos de corrupción y lavado. Al comienzo de su investigación sobre el Lava Jato, Bolsonaro no existía como candidato, tampoco en 2015 cuando recibe la denuncia sobre Lula. Su tarea en esos casos es jurídicamente impecable. El expresidente no basó su defensa en probar su inocencia, sino en una lluvia de abusivos recursos de amparo y - junto a los demás imputados, en tratar de sacar el caso de Curitiba para pasarlo a la jurisdicción del Tribunal Superior, por razones obvias. Moro refutó ante ese tribunal todos los recursos, y condenó a Lula por una sola de las imputaciones, a 9 años, luego elevados a 12 y medio por el tribunal de alzada. La eximición de prisión le fue denegada al expresidente por el Tribunal Superior Federal por unanimidad de 11 jueces. Todavía quedan otros nueve juicios contra Da Silva, en distintas etapas de desarrollo.
Carl De Souza - AFP
En un país como Uruguay, donde la justicia casi no tiene oportunidad de juzgar a los políticos en el poder, tarea que se escamotea vía los tribunales internos o corporativos de disciplina de los partidos - nunca habría un Lava Jato.
Es obvio que se intente descalificar localmente al juez Moro. De haber actuado en este medio, el saqueo a Ancap no habría terminado en una hipócrita sanción moral por el uso indebido de tarjetas de crédito para compras de calzoncillos, sino con varios años de cárcel. Y en Argentina seguramente estaría muerto.
Nuevamente: quien quiere oír, que oiga.