"Si derrumban Los Palomares y dejan sola a la gente es barrer abajo de la alfombra"

Una investigación ilumina la trayectoria y diversidad del barrio Casavalle

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10 de junio de 2018 a las 18:00

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Cinco años le llevó al antropólogo y filósofo Eduardo Álvarez Pedrosian investigar y escribir Casavalle bajo el sol, un libro que desmenuza la historia de este barrio y sus legendarias viviendas, que comenzaron como un barrio jardín y terminaron siendo una llaga social de pobreza y violencia.

¿Con qué tipo de gente se encontró cuando hizo la investigación en 2005?
A grandes rasgos, con gente laburante. Las mujeres casi todas eran empleadas domésticas. Las mujeres grandes, que emigraron del campo a la ciudad, fueron al principio sirvientas con cama, grandes cuidadoras de niños, de nietos. También mucha gente vinculada a tareas manuales que estaban tratando de adaptar la carpintería al hardware, gente que montaba cibers como forma de subsistir.

También encontré precariedad, angustia, violencia con la presencia de la pasta base y la basura. Hay que ver de qué hablamos cuando hablamos de Casavalle, que es un complejo habitacional ubicado donde estaba la casa de Pedro Casavalle, pero también es la zona amplia que últimamente se la conoce como la cuenca de Casavalle. Es enorme. Ahí hay cosas distintas. Lo que ahora está en la palestra es la Unidad Misiones, Los Palomares. Tienen una historia bastante fuerte. Año 1972, se viene el golpe de Estado, las medidas prontas de seguridad, una situación calamitosa. Se generan esas 540 viviendas en dúplex en tres manzanas superhacinadas para llevar a gente que expulsan de Ciudad Vieja y de los barrios Sur y Palermo, los famosos conventillos de Gaboto. Y después de la propia Unidad Casavalle, que en el barrio es conocido como Las Sendas por la forma que tiene.

Luego las nuevas generaciones empezaron a construir en los fondos. En ese momento se les asignaron viviendas a quienes habían construido y se dio una mezcla. Ahí surgen Los Palomares, que es el lugar al que se le atribuye el origen de todos los males, pero los problemas están más extendidos que esas tres manzanas. Lo que hay es este componente poblacional que viene de sufrir un abandono tras otro y los metés en unas viviendas que eran transitorias pero se convierten en algo eterno. Luego están los temas arquitectónicos. Hay un espacio donde se da el mayor hacinamiento de todo el país. Es algo inusitado en un país que no crece en población. Se genera un ambiente en el que es muy difícil mantener la convivencia.

Hay discusión y posiciones que cuestionan el vínculo entre pobreza y delincuencia, pero no parece casualidad que en el lugar más pobre del país se den estos casos de violencia extrema.
No soy experto en criminología, pero en el libro se aborda esto de que no hay valores cuando existe una genealogía pautada por el alcohol, la droga, el abandono de los huérfanos. Muchos de quienes viven ahí son hijos chicos de familias extensas del medio rural que se criaron sin padre. Muchas mujeres que terminaron viviendo en otros barrios como sirvientas con cama y se confundía el rol entre sirvienta e hija adoptiva.

¿Los vecinos advirtieron rápidamente el cambio que producía la llegada de la droga?
Sí, con la pasta base. Es el mismo fenómeno de lo que pasó en Argentina con el paco o el crack en Estados Unidos. Ahí hay un sistema. Con todas las políticas nos cuesta hacer sistema, con la droga ellos sí hacen sistema, y un sistema internacional. Cuando realicé la investigación veía autos con matrículas extranjeras. Más allá de la delincuencia hay más movilidad de lo que uno se imagina. Hay habitantes que vivieron en el conurbano bonaerense, en zonas similares pero de otros países, por ejemplo en Porto Alegre. Hay una escala de la región platense que sigue estando viva. Pobreza no es sinónimo de falta de plata. Allí corre plata, el tema es cómo corre y para qué se usa. Otro tema es que en estas zonas viven la mayoría de los militares de bajo rango y los policías también. Como dice una mexicana, tienen que vivir armados en dos sentidos, por el arma y por la armadura que debe de tener para soportar la situación. Otro tema que está en el libro es el del racismo. Está lleno de afrodescendientes, muchos expulsados del corralón municipal y del Cordón. Se quintuplica la proporción, igual que en Cerro Norte.

¿Cómo operaban las políticas sociales cuando investigó?
En ese momento y hasta el 2010, operó un cambio fuerte en salud, con policlínicas y también había acciones de ONG y organizaciones religiosas. Lo que siempre faltó fue un abordaje del tema habitacional. Empezó a armarse el plan Cuenca Casavalle cuando salió el libro. Pero ¿qué pudieron materializar? La plaza, el centro cívico y algunas otras cosas. Se avanzó, pero falta sinergia entre las políticas y cómo hacemos ciudad, si no estamos implantando cosas que otra vez no funcionan. Ahora se ve que se pasó del nailon al vidrio. Ves aires acondicionados pero es dentro de la vivienda. Falta el entorno urbano. Uno ve veredas muy mugrientas que al Estado no le importan. Tiene que haber una política especial para un lugar que además de la basura que genera, está la que llevan los clasificadores. Allí la basura es un bien de intercambio, de poder. Puedo tener una casa prolija, pero salgo afuera y tengo un arroyo contaminado, lleno de basura y se sigue dando la misma lógica.

Hay gente que dice que nunca fue al Centro.
Sí, y los jóvenes de 13, 14 años son los más problemáticos: están con muy poca cosa para hacer. En un entorno así, sueltos, ¿a qué se van a dedicar? Los planes para rescatarlos tienen que apuntar a que tomen conciencia de su entorno.

¿En quién confían?
Primero en los vecinos de más antigüedad. Hay una buena imagen de instituciones de la zona, en general religiosas. Hay un descreimiento generalizado de las instituciones del Estado, de promesas que no se concretan nunca.

¿Cómo ve la idea de derrumbar Los Palomares?
Depende de cómo se gestione con los propios habitantes. Qué pasa con el realojo, cómo van a ayudarlos. Si derrumban Los Palomares y dejan sola a la gente es barrer para abajo de la alfombra. Volverá a pasar lo mismo. Y no dejemos escombros ahí, porque los que se quedan, se quedarán ante una imagen de una guerra, generando depresión y mal clima. De hacerse, hay que saber cuál será el destino de los terrenos y de la gente. Si no, es pan para hoy y hambre para mañana. Hay un testimonio de un muchacho de ahí, que estrena una de las viviendas y cuenta cómo arrancó esto. Me dijo: "Mirá, en un momento la barrita de chiquilines estaba en la calle y los adultos no estaban. Y no había escuelas de tiempo completo ni nada de eso. En un momento empezaron a robar, medio en broma medio en serio y aparecían con jamones que les sacaban a los distribuidores. De pronto empezaron a crecer y se convirtieron en profesionales". Otro me mostró una foto y me decía: "Este está muerto, este está muerto, este está muerto". Esto necesita inversión, articulación y atender la condición de los que trabajan con esta población. Los técnicos sociales están en condiciones paupérrimas. No tienen la posibilidad para seguir formándose y pasa lo inevitable: estos fenómenos de precarización terminan precarizándote a vos. l

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