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2020: el legado de un año maldito

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28 de diciembre de 2020 a las 05:00

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La actual pandemia irrumpió en el mundo cual tormenta de arena, impregnando cada uno de los engranajes del complejo funcionamiento de la vida humana. Como un velo arenoso, causó disrupciones a una escala que no se veía, desde la pandemia de la gripe española de 1918, o desde cualquiera de las dos guerras mundiales del siglo XX. Sin embargo, el escenario mundial ya presentaba ciertas vulnerabilidades, sobre las cuales, esta enfermedad ha venido actuando de diversas y muy duras maneras. El covid-19 (coronavirus disease 19) viene acelerando ciertos procesos, interrumpiendo o agudizando otros, o bien ralentizando sólo en apariencia, ciertos conflictos latentes. Pero en su conjunto, su irrupción fulminante en el mundo ha fracturado al 2020 en sus expectativas y pronósticos originales, e instaló en su lugar, un clima de incertidumbre y una dinámica de inestabilidad. Su naturaleza ha trascendido como fenómeno lo estrictamente sanitario, y adquirió, muy rápidamente, un carácter de problema económico, geopolítico y, sobre todo, social.

En su exposición en Davos a comienzos de este año, en pleno enero y ante un mundo aun ajeno a lo que en la provincia china de Hubai se venía gestando como un tsunami viral, la directora ejecutiva del FMI, Kristalina Georgieva, advertía a quienes le prestaban atención, acerca de las amenazas que acechaban a una economía mundial aún convaleciente de la crisis del 2007/2008, en un paralelismo inquietante, con los años que antecedieron al crack bursátil de 1929. A su vez, la economista jefe del organismo, Gita Gopinath, hacía referencia a posibles “shocks externos” que podían actuar como factores capaces de hacer descarrilar una ya trabajosa recuperación en el primer mundo y en los países emergentes. La pandemia, sin duda alguna a estas alturas, se ha convertido en el paradigma del shock externo tan temido, y que aún sigue replicando sus ondas expansivas a todos los ámbitos de la existencia humana.

No está claro aún, como será la salida de esta crisis, a casi un año de su inicio. Las abundantes y diversas especulaciones –algunas lindantes con lo astrológico en calidad de horóscopos, fundamentados con gráficas a modo de un maquillaje de seriedad científica– sobran a estas alturas, junto a una especie de pensamiento mágico de parte de algunos líderes referenciales, que ante la gravedad de la situación, piensan y hablan más desde el deseo que del realismo y el sentido común. Además de ignorar la experiencia que alecciona el pasado, emplean un discurso pueril de apresurado optimismo. La realidad, obstinada en el obrar de su certeza, nos indica que el camino que queda hasta el final de la pandemia, es aun largo, arduo y desconocido.

Un ejemplo de esta desorientada euforia, es la que rodea a la vacuna contra este coronavirus. Luego de un más que precipitado proceso de descubrimiento, síntesis y elaboración, le siguieron otras no menos apuradas pruebas, las cuales, con dudas persistentes mediante, permitirán ahora una aplicación en masa, como la carta de victoria definitiva en contra de la enfermedad. Se sabe muy bien, entre la comunidad científica, que de la prueba clínica al campo definitivo –cuando la vacunación se aplica en serie a humanos– hay un umbral que no admite ni errores ni retrocesos. La rapidez con la que se ha manejado este proyecto, comprime casi al límite los posibles márgenes de error que existen en todo desarrollo farmacéutico, cuando se trata de una vacuna. Recién a partir de mediados de 2021 será posible evaluar en forma más rigurosa, la verdadera efectividad y seguridad de este logro.

Mientras tanto, a lo largo de este sombrío año, la pandemia ha desnudado la penosa calidad de los liderazgos mundiales, a excepción de muy escasos ejemplos. También ha expuesto los crecientes malestares sociales vinculados al racismo, a la xenofobia, y a la intolerancia de ideas, creencias y adhesiones políticas. Estos fenómenos se cocinan en la marmita de una crispación, combinada con la frustración de los encierros y distanciamientos, y por sobre todo, por el justificado miedo la enfermedad o a la muerte, propia o de algún ser querido, junto a la pérdida del empleo o del ingreso y al incierto escenario que, en general, suele construir una crisis global de estas dimensiones y repercusiones.

En el contexto político internacional, la elección de Joseph Biden como presidente de los Estados Unidos devuelve hasta cierto punto, la esperanza de un cambio o de un regreso a lo que se consideraba normal antes de la anomalía de Donald Trump. Sin embargo, no se debe ignorar, que Biden representa en su esencia, todo aquello que por desgaste en credibilidad y en la decadencia de las capacidades resolutivas del sistema político “tradicional”, nos trajo a un Trump, entre otras variantes populistas contemporáneas. Las actuales tensiones con Rusia y China –clasificadas ambas naciones como poderes antagonistas de Estados Unidos y por asociación, con Occidente en general– los problemas que causará el brexit agregados a los que ya padecía la Unión Europea, los descontentos de grandes sectores de las sociedades para con los gobiernos y con los poderes en general, son algunas de las situaciones sobre las cuales la pandemia ha ejercido su efecto exacerbante o revelador.

En el mismo contexto de la pandemia, resulta irónico que ante el avance de una tecnocracia, dispuesta a transformar al mundo desde una narrativa muy cercana a lo utópico, pero que en su impacto sobre nuestras vidas genera condiciones de incertidumbre y de potenciales desajustes, la humanidad vuelve a enfermarse y a tomar medidas colectivas de prevención y aislamiento, tan antiguas y básicas como las que se aplicaron frente a la Peste Negra, durante la Edad Media, o ante la pandemia de gripe inicios del siglo XX. Así, la naturaleza ha coartado nuestra euforia y nos ha puesto en alerta, acerca de un planeta al que también estamos contribuyendo a enfermar, en esa misma visión y conducta de progreso infinito. Con los síntomas del cambio climático como una dolencia, nuestra vida en la Tierra tenderá a convertirse, gradual pero irreversiblemente, en un calvario de sequías, inundaciones y hambrunas, junto a nuevas enfermedades y mayores conflictos sociales.

Tal vez, esta crisis nos termine de abrir los ojos como una sola civilización planetaria, de manera que en 2021, decidamos finalmente implementar, en el colectivo global que se requiere en forma urgente e impostergable, una nueva mirada y un comportamiento responsable definitivo, no desde la política o la economía, sino desde la más primitiva convicción comunitaria de la supervivencia de la raza. Si la vacuna y la responsabilidad social se combinan para arrinconar al coronavirus, el horizonte pospandemia debería ahora ser visto, no como el mundo existente anterior a la pandemia, sino como uno nuevo, de oportunidades aun presentes pero ineludibles, para transformar a nuestro mundo en un ámbito más seguro, estable, y física y moralmente sano.

Ante nuestra irresponsable persistencia en retornar a esa añorada “normalidad”, cual falso paraíso perdido y como si nada hubiera ocurrido, no tardaremos en sentir el peso de nuestra condena. Si 2020 fue un año maldito, dependerá de nosotros que 2021 no sea aun peor. Más que el final de una crisis, debería ser el comienzo de una era para evitar otras aún mayores. Este podría ser el mejor legado posible de un tiempo de pesadilla. Feliz Navidad y año nuevo.

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