Los Talibán no vuelven, simplemente nunca se fueron

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Afganistán: insensatez y cinismo

Inculcar valores como respeto, libertad de expresión y saber diferenciar entre el discurso retórico y la práctica exigen mucho más que armas, guerrillas y coacción
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19 de agosto de 2021 a las 05:01

Escribo estas líneas en un intento de encauzar los sentimientos que me embargan desde que hace escasos cinco días el mundo pareció abrir los ojos y reconocer que los Taliban, aquellos señores malvados que se dedican a destruir esculturas y violentar los derechos de las mujeres en Afganistán, regresarían indefectiblemente. Una mezcla de rabia, desazón e impotencia por el nivel de cinismo de nuestra respuesta colectiva como comunidad internacional. 

Seguimos reaccionando a estímulos fuertes. En esta ocasión, el morbo de recrearnos en imágenes, sean actuales o de archivo, que soliviantan. Sólo parecemos conmovernos cuando vemos niños emaciados por el hambre en Yemen, cadáveres bajo los escombros de la guerra en Siria, y ahora cuerpos femeninos bajo el burka, un nombre que pocos pueden definir pero que asocian invariablemente a la opresión que el islam significa para millones de musulmanas.

Al menos esa es la narrativa que nos suena más cómoda, la misma que se viene abonando desde hace algo más de 20 años, lo que ha durado esta operación en Afganistán y desde que empezó la guerra global contra el terror impulsada por el presidente George Bush Jr.  

En definitiva, hablamos del otro como un cuerpo o el objeto de nuestro rechazo a una religión que presuponemos violenta y una amenaza para la paz mundial. Sin embargo, son pocas las voces que se alzan para derribar los muros que la hipocresía de las grandes y medianas potencias ha tejido en estas dos décadas, en las que se miró a un costado y poco se hizo por restituir derechos, no ya para las mujeres de Afganistán sino para todo el pueblo afgano.

Si en vez de apostar al militarismo y a la intervención interesada de países que mucho pontifican, pero poco sientan de bases para la paz, se hubiera invertido ese despilfarro que ha supuesto la guerra, en educación y proyectos para el desarrollo y en mitigar la corrupción y el sectarismo que corroen a la sociedad afgana, y de otros países en grave conflicto, Líbano o Irak, por citar dos ejemplos concretos, otro hubiera sido el resultado.

Así pues, hoy los medios de todo el mundo codician un testimonio, alguien que corrobore el retroceso que significará un gobierno de los talibanes, sin embargo, pocos cuestionan para qué han servido 20 años de presencia de los mayores y mejores ejércitos en aquel país. La difícil orografía del terreno, el espíritu guerrero de tribus descendientes de Gengis Khan o el entrenamiento que reciben los mercenarios Taliban en Pakistán, son solo una burda explicación de las razones que han llevado a este estrepitoso fracaso de Estados Unidos y de otros países que, por razones diversas, acaban actuando a su imagen y semejanza. 

Si se quería erradicar la amenaza que suponían los Talibán, hubieran apostado a una estrategia diferente. Inculcar valores como respeto, libertad de expresión y saber diferenciar entre el discurso retórico y la práctica exigen mucho más que armas, guerrillas y coacción. Los Talibán no vuelven, simplemente nunca se fueron.

Si el mundo occidental, que hoy se muestra azorado por las imágenes del caos desatado en el aeropuerto de Kabul, no quiere que cada tanto tiempo surjan grupos radicales como Al Qaeda o el autoproclamado Estado Islámico o los Talibán, debe realizar primero una autocrítica y exigir a los gobernantes de los países civilizados, daría para una tesis discutir este término, que no apoyen intervenciones que buscan proteger intereses que no contemplan las necesidades de los pueblos y segundo, exigir que se brinde cooperación para el desarrollo mediante agendas consensuadas con las poblaciones de estos países.

El Talibán encuentra una cantera fértil en los cientos de miles de jóvenes afganos a los que 20 años de guerra les han robado un presente y no pueden siquiera soñar un futuro; el hambre, la pobreza, la falta de oportunidades para concretar un proyecto de vida digno, son los mejores aliados de los Talibán. Llamemos a las cosas por su nombre. Los Talibán son retrógrados y demonizan con sus acciones al islam.

Es fácil señalarlos como culpables. Y los que prometieron llevar la paz, sentar las bases de una democracia y proteger los derechos de las niñas y las mujeres y en su lugar levantaron cárceles, verdaderos centros de tortura y miraron a un costado mientras Afganistán se convertía en la fábrica de opio y heroína del mundo, ¿qué calificativo merecen? 

Afganistán es un país, ¿lo es?, deshecho por décadas de violencia en el que rige un sistema de vida primitivo, propio de tribus y códigos ancestrales. La condición de la mujer no mejoró sustancialmente en estos últimos 20 años. Sin embargo, pronto los diarios occidentales nos contarán del retroceso para las mujeres allí, y cabe esperar que así sea, ¿pero por qué no se cuestiona cómo viven otras musulmanas en países cercanos como Arabia Saudí o Pakistán? El regreso del talibán era una crónica anunciada, desde el momento en que además la administración de Donald Trump firmó un acuerdo falaz con embajadores talibán en Doha a principios del año pasado sin tener en cuenta al Ejecutivo en Kabul.

Desde ese instante, la suerte del gobierno afgano, que en estos años ha sido funcional a los intereses estadounidenses y de sus aliados segundones, estuvo echada. 

Si de verdad al mundo occidental le preocupan los derechos de las afganas hay que dejarse de hipocresías, relatos orientalistas que exotizan a los musulmanes y exigir menos militarismo y  más educación. Los afganos son como cualquier otro individuo, personas con necesidades, anhelos y sufrimientos. Un cóctel fácil de manipular para este o cualquier otro grupo radical.

Estoy cansada de escuchar que el islam niega derechos a la mujer, si esa es una afirmación categórica, entonces hay que atreverse a denunciar a otros países musulmanes, por más aliados de Occidente que se los pinte. 

Mucho me temo que en la sociedad de la inmediatez y del espectáculo en la que vivimos, bajo ese halo de preocupación, gana el morbo por ver cómo se reprimirá a las mujeres afganas. 

Ello retroalimenta nuestro discurso binario y justifica lo injustificable. 

Así las cosas, lo que se ha hecho en Afganistán estuvo mal pero al menos son los “nuestros”, dirán los todólogos que abarrotarán estudios de radio y televisión por alguna pocas semanas,  en cuanto a los “otros”, esos sí son los malos de verdad.

* Mangana es directora de la Cátedra de Islam. Forma parte del Instituto de Sociedad y Religión, depto. Humanidades y Comunicación, y de la Universidad Católica de Uruguay

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