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Ahora, ¿la tercera vuelta?

El proceso electoral no debería eternizarse hasta desvanecer y paralizar el proyecto del nuevo gobierno
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26 de noviembre de 2019 a las 05:01

Aunque las encuestas habían hecho creer que la victoria de la coalición sería más amplia, este resultado por penales igual señala como presidente a Luis Lacalle Pou que, salvo un aborto matemático, asumirá el cargo el 1° de marzo con mayoría parlamentaria propia.

El nuevo gobierno estará acuciado por los tiempos políticos y por la mal llamada grieta ideológica. La grieta es existencial. La mitad del país cree que el Estado, o sea la otra mitad, le tiene que proveer de inmediato de mejor salud, mejor educación, más bienestar y garantizarle lo que define como sus conquistas sociales, que incluyen el derecho a no trabajar. La otra mitad, que es la que paga la factura, no está dispuesta a ver cómo se apoderan del fruto de su esfuerzo, su trabajo y su ahorro, ni a agonizar en la deseducación y la inseguridad.

Por encima de ambas está la realidad. Y ella muestra los efectos de los 15 años en que se satisficieron aquellas demandas de bienestar inmediato y sin contrapartida, de la repulsión al comercio internacional y del ordeñe al sistema productivo y al capital. Que hacen que cualquier viento externo se torne un huracán devastador y amenazante. El sistema que se aplicó en una década y media no resiste más.

Hay consenso en que el nuevo gobierno deberá hacer los cambios y ajustes impostergables para reestablecer un equilibrio vital del que Uruguay no puede prescindir sin convertirse en una hoja al viento de destino incierto y peligroso.

Tiene todos los elementos para hacerlo. Y debe hacerlo. En esa tarea, tendrá que recordar que la democracia permite a la población elegir cuál es el programa a aplicar y los ciudadanos que gobernarán, pero –con cualquier margen de votos– también implica el respeto y la consideración por las ideas y derechos de las minorías que, si bien no cogobiernan, deben tener garantías de que existen controles republicanos que impidan exclusiones, exageraciones o abusos de poder. Lo mismo que reclamó esta columna en la gestión del Frente Amplio, no siempre prolijo en eso.

Esa grieta no se aliviará aplicando soluciones promedio consensuadas, como pareció soñar en su discurso triunfante de derrota Daniel Martínez, que hizo recordar a Macri festejando haber perdido por no tanto. Tampoco se van a resolver de ese modo los problemas orientales de fondo. Los caminos exitosos según la evidencia empírica mundial son otros.

Y aquí otra vez hay que descartar de plano el argumento de campaña de que Macri fracasó con un proyecto similar al de la coalición. Eso es falso. Macri no aplicó ningún plan orgánico, ni hizo ningún ajuste de ningún tipo en sus primeros dos años largos, solo se endeudó para pagar el gasto, hasta que el FMI lo obligó a un ajuste de Excel que recayó sobre el sector privado, aumentó impuestos y retenciones y destruyó empleos. Macri fracasó por no hacer. No por hacer.

Lacalle Pou tiene un plan que felizmente no se basa en aumento de impuestos, que, más allá de la discusión conceptual ideológica, es un recurso que extiende la recesión y demora la baja del déficit y el crecimiento y no siempre es efectivo. Se basa en cambio en una baja del gasto que para muchos no es posible o no alcanza. Una percepción típica de quienes no están acostumbrados a gerenciar. La decisión de bajar el gasto es de política. La baja concreta del gasto es gerenciamiento. Es puntual, quirúrgica, seria, cuidadosa, precisa, valiente y perseverante. No es un ejercicio de planilla de cálculo.

Justamente ese sistema de análisis casi obsesivo, que odian los políticos y los politólogos –y los economistas teóricos– es el que minimiza las injusticias, el que evita las generalizaciones, el que permite confeccionar presupuestos de base cero que no solo fuerzan a establecer y actualizar políticas de estado sino que tienden a la eficiencia del gasto, a la vez que aplicar mecanismos de transición que minimicen el impacto de cualquier ajuste. Por eso la burocracia obstaculiza a ultranza el estudio y la discusión de las partidas, los presupuestos, las funciones y los resultados.

Antes de la asunción de Macri, este columnista publicó varias notas técnicas sugiriendo mecanismos para el abordaje del gasto. Que no fueron leídas o fueron descartadas, da igual. Pero no se reemplazaron por ningún otro sistema mejor de revisión y análisis, con el resultado conocido. Por eso el plan del PN, ahora de la coalición, es viable. Porque se basa en espulgar y expurgar el gasto, en desglosarlo, en el punteo exhaustivo de cada partida. Ese criterio, esa seriedad de procedimientos, es una forma de respetar a la sociedad y una señal de accionar democrático.

En esa línea, la ley ómnibus es el soporte jurídico de un plan integral, el proyecto mismo del nuevo gobierno. Como se ha dicho en este espacio, el Frente, con cualquiera de sus ropajes o formatos, va a oponerse a esa ley y al proyecto con todas sus armas y en todos los frentes. Esa estrategia es la que empezó a trazarse con el mensaje de Martínez del domingo. No importa el Parlamento, no importa quién sea el presidente electo. La resistencia comienza con la negación de la legitimidad del otro.

El Frente representa a la mitad de la sociedad, por ahora. Tendrá que decidir si su misión es inmolarla junto a la otra mitad en nombre de sus convicciones, o aceptar que también el nuevo gobierno quiere lo mejor para todos y merece la oportunidad de determinar el modo de lograrlo. El actual gobierno ha mostrado claramente que no sabe cómo seguir, atado por su dogma.

Sería triste que el frenteamplismo creyera que el fracaso de la coalición es su triunfo. Ahondaría una grieta ideológica final e innecesaria. Uruguay no debe ser la Patria Grande. Debe ser una excepción. La región necesita su ejemplo.

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