Martín Viggiano

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Algo sabe bien más allá de la cordillera

Una nueva recorrida por el país trasandino, esta vez en vendimia, permitió entender por qué allí nacen grandes etiquetas
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20 de mayo de 2014 a las 00:00

POR MARTÍN VIGGIANO

Rompo con mi mano una baya de Carmenere y busco la semilla. Encuentro dos, muy marrones, testimonio natural e inconfundible de la madurez exacta de la fruta. Es otoño y está fresco en Huelquén, al sur de Santiago (Chile). El otoño se apodera de las hojas en las espalderas. Los racimos de uva necesitaron esperar hasta los primeros días de mayo para encontrar su punto justo. Parece increíble, pero es cierto. Cuando en Uruguay los últimos kilos de uva se terminaron de cosechar a principios de abril, en Chile todavía quedaba algo por levantar en el quinto mes del año. Y no se trata de racimos vueltos pasas. Es fruta en su punto óptimo de madurez, sin una arruga.

El hecho responde varias preguntas del secreto de Chile, pero una principal: ¿Por qué los vinos trasandinos son, generalmente, muy buenos? El clima de este país angosto y largo es seco, con brisa de la cordillera y el océano Pacífico. Ello le da sanidad a la vid. Genera amplitud térmica, lo que desarrolla en la fruta una piel gruesa y fuerte, algo que luego servirá para darle más y mejor color al vino.

Este 2014 pude volver a Chile a probar vinos. Pero lo hice en un momento especial, cuando la cosecha terminaba. Por invitación de viña Pérez Cruz, pude cortar Carmenere (la cepa insignia del país trasandino), una variedad que necesita de paciencia y buenas condiciones de suelo y clima para desarrollarse bien. Pero también probé jugo del prensado de uva a pocas horas de haber sido producido. También mostos en diferentes procesos de fermentación, para compararlos luego con el producto final, el vino que los enólogos muestran en botella al público.

Una vez más sentí por qué solo de muy pocos lugares provienen los grandes vinos. En cualquier parte del planeta se puede cosechar uva y vinificar. Pero solo de sitios privilegiados, como Chile, nacen vinos que conmueven el paladar.

Pérez Cruz, además, es un proyecto atractivo desde el momento que persigue imprimir al máximo el terroir en la copa. El emprendimiento de la familia (empresarios del rubro energético) se ubica a 45 kilómetros al sur de la capital metropolitana, en el valle del Maipo. Más exactamente en lo que se conoce como Maipo Alto, o cajón del Maipo. Y al estar prácticamente junto a los cerros que conforman la precordillera de los Andes, la denominación de origen de sus vinos es, desde hace poco tiempo, “Maipo Andes”. Y esa identidad la muestran con éxito en sus vinos. Todos tintos, demuestran en boca una acidez electrizante y jugosa. Eluden a la concentración por la concentración misma. Logran vinos muy gastronómicos, que rescatan la esencia del lugar. Así, en nariz se aprecian aromas a hierbas como laurel, tomillo o romero. Llama la atención esa coherencia en la línea (hasta hoy de diez etiquetas), incluso en vinos como el varietal de Syrah, que es el más fiel a su cepa por los aromas cárnicos y ahumados.

Cuando estuve en Pérez Cruz en octubre de 2013 me gustó la definición de Víctor Arce -uno de los enólogos- sobre que sus vinos son “verticales”. El vino toma el paladar de forma directa y no empalaga las paredes de la boca como hacen los vinos de concurso, opulentos, que rápidamente pueden impactar y llenar el ojo, pero que a la larga cansan y aburren.

Los profesionales de la industria chilena saben que en ese país es difícil hacer malos vinos. En todo caso el desafío es lograr grandes vinos, muy por el contrario a lo que pasa en Uruguay, donde se celebra como un milagro que una botella nos conmueva. Como sea, Chile debe ser –como lo es- una referencia ineludible.

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