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Crónica de una muerte anunciada

La charla, de Linda Rosenkrantz, es una novela experimental a tres voces que retrata los éxitos y fracasos de una generación que quiso cambiar el mundo
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28 de mayo de 2017 a las 05:00
A veces es difícil no caer en el estereotipo cuando se piensa en la generación de jóvenes estadounidenses que durante la década de 1960 intentó subvertir el orden mundial a base de paz y amor. La imagen del hippie pelilargo acompañado de una o varias chicas, drogado hasta las patas, con su perro, su collar de hueso, su vincha y su Volkswagen Kombi decorada de forma escandalosa, forman parte ya del imaginario colectivo.

Lo cierto es que también hubo otros jóvenes que sin recurrir a toda la parafernalia hippie adoptaron los preceptos del movimiento sin perder nunca su condición de burgueses bien acomodados, sin renunciar nunca a sus lujos, su dinero, su posición social. A la certeza de que al volver a casa, tras la noche interminable, siempre hay una cama y un plato de comida caliente esperando al extenuado transgresor.

A este último grupo pertenecen los tres personajes de La charla, una novela que no es una novela, ya que se trata en realidad de una grabación muy extensa entre amigos que realizó la autora en el verano de 1965, que luego trasladó al papel en forma de diálogos, por lo que el resultado final se parece más a una obra de teatro.

Marsha, Emily y Vincent forman un triángulo complejo, que a veces es amoroso, muchas veces sexual, casi siempre amistoso y constantemente reflexivo sobre los actos de sus integrantes, que se lo cuentan todo sin pelos en la lengua.

Desde sus experiencias sexuales hasta los viajes psicodélicos con LSD, pasando por sus anhelos, sus problemáticas familiares, los lazos que los unen y las cosas que quizá los separen más adelante, cuando la juventud se vaya a otra parte.

Quizá lo mejor del libro sea que conserva la fuerza del relato oral en todo su esplendor. En un santiamén, los personajes pasan de hablar de temas trascendentes a comentar los peligros de comer mariscos o las bondades de la mayonesa. De un capítulo donde alguien cuenta penas del pasado se pasa al siguiente, donde Marsha y Emily juegan a elegir con quién se acostarían: ¿George Washington o Abraham Lincoln? ¿Norman Mailer o Philip Roth? ¿Sinatra o Belmondo? ¿Goebbels o Goering?

Los nombres propios de famosos se acumulan a lo largo de todo el texto, que habla mucho de los protagonistas pero también de los referentes culturales de la época, de Andy Warhol, Susan Sontang, André Guide, Scott Fitzgerald, Bob Dylan o Jean Genet.

Y ese es justamente el talón de Aquiles de un texto que pierde fuerza por querer abarcarlo todo y al final se queda sin nada. Además, y hay que decirlo sin eufemismos, cualquiera de los tres protagonistas son en realidad bastante limitados en el alcance de sus planteamientos filosóficos a pesar de que ya tienen 30 años cumplidos.

El otro gran hándicap de La charla es la obsesión por la psicología de todos los protagonistas, que no solo van a terapia constantemente, actividad que rige sus vidas sin que parezcan darse cuenta, sino que todo lo que se narra pasa por un tamiz freudiano, lo que termina por agotar al lector. Se entiende la obsesión de los jóvenes por mirar hacia adentro, por intentar entenderse para después entender un mundo que cambia vertiginosamente, pero cuando cada acto por nimio que sea es analizado, cansa.
Las partes sexuales de la obra son las que más sonrisas le pueden sacar al lector, pero ha pasado tanta agua bajo el puente que los tríos, las orgías, el sadomasoquismo y el amor libre, no logran ya impresionar mucho a nadie.

La charla es un experimento social válido, pero de corto alcance. Quizá su máximo aporte sea, irónicamente y para desesperación de Linda Rosenkrantz, que queriendo exaltar los valores de un movimiento señala cada uno de los aspectos que lo llevaron al fracaso.

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