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De libertades y escapes: cuando la carretera es parte de las vacaciones

Ignorada y tomada como una etapa circunstancial, la ruta es una parte fundamental de las vacaciones y tiene una influencia histórica en la cultura popular
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14 de enero de 2019 a las 09:34

A la hora de elegir playas de verano, en casa siempre se miraba al norte. Las costas azules y enormes del este uruguayo quedaban relegadas por ser insólitamente frías para mis padres; ellos las habían disfrutado de jóvenes pero ahora, con nosotros encima, querían otra cosa. Así, de a poco los dos se fueron encariñando con un destino que siempre quedaba más arriba de los límites nacionales, pasando la frontera Rivera-Santana do Livramento, ahí donde los gauchos pasan a ser gaúchos y donde el portuñol le da paso al portugués. Sí, ahí, el Brasil más próximo. 

Para llegar había –sigue habiendo– dos caminos entre los que elegir: por aire o por tierra. La decisión, creo, nunca llegó a plantearse; el avión era medio más veloz para alcanzar los parajes de la isla de Santa Catarina, pero era ostensiblemente más caro y bastante menos práctico. Además, se decían y nos decían, el Litoral no queda tan lejos de Florianópolis, Bombas y Bombinhas o Torres. Es un rato.

Así entonces, mi familia –que en aquel entonces todavía estaba reducida al número usual de integrantes en un núcleo familiar promedio, ahora somos 5 hermanos– cargaba los bolsos, las mochilas, las conservas, las sombrillas, el tejo, los refuerzos para el viaje y el tanque y partía con dirección a las siempre exóticas tierras brasileñas. Los dos días que duraba el trayecto –o al menos esa era la duración predeterminada que el pie de mi padre en el acelerador le daba al viaje– eran extraños, cambiantes. Las horas transcurrían entre veo-veos jugados a desgano, períodos de silencio y sueño, libros que leía solo yo, los discos de Marco Antonio Solís y Michael Bolton cantados al unísono y las peleas que muchas veces terminaban con el auto parando en seco en medio de la BR-101, con una reprimenda paterna incluida. Viendo como los cerros locales se convertían en los morros brasucas, el punto medio llegaba en la siempre nocturna Osorio, ciudad de Rio Grande do Sul famosa únicamente por sus vientos semi-huracanados y sus pizzas con bordes rellenos. O eso, al menos, recuerdo yo. 

Pero tras la tediosa introducción rutera, llegábamos a las playas y todo quedaba en el pasado, que se olvidaba hasta que tocaba dar la vuelta y emprender un viaje que, siempre, era mucho más turbulento, largo y camorrero. 

A pesar del mal sabor de boca que en aquella época me dejaba el ir y venir entre Uruguay y Brasil, la ruta reprodujo un efecto extraño en mí. Se podría decir que me conquistó. El tránsito, ese estado que por momentos parecía ser lo único que existía y que hacía discurrir los elementos exteriores por la ventanilla del auto de manera constante, se incrustó en mi –por entonces– infantil cabeza de una manera irreversible. Me aburría soberanamente, claro, pero también sentía que aquello estaba bien, que en aquellas venas asfaltadas que se metían entre los morros brasileños y que partían al medio la selva y el mar, había un espacio virgen de la vida que yo podía tapizar con pensamientos, sueños y todo lo que quisiera. Me di cuenta, con el tiempo, que la música nunca suena mejor que en la ruta, que es allí donde el cuerpo se siente más descansado, que es mirando por la ventana donde se puede identificar y repensar la felicidad.

Hoy, identifico que pocas veces me siento más unido a alguien que cuando comparto carretera, cuando lo único que hay es ese universo alternativo que puede durar lo que cada uno quiera que dure. Lo sé bien: nunca mi familia fue tan familiar, ni mis amigos tan íntimos, como allí. Como en el camino.

De Beatniks, géneros y promesas

El amor a la ruta tiene mucho que ver con el amor a la libertad. Lanzarse a la carretera tiene, desde siempre, una connotación aventurera que funda su ímpetu en la necesidad de expandir los límites, de no tener una ciudad como muro de contención, de esa promesa que guarda cada destino y las fantasías que podemos generar sobre él antes de llegar. No hay otra sensación igual, nada se compara con sentir el asfalto bajo las ruedas, la música que acompaña el paisaje, el mundo que se abre, que se expande.

Esa persecución de la libertad original, de la regresión intencionada a las raíces nómades del ser humano, fue la gran gestora de varios movimientos culturales que se crearon al pie de la ruta. En el camino, la biblia de la generación beat, es una de las cartas de amor a la ruta más intensas que se hayan escrito. Las aventuras de Sal Paradise –Jack Kerouac– y Dean Moriarty –Neal Cassady– dejaron un montón de escenas y frases para la posteridad –“Estaba contento de nuevo. Lo único que necesitaba era un volante entre las manos y cuatro ruedas sobre la carretera.”– y moldearon a las generaciones más jóvenes de la década de 1950 que se lanzaron a cruzar EEUU de costa a costa con ganas de cumplir el mismo sueño. Creo que, de haber sido contemporáneo, hubiera hecho lo mismo.

La carretera ha sido tan importante en la cultura universal que hasta tiene su propio género cinematográfico. Las road movies, esas producciones que transcurren a bordo de motos, autos o camiones, y que atraviesan paisajes de increíble belleza bucólica y melancólicos poblados fantasmas, gozan de un prestigio atemporal y siempre –siempre– se las arreglan para ser enormemente disfrutables. ¿Las mejores? No sé. Yo me quedo con Paris, Texas, Hacia rutas salvajes, Pequeña Miss Sunshine, Easy Rider y Casi Famosos.

Justamente, este último ejemplo une al cine de carretera con la música de carretera. Porque así como hay películas cuya trama gira íntegramente alrededor del largo asfaltado campestre, también hay bandas que parecen estar hechas para ella. Creedence, Bruce Springsteen, The Doors, los Rolling, Bob Dylan, Jonnhy Cash; hay para entretenerse y elegir. La propia historia de la música está surcada por las horas que los artistas pasaban trillando caminos. ¿Cuántas canciones se habrán compuesto durante los tiempos muertos de las giras, cuantos discos habrán germinado mientras en la radio sonaba Downbound Train y todos los miembros del tour coreaban a The Boss?

Pero todo este caldo cultural en torno a la figura de la carretera no es más que un acompañamiento seleccionado bajo parámetros muy personales y arbitrarios. Cualquiera puede elegir, de golpe, un puñado de canciones o películas esenciales que le hablen de este lugar bajo sus propias condiciones. Cada uno tendrá, además, una manera propia de procesar la inevitable situación de enfrentarse a un nuevo viaje carretero en cada nueva licencia. Supongo que lo que se quiere siempre es llegar de una vez, y la intención es más que válida; sin embargo, es seguro que el trayecto puede llegar a ser una instancia tan inolvidable como la propia estadía en el destino elegido. 

Estamos hechos, a fin de cuentas, para transitar por el mundo, para recorrerlo, caminarlo, descubrirlo. Somos nómades. Vamos de acá para allá, nos gusta la ida y la vuelta. Aunque la carretera sea tomada en ocasiones como un símbolo de progreso agresivo, también es casi el único vehículo que tenemos para escapar y ser auténticamente libres por un rato de un mundo que nos aprisiona con su hiperconectividad. Por eso, prefiero seguir enamorado de su aire romántico –tal vez un poco en arcaico– y confiar en lo que dice Jack Kerouac: en ocasiones, no se necesita más que un volante entre las manos y las cuatro ruedas en la carretera para ser feliz. 
 

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