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Deseo para un año nuevo y Bello por dentro

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29 de diciembre de 2019 a las 05:00

Estimado Leslie:

Deseo para un año nuevo

Hace años escuché a Fernando Savater decir que existen dos parcialidades clásicas entre quienes nos dedicamos a la Filosofía: la de los platónicos y la de los aristotélicos. Esta idea me causó mucha gracia al principio, tanto, que en una época me entretenía identificando a los diferentes filósofos con Nacional o Peñarol, según sus aparentes parentescos. Era un hábito divertido –hasta pedagógico, le confieso– y aunque claramente absurdo, ello no desvirtúa la observación de Savater en su cuota parte de realismo. Entre otras cosas, porque entendí que debía existir una razón inconsciente para imaginar a los platónicos, y no a los aristotélicos, en el bando tricolor: si yo soy de Nacional, pensaba, eso quiere decir que, aún reconociendo la genialidad del Estagirita, mi corazón se inclina más hacia su maestro.

Claro que Aristóteles es un magnífico filósofo, y también me ha tocado tener extraordinarios maestros que, en su mayoría, resultaron ser aristotélicos. Sin embargo, a la hora de elegir, como con el té o el café, Platón ha sido siempre mi predilecto. En ese sentido, comulgo plenamente con su compatriota Alfred North Whitehead, cuando afirmó que “Toda la filosofía occidental es una serie de notas a pie de página de la obra platónica”. Reconozco que es discutible, pero muy a menudo recurro a esta frase para mostrar cómo ciertos conceptos y reflexiones de los más diversos filósofos con los que me encuentro se conectan con una idea plasmada en algún dialogo de Platón. Entre los diferentes grupos que coordino, hay uno dedicado a estudiar la obra del filósofo de “anchas espaldas”, según el apodo puesto por su profesor de gimnasia. La semana pasada concluimos el año con la lectura del final del Fedro, que resultó ser una maravillosa oportunidad para rematar o, más aún, para comenzar un año nuevo.

De todos los diálogos platónicos, el Fedro es uno de mis favoritos, principalmente porque, en contraposición a su clásico racionalismo, en él Platón reconoce la fragilidad del alma humana y sus apremios. Esto se ve en la defensa que hace Sócrates a la locura del amante (cuyo espíritu se ve provisto de “alas” que lo elevan hacia la contemplación del Bien, la Verdad y la Belleza), y también al cuidado especial que merece la retórica como el “arte de conducir las almas”, ya que un cualificado orador malintencionado puede seducirlas fácilmente, guiándolas hacia el mal y la ignorancia. En el Fedro uno se encuentra con un Platón dispuesto a reconocer que, en el ejercicio de disponer de nuestro propio destino, la razón no es siempre suficiente. Ya no se trata, como en La República o el Fedón, de controlar o reprimir las pasiones con el objetivo de conducir a la razón hacia el saber. En el Fedro, por el contrario, Platón admite que el alma debe ser impulsada por la pasión –entendida como “inspiración divina”– para poder moverse y actuar en pos de una vida buena.

Esta “pasión por la que el alma pasa a una mayor perfección” no procede meramente de nuestro juicio o volición racional–como creyó Kant–, sino que depende asimismo de lo que los griegos llamaron tyché (fortuna o destino). Si bien la actividad racional nos salva de ser esclavos de nuestros apetitos e inclinaciones inmediatas, también es cierto que nuestro sentido del valor se sostiene en algo que existe fuera de nosotros y que escapa a nuestro control. Allende al hecho de que nuestra vida debe ser racionalmente examinada para ser digna de ser vivida, debemos reconocer nuestra fragilidad y necesidad de ser alimentados por una “buena fortuna”. Es por esto que Platón decide rematar el Fedro con una plegaria, donde Sócrates le ruega al dios Pan que le conceda “ser bello por dentro, y todo lo que tengo por fuera se enlace en amistad con lo de dentro; que considere rico al sabio; que todo el dinero que tenga sólo sea el que puede llevar y transportar consigo un hombre sensato”. Así, a la hora de pedir un deseo para este año nuevo, nos viene bien recordar que el alma humana es como la vid del poema de Píndaro, frágil y endeble. Y que, junto a la voluntad, necesitamos de la fortuna para la conquista de nuestros objetivos. Porque, al final, somos siempre una combinación fascinante de un hacernos a nosotros mismos y ser hechos por el “fresco rocío”, todo al mismo tiempo. 

Bello por dentro

Estimada Magdalena:

Me ha dado mucha alegría descubrir en El Observador digital de estos días los cuentos de Navidad. A medida que envejezco, la Navidad se me hace más y más necesaria. Y agradezco cada esfuerzo que alguien hace para devolverle su original sentido.

Me pregunto a veces si nuestros lectores esperan de mis intervenciones matices más pintorescos, con un enfatizado britanismo. O si les gustaría que me detuviera en describir los paisajes y los edificios de esta vieja ciudad de Oxford, con visitas al Eagle and Child o a la habitación de Oscar Wilde en el Magdalen College. Pero eso supondría una capacidad de la que carezco. Me resultaría imposible trasladarme en bicicleta, o ir al dentista, o contratar un techista, o preparar la cena para mi traductora en jefe, o marcar tarjeta en las bibliotecas del Trinity College en Oxford y, al mismo tiempo, permanecer en Oxford como un poeta o como un turista.

La única manera de ir al dentista y ser un tipo ordinario en Oxford es, seguramente, convertir a Oxford en una ciudad ordinaria, desvestida de todo ese encanto y esa mística que quizás algunos esperan de este Bibliotecario.

Sin embargo, cuando la Navidad llega, me gustaría ser un poco poeta. Sería la única manera de no ser injusto con ella. Creo que, en esta sociedad enferma de ruido (la expresión debe de ser de Kierkegaard) hay que hacerse capaz de escuchar la música que llega desde el Pesebre.

Convertirnos en una versión distinta y mejor de nosotros mismos, para poder no solamente mirar al Pesebre, sino ver lo que hay en el Pesebre: el Niño que hará del Amor un mandamiento. Supongo que Sócrates sintió –¡y era Sócrates!– esa necesidad de conversión (que en griego se dice metanoia y es una de las categorías centrales del Evangelio) cuando rogó “ser bello por dentro, y que todo lo que tengo por fuera se enlace en amistad con lo de dentro”. Y entendió que, en parte al menos, el principio de esa transformación virtuosa “escapa a nuestro control”.

Los cuentos de Navidad, cuando son buenos, van también por ahí. (Digo “cuando son buenos”, porque debo advertir que también se han producido ficciones insoportables, especialmente en el cine). Un buen cuento de Navidad se construye, a mi parecer, dentro de lo que se ha dado en llamar el espíritu de la Navidad, pero no requiere que sus protagonistas sean Jesús, María y José. Requiere, en cambio, la presencia de algunos lugares narrativos que, por supuesto, están presentes en las selecciones de El Observador.

El más importante: la nostalgia de un bien ausente que mueve al protagonista hacia ese bien, como para mirarse en él. En los cuentos de Navidad, el héroe está escandalosamente privado de visión, respecto de sí mismo, o de cualquier cosa que sea esencial para su vida. Pero, precisamente a lo largo de sus páginas, se le permite ver. ¿Ver qué?

En A Christmas Carol, Charles Dickens permite que Ebenezer Scrooge se asome a su propia maldad y vea lo que su avaricia y su egoísmo han causado. Esta visión produce en Scrooge la metanoia. Ya nunca volverá a ser el mismo, sino alguien mejor.

En el maravilloso film de Frank Capra ¡Qué bello es vivir!, el ángel de Dios permite que George Bailey, se asome, en cambio, a la bondad que hay en él mismo y vea los frutos de su generosidad y su amor. Esta visión produce en George Bailey la metanoia. Ya nunca volverá a ser el mismo, sino alguien mejor.

El reconocimiento del bien que hay en él se traduce en una alegría desbordante que lo lleva a recorrer las calles de Bedford Falls bajo la nieve, abrazando a todos y gritando a diestra y siniestra: ¡Merry Christmas!… Sí: ¡qué bello es vivir!

En la primera Nochebuena –aún no se habían inventado los cuentos de Navidad–, un ejército de ángeles bajó del Cielo y entregó a los pastores este mensaje: ¡Vayan a Belén y vean!

¿Ver qué? Al Niño en el Pesebre. Al Niño que inventó el Amor. Visión. Metanoia, Nostalgia de llegar a ser “bellos por dentro, y todo lo de fuera enlazado en amistad con lo de dentro”.

Ya se lo he dicho privadamente: en este próximo enero, acometeré la lectura de Fedro. ¿No es éste uno de los diálogos sobre el amor? He comprado una excelente versión digital pero, si en algún momento me pierdo, le pediré ayuda, abusando de su bondad, Magdalena. l

¡Feliz Año Nuevo!

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