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El amigo se transforma

Las despedidas de solteros son ritos que mantienen la algarabía de los últimos momentos antes de decisiones que alteran para siempre la vida
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10 de marzo de 2019 a las 05:00

Un gran amigo se casa y ha confesado, con una particular mezcla de humor y verdad, que lo tiene más nervioso la despedida de soltero que el casamiento en sí mismo. Porque la cantidad de ilusión que ha acumulado para juntarse con un grupo de amigos –cada uno con su particularidad y sus circunstancias, cada uno con sus obsesiones y berrinches– posee una buena dosis de alegría e imprevisibilidad que la boda, inevitablemente, no tiene.

Bromas aparte, desde casi el principio de los tiempos, los ritos de pasaje han tenido un valor decisivo en la vida de las sociedades. Los casamientos están cargados de un orden, de una liturgia que ha abrevado por los siglos de los siglos en la importancia del acto: la pareja tomará una decisión que, por lo menos al momento de dar el consabido “sí”, parecería ser para el resto de la vida. Por lo tanto, las horas previas son de una trascendencia feroz. 

Ignoro la época en que comenzaron los casamientos (aunque arriesgo el Neolítico, cuando el hombre empezó a asentarse y trabajar la tierra), pero seguramente poco después se inventaron las despedidas de soltero. Existen registros de estos ritos en la antigua Mesopotamia, ciudades griegas como Esparta o luego en la venerable Roma, rectora de buena parte de las costumbres todavía hoy en el siglo XXI.   

En comparación con la boda, la despedida de soltero contiene otro ímpetu, otra energía, otro riesgo. También la franca camaradería de los pares, la hermandad de quienes se juntan con el mero objetivo de pasar bien y hacer pasar bien al que se animó a rodear su dedo anular con una fina banda dorada. 

El cine ha puesto lo suyo en la mitología de las despedidas. Más allá de que una noche demencial pueda culminar, o no, con un tatuaje en la cara o con un golpe al tigre de Mike Tyson, las despedidas de soltero –como los bautismos, las comuniones, los cumpleaños de 15, los bar 
mitvahs o las fiestas de egresados– constituyen nudos de unión entre los amigos y familiares, producen los vítores de mayor algarabía, las mejores fotos, los mejores recuerdos.  

Para los que ven el casamiento como una cárcel, la despedida se vuelva la gran oportunidad de gastar los últimos momentos de libertad social. El desenfreno y el desborde llamarán a la puerta de esa casa más temprano que tarde. Para los que jueguen una carta menos violenta, la reunión –tanto la mixta, con amigos de ambos integrantes de la pareja, como la “monoamigos”– puede ser una auténtica ocasión hedonista.     
Cada sentido tiene su papel, en leyes no escritas que forman el hecho cultural. El paladar es rector: una buena parrilla tiene que aparecer, para fiesta del olfato, regada como corresponde en una escala que (en general) siempre supera expectativas, que con el pasar de las horas se revelan ingenuas. El oído se ameniza con música provista por los guitarreros comprometidos, al tacto de los acordes.   

Entonces la mente se suspende, se condensa una especie de tiempo detenido, de cápsula invisible en la que las horas transcurren en otro modo, en otra frecuencia. El almuerzo se estira en la merienda; la cena, de pronto, se convirtió en extraño desayuno. Al principio, el estómago engaña al alma, pero luego la seduce y la convence.  

El cine ha puesto lo suyo en la mitología de las despedidas. Más allá de que una noche demencial pueda culminar, o no, con un tatuaje en la cara o con un golpe al tigre de Mike Tyson, las despedidas de soltero –como los bautismos, las comuniones, los cumpleaños de 15, los bar 
mitvahs o las fiestas de egresados– constituyen nudos de unión entre los amigos y familiares, producen los vítores de mayor algarabía, las mejores fotos, los mejores recuerdos.  

Hace unos años, circuló un polémico audio del relator Víctor Hugo Morales refiriéndose a un militar que, durante el período dictatorial, recibía la noticia de un traslado. “Cuando un amigo se va…”, recitaba Víctor Hugo al amigo que partía. Cuando un amigo se casa, no siempre se va. Sí se embarca en un camino lleno de seguridades y misterios, que de a poco lo alejan de aquella reunión que lo precedió. Pero ninguno, creo, olvidará los abrazos, los besos, el alegre desorden de los gritos eufóricos que suceden a cada descorche.

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