Lo iban a matar por una caprichosa interpretación de la Ley Lindbergh, establecida en 1933 California, después de la conmoción nacional por el secuestro y asesinato del bebé de 20 meses de Charles Lindbergh, el aviador estadounidense considerado un héroe nacional cuando en 1927 realizó el primer vuelo sin escalas desde la ciudad de Nueva York a París.
Desde su condena en 1949, Caryl Chessman estudió Derecho y Latín; se defendió a sí mismo, pero también con el auxilio de abogados muy prestigiosos, y se convirtió en autor de tres libros autobiográficos y de una novela que eran éxito de ventas e, incluso, llevaron a que se lo propusiera para el Nobel de Literatura.
Él mismo reconocía que no había sido ni era un buen tipo. Tampoco ocultaba los crímenes que había cometido, pero aseguraba que no era el autor de los que le valieron la condena.
“No me considero héroe ni mártir. Al contrario, soy un tonto que se da cuenta de la naturaleza y la calidad del desatino de sus primeros años de rebeldía. Aprendí muy tarde, y sólo después de llegar a la celda de la muerte, de la hermandad del hombre y de la responsabilidad que individualmente tenemos”, escribía en su carta al periodista Stevens la noche del 1° de mayo.
Para 1960, su lucha lo había transformado en una bandera contra la pena de muerte. El papa Juan XXIII, Marlon Brando, Norman Mailer, Brigitte Bardot, Eleanor Roosevelt, Pablo Casals, Aldous Huxley, Ray Bradbury y muchas otras personalidades pedían por su vida.
El cantante Ronnie Hawkins lo apoyaba con una canción, “The Ballad of Caryl Chessman”, donde clamaba: “Que lo dejen vivir... que lo dejen vivir”. Su rostro había sido tapa de la revista Time.
Ya sumaban ocho las veces que se había salvado, en alguna ocasión por cuestión de horas o de pocos minutos, de la ejecución.
La noche del 1° de mayo de 1960, mientras Caryl Chessman escribía su última carta, el abogado George Davis, recorría desesperado la distancia que separaba la Corte Suprema de California hasta la Corte Federal del Distrito en un nuevo intento de salvarle la vida.
Carol, Caryl, Witth
Archivo del Movimiento por los Derechos Civiles de Estados Unidos
En su partida de nacimiento, Caryl Chessman se llamaba en realidad Carol Whittier Chessman, nacido en el Estado de California el 21 de mayo de 1921. No tuvo una infancia agradable, ni en su casa ni en la escuela, donde rápidamente empezó a exigir a sus compañeros –a veces a los golpes– que lo llamaran Caryl y no Carol, un nombre muy varonil en danés pero que en el sur estadounidense sonaba irremediablemente femenino. Lo logró.
De chico, su salud fue precaria: tenía siete años cuando un asma bronquial aguda casi lo lleva a la sepultura y, cuando apenas se estaba recuperando, una encefalitis viral volvió a ponerlo al borde de la muerte.
Como si las enfermedades graves no fueran suficientes, su propio padre estuvo a punto de matarlo cuando tenía diez años. El hombre se había quedado sin trabajo, víctima de la Gran Depresión como tantos millones de norteamericanos, estaba ahogado en deudas y con el agravante de una esposa paralítica a causa de un accidente de auto. Desesperado, intentó acabar con el chico metiéndole la cabeza dentro del horno con el gas abierto. Nunca quedó claro si falló o se arrepintió a tiempo.
En la adolescencia, prefirió la calle a las aulas, en las que no se sentía nada cómodo, y comenzó a cometer pequeños robos primero y después, con otros pibes de su edad, a robar autos con el recurso de abrir sus puertas con una barreta y hacerlos arrancar con un puente en el cableado.
Lo detuvieron por primera vez a los 16 años, precisamente por robar un auto. Durante los siguientes diez años entró y salió de la cárcel varias veces por robos y algún asalto a mano armada.
Años más tarde, ya condenado a morir en la cámara de gas, contaría esa etapa de su vida de manera magistral en la primera parte de su primer libro, Celda 2455. Pabellón de la Muerte, pero utilizando un diminutivo de su segundo nombre para identificarse, Witth.
El bandido de la luz roja
Caryl Whittier Chessman tenía 26 años cuando salió por última vez de la cárcel, después de cumplir una condena por robo. Corría 1948 y, poco después de que saliera en libertad, la ciudad de Los Ángeles se vio sumergida en el terror por las tropelías de un criminal al que los medios no demoraron en bautizar como “El bandido de la luz roja”, porque utilizaba una similar a la de los vehículos sin identificación de la Policía para engañar a sus víctimas.
Actuaba en las zonas que popularmente se conocen como “villa cariño”, donde las parejas jóvenes de la ciudad iban a, precisamente, intercambiar gestos de cariño sin necesidad de pagar un hotel.
El 3 de enero de 1948, dos hombres robaron un negocio de mercería en Pasadena a punta de pistola. La dueña dijo que le parecía que se trataba de una .45 semiautomática. Diez días después, dos hombres, utilizando también una .45, robaron una cupé Ford en la misma ciudad. La Policía sospechó que se trataba de los mismos delincuentes.
Hasta ahí se trataba de robos a mano armada, pero el 18 de enero, un hombre que se movía en otra cupé Ford igual o muy parecida a la robada en Pasadena, con una luz roja montada sobre el techo, detuvo a una pareja que estaba dentro de un auto en Malibú Beach. Los amenazó con una pistola .45, les robó lo que llevaban encima y se fue sin hacerles nada más.
Unas horas después, ese mismo día, otra pareja fue asaltada de la misma manera cerca del estadio Rose Bowl.
Al día siguiente, 19 de enero, otra pareja fue asaltada por “El bandido de la luz roja” cuando iba en auto por el camino Mullholland Drive, en una colina de West Pasadena. Un auto, probablemente también una cupé Ford, con una luz roja, los detuvo y el conductor, a punta de pistola, obligó a la mujer, Regina Johnson, a practicarle sexo oral.
El 22 de enero, cerca del lugar del asalto anterior, otra pareja fue interceptada por el auto con la luz roja y el asaltante obligó a la chica, Mary Meza, de 17 años, a bajarse del auto e ir hasta unos árboles cercanos, donde la violó bajo amenaza de matar a su novio si se negaba.
La detención
La noche del 23 de enero, los tripulantes de un patrullero de la Policía de North Hollywood vieron pasar una cupé Ford que coincidía con la descripción que habían dado las víctimas de los asaltos sexuales y también los testigos de una tienda de ropa en Redondo Beach pocas horas antes.
Lo persiguieron y debieron cerrarle el paso para que se detuviera. Los dos tripulantes de la cupé modelo 1946 se entregaron sin ofrecer resistencia. Los policías los identificaron como Caryl Chessman y David Knowles.
Durante los tres días siguientes Chessman y Knowles fueron interrogados por la Policía. Había cosas que no cerraban: los dos delincuentes venían actuando juntos y reconocieron varios robos, pero ninguno de los dos admitió ser “El bandido de la luz roja”, que más bien parecía ser un lobo solitario.
Además, en los reconocimientos, las víctimas descartaron a Knowles y sólo dos de ellas –Mary Meza y Regina Johnson– creyeron reconocer a Chessman como el asaltante violador, aunque no estaban totalmente seguras.
Finalmente, Chessman terminó confesando ser “el bandido de la luz roja”, pero en la primera audiencia judicial se retractó, diciendo que le habían sacado la confesión bajo tortura.
“Yo no soy un violador, nunca lo fui. Yo soy un ladrón”, le dijo al instructor.
Knowles confesó haber robado varios comercios en complicidad con Chessman y fue juzgado por eso. Lo condenaron, aunque pronto fue revocada la sentencia.
En cambio, Caryl Chessman quedó a las puertas de un juicio que podía marcar la diferencia entre la vida y la muerte.
Condenado a muerte
Inocente o culpable, Caryl Chessman cometió un grave error cuando afrontó el juicio. No se negó a ser asistido por abogados defensores, pero sólo aceptó que lo asesoraran en una defensa que quiso llevar adelante por sí mismo.
Ante el juez y el jurado se mostró arrogante, desafiante y provocador, lo que le valió que se dispusieran mal con él.
Su actitud fue interpretada por el público y el sistema judicial como arrogancia o frialdad, y los medios que, en ese clima de Guerra Fría, era escalofriantemente ultraconservador, lo retrataron debidamente como un “monstruo” y una “bestia salvaje psicópata en una jaula”.
Según el Daily News, en la sala del juicio se comportó como “un idiota pomposo, irritando tanto al juez como al jurado, y el juicio transcurrió como se esperaba”.
Lo que se esperaba era, ni más ni menos, que un veredicto de culpable y una condena a muerte –aunque no hubiese matado a nadie– en virtud de la aplicación de la Ley Lindbergh.
Esquivando la ejecución
Durante los siguientes once años, Caryl Chessman desarrolló una incansable batalla legal, no sólo para evitar su ejecución sino también para cuestionar el sistema judicial de California, que contemplaba mandar a la muerte a una persona que –por más delincuente que fuera– nunca había matado a nadie.
Para poder hacerlo, estudió Derecho sin dejar de aceptar la ayuda de varios abogados que, sucesivamente, colaboraron en sus apelaciones. También estudió latín, para manejarse mejor con la jerga judicial.
Al mismo tiempo se puso a escribir. Su primer libro, la autobiografía Celda 2455. Pabellón de la muerte, fue un suceso no sólo en los Estados Unidos sino en muchos países del mundo, donde el público empezó a seguir con atención el desarrollo de su caso.
El éxito que obtuvo con ese texto no cayó bien en los tribunales californianos, que primero le impidieron cobrar los más de US$ 150.000 que le correspondieron por los derechos de autor –y que Chessman pensaba utilizar para financiar su defensa–, y luego le prohibieron escribir, con la excepción de textos judiciales relacionados con su caso.
Se las ingenió con la taquigrafía. Les iba entregando textos taquigráficos a sus abogados, diciendo que eran materiales para sus apelaciones, y así fue escribiendo y publicando otros tres libros: Trial by Ordeal, en 1955, y The Face of Justice, en 1957, relacionados con su caso, y una novela, The Kid was a Killer, publicada en 1960.
En The Face of Justice sostuvo: “El bandido de la luz roja era un aficionado chapucero con mentalidad sexual retorcida, y no un criminal profesional y frío calculador”, como él se consideraba a sí mismo.
Logró ocho apelaciones a lo largo de 11 años y algunos meses, y la noche del 1° de mayo de 1960, en la víspera de la fecha fijada para su ejecución, esperaba lograr una novena.
Una secretaria torpe y fatal
El 2 de mayo de 1960, la Corte Suprema de California le negó a Chessman una nueva postergación de la ejecución. Su abogado, el prestigioso opositor a la pena de muerte George Davis, lo tenía previsto y había preparado otra apelación, esta vez dirigida a la Justicia Federal.
Mientras Caryl comía su última comida –hamburguesa con papas fritas y chocolate caliente–, Davis se dirigió al Tribunal Federal y exigió ser atendido por el juez.
Llegó al tribunal a las 9.30 de la mañana, cuando faltaba apenas media hora para el momento fijado, y logró que el juez leyera la apelación de 14 carillas. El magistrado se tomó su tiempo.
“El juez tomó la petición y comenzó a leerla, página por página. Cuando comenzó a leerla y pasar las páginas, seguí mirando el reloj. Vi que pasaban de las diez menos cinco a las diez menos cuatro, menos tres, menos dos, hasta que levantó la vista y dijo: ‘Muy bien, concederé la suspensión de la ejecución’”.
Davis le pidió el teléfono para avisar al alcalde de San quintín para que detuviera la ejecución, porque su cliente ya debía estar caminando por el corredor de la muerte. El juez le indicó que le diera el número a su secretaria, que ella se encargaría de avisar. Davis se lo dio y respiró aliviado.
Davis no olvidó nunca lo que ocurrió después: “Le di el número a la secretaria. Entró en una oficina contigua a sólo unos metros de distancia, y pensé: ‘Vaya, este es el momento de suspenso de todos los momentos de suspenso’, porque ahora faltan treinta segundos para las diez y ella está marcando, pero todo lo que necesita es llegar al alcalde. Aproximadamente cinco segundos antes de las diez, la secretaria sale y dice: ‘¿Podría darme ese número nuevamente, señor Davis? Debo haberlo marcado mal’. Le di el número de nuevo, lo marcó de nuevo y llamó al alcaide”, relató.
La secretaria le pasó al juez la comunicación con el alcaide.
“Suspenda la ejecución”, le ordenó el magistrado.
Hubo una pausa eterna hasta que, desde el otro lado del teléfono, el funcionario le respondió:
“Lo siento, es demasiado tarde. Acaban de caer los perdigones”.
En otras palabras, el verdugo ya había arrojado las ampollas de cianuro en el balde con ácido sulfúrico de la cámara de gas y Chessman lo había aspirado antes de morir.
El error de una secretaría torpe impidió salvarle la vida.
Sin embargo, con su muerte, Chessman también ganó una batalla.
“En cierto sentido, se podría decir que perdí el caso –reflexionó el abogado Davis en 2021, cuando era un anciano de 94 años–, pero creo que hubo algunas cosas que se decidieron, a pesar de que Caryl fue un perdedor. Desde la ejecución de Chessman no hubo pena capital en California”.