Arthur Schopenhauer, en la obra póstuma “ Dialéctica erística o el arte de tener razón, expuesta en treinta y ocho estratagemas” publicada en 1864, y en la que retomaba las ideas consignadas por los Tópicos de Aristóteles, describía distintas astucias para alcanzar el éxito en una controversia, sin importar ni la realidad ni la verdad. Una secuencia de falacias y mecanismos retóricos para pretender ganarle a la materialidad de los hechos y dejar de lado a la verdad.
Esta introducción no es antojadiza. Hemos visto en este último tiempo como desde la política -en puridad, algunos políticos- se utiliza falacias, generalizaciones, exageraciones y medias verdades para construir imágenes irreales.
Cuando se recorre ese camino, el de la generalización y la exageración, el destino es la mentira. No hay otro. Porque las cosas no suelen ni pueden ser -todas- tan desproporcionadas como algunos actores las pretenden mostrar.
Una falacia es un razonamiento inválido, incorrecto, pero con apariencia de razonamiento correcto. Es un mecanismo retórico usual en las estrategias de debate. Usual pero desleal.
En este último tiempo la oposición coloca en el escenario público las interpretaciones más dramáticas como únicas alternativas. Se despoja de la prudencia y de los hechos -y en algunos casos también del respeto- y le presenta a la ciudadanía las versiones más tremendistas como única opción de verdad.
Este esfuerzo tiene por propósito ser pretendidamente “dinamitador” de la credibilidad del gobierno y, en particular, del Presidente de la República. No lo logra. Lo que sí logra es horadar la calidad del debate y la credibilidad de los portadores de esos estandartes de falsedad.
Este estilo, que no es nuevo, quedó expresamente exhibido en la discusión que se dio en oportunidad del referéndum de la Ley de Urgente Consideración. En ese caso lo vimos, ya no con falacias, sino directamente con mentiras burdas y groseras. En aquel momento decían, entre otras cosas, que se iba a privatizar la educación pública. Tuvieron que salir a aclarar que era mentira.
Pero no fue solo en la discusión de la LUC que han acudido a estos mecanismos. En este período, entre muchas otras, hemos asistido a la utilización de la llamada “falacia de la pendiente resbaladiza”, que supone que dado un hecho ocurrirán necesariamente una serie de eventos indeseables; la “falacia de la evidencia incompleta”, que selecciona algunos eventos para confirmar una afirmación previa; o la “falacia del falso dilema, también llamada de la ´o´”, que propone solo dos opciones posibles cuando la realidad es mucho más compleja que eso. Son “esto” o son “aquello”.
En la última semana, en el marco del episodio de la investigación sobre la expedición del pasaporte de Marset y con la inauguración del nuevo Hospital del Cerro, vimos cómo se intensificaron los resortes sofistas.
En el caso de Marset se llegó a la agraviante e injuriante suspicacia de señalar un supuesto vínculo del narcotráfico con la política y el gobierno. Así nomás, sin medias tintas, sin responsabilidad y, sobre todo, sin ninguna prueba. Es un ejemplo de irresponsabilidad y de “dolosa” mala intención. Porque si esa asociación tuviera que ser mecánica ¿habría que suponer que hubo vínculo con la política y el gobierno cuando el mafioso más buscado de Italia, preso en Uruguay, se escapó de Cárcel Central donde era amo y señor y donde recibía a un narcotraficante internacional como Gerardo González Valencia? ¿Por qué no pensar, como se intenta instalar ahora, qué si algo así sucedió sólo podría establecerse como hipótesis que había un vínculo con la política y el gobierno? ¿Allí no había que analizar la normativa sobre financiamiento de los partidos políticos para ver si la mafia y el narco estaban infiltrados en las entrañas del poder? ¿Sería esa la única explicación posible? ¿O la realidad es un poco más compleja que esas simplificaciones?
Otro ejemplo de pretender distorsionar la realidad sucedió cuando se inauguró el nuevo Hospital del Cerro. Un largo anhelo de toda esa parte de Montevideo que fue reclamado durante años. Recuerdo que integraba la serie de compromisos de campaña de Jorge Larrañaga en la elección de 2004. Finalmente, un gobierno encabezado por Luis Lacalle Pou inauguró el nuevo Hospital. En esa inauguración pudimos ver cómo algunos intentaron “devaluar”, rebajar y minimizar el logro hablando de “hospitalito”. La pregunta que surge es por qué, si era un “hospitalito”, no se hizo hasta ahora. Debería haber sido sencillo. Seguramente la primera respuesta que le venga a la mente al lector, es porque no lo consideraron importante, o quizás consideraron que era más relevante gastar en una fallida regasificadora o en una obra faraónica como el Antel Arena. El punto aquí es que no es un “hospitalito”: es un Hospital y es un Hospital que necesita y merecían los uruguayos de esa zona de la capital. Quienes no son capaces de reconocer ni siquiera la construcción de un Hospital allí donde no había, seguramente sean los mismos que cacerolearon el 23 de marzo de 2020 a diez días de decretada la emergencia sanitaria por la pandemia.
La discusión política supone un grado superior de interacción pública. Entraña responsabilidades y debe estar acompañada por honestidad intelectual de modo de generar un debate leal. No debería ser un escenario de barro donde mancillar e infamar sea usado como recurso posible. No se puede hacer “toxipolítica”.
Por estas horas hemos escuchado a los dirigentes de la oposición ufanarse de que en todo este tiempo han sido garantes de la institucionalidad. ¿Qué aporte a la institucionalidad constituye sembrar fantasías de supuestas corrupciones y vínculos con la criminalidad organizada? ¿Así aportan a la institucionalidad?; lejos estamos de aquel tiempo donde pidieron clemencia institucional cuando la Asamblea General recibía la renuncia del vicepresidente Sendic y la por entonces oposición aceptó callar para no dañar. Allí había un hecho material concreto y aun así se procuró cuidar las instituciones. Aquí no hay ningún hecho que justifique las ofensivas e insultantes conclusiones de la oposición. No hay una cuestión concerniente a la institucionalidad. Hay sí, en el comportamiento de la oposición, una cuestión previa. Cuando se acude a la inescrupulosidad para diseminar sin fundamento de verdad sombras que afectan honores, dignidades y trayectorias, flaco favor se le hace al sistema de convivencia y eso sí impacta en las relaciones que son fundamentales para un sistema sano. Se empieza por respetar y no mentir ni ofender. Hasta en la guerra hay reglas.