Opinión > MAGDALENA Y EL BIBLIOTECARIO INGÉS

El miedo al cambio y Aquiles y la tortuga

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01 de diciembre de 2019 a las 05:00

Estimado Leslie:

El medio al cambio 

Después de una segunda vuelta con resultados demasiado parejos como para poder proclamar a nuestro próximo Presidente, hoy amanecí pensando en el viejo y querido Heráclito.  Y no por mera casualidad…

La paridad en la votación fue sorprendente, hasta para los heraldos de las empresas encuestadoras que a las 20:30 horas debían ratificar al ya “augurado” ganador del balotaje. Todas las encuestas previas marcaban la ventaja –ajustada, pero clara- de la oposición frente al oficialismo, sugiriendo una voluntad de cambio en la mayoría del pueblo uruguayo.  Así, el empate técnico impuso una prórroga al desenlace final, instalando una sensación de incertidumbre junto a especulaciones respecto a las razones del viraje que echó por tierra a los afanosos sondeos electorales.

Fueron varias las conjeturas esgrimidas. Algunas harto inverosímiles ¡claro!; típico de estos casos donde la emotividad ocupa un rol notoriamente más protagónico que el discernimiento racional y mesurado.  En efecto, lo más lógico es pensar en una confluencia de factores diversos, con la falibilidad de las encuestas incluida, por supuesto.  En mi caso, me dio por pensar en la humana, demasiado humana resistencia al cambio.  Una renuencia paradójica, por cierto, no sólo porque a veces lo deseamos o juzgamos necesario, sino también porque el cambio es sencillamente inexorable.  Y hete aquí el hilo que me condujo a Heráclito.

Siempre sentí una simpatía especial por éste filósofo griego presocrático que, según Diógenes Laercio, sufría de ataques de melancolía provocados por la condición humana y “el teatro del mundo” donde ésta se escenificaba.  Esta predisposición anímica fue la que inspiró la bellísima pintura de Rubens El filósofo que llora que, de tanta congoja, se retiró al monte a vivir en soledad, alimentándose solo de vegetales.  Se cree que por esta razón contrajo hidropesía, de la que quiso curarse enterrándose en estiércol para sudar, lo que le ocasionó la muerte a los sesenta años de edad.  Una de sus citas más famosas es, “Ningún hombre puede bañarse dos veces en el mismo río”,  porque tanto los hombres como los ríos cambian constantemente, en un estado de flujo perpetuo al que Platón identificó con el concepto Panta Rhei, o “todo fluye” en griego.  Este devenir constante es generado por fuerzas contrarias en permanente contradicción o conflicto: “Pues no habría armonía si no hubiese agudo y grave, ni animales si no hubiera hembra y macho, que están en mutua oposición”. Dichos como éste generan turbación (y hasta escándalo) entre la gente, pero la corrección política no fue jamás una virtud para Heráclito, quien por ello se ganó el apodo de “el Oscuro de Éfeso”.  

¡Cuánto temor y temblor nos genera el cambio, Leslie!  Arrojados al mundo (por obra y gracia de vaya a saber quién o qué) somos movidos por el ansia de certezas que compensen nuestro inherente titubeo con un gramo de seguridad. Sentimos que perdemos el pie ante la inminencia del cambio, y por eso le ofrecemos tanta resistencia. Tanta, incluso, como para sofocar el juicio o negar el devenir inexcusable.  Aferrados al amparo de la permanencia de lo que ya tenemos asegurado nos preservamos, sí. Pero, tarde o temprano, debemos abrazar la duda para poder discernir a qué destino queremos llegar. Y lanzarnos a navegar en un mar contingente y arriesgado, si no queremos permanecer anclados en una coyuntura absurda, o ser arrastrados como fantoches por mareas despóticas y vientos arbitrarios. 

Lo que irritaba y entristecía a Heráclito era, precisamente, la ceguera de los hombres poseídos por el miedo al cambio. Subyugados por nuestra ansia de seguridad somos incapaces de “ver” la armonía invisible que emana de, y subsiste en, el constante fluir de todo lo que existe, incluidos nosotros mismos. Por esto, siempre pienso que Heráclito se hubiera sentido alegremente complacido por los bellísimos versos de Walt Whitman, “¿Que yo me contradigo? Pues sí, me contradigo. Y, ¿qué? (Yo soy inmenso, contengo multitudes)”.

No sé usted, Leslie, pero como humana yo también a veces me resisto, y comprendo el miedo que el cambio nos genera. Pero, como a Chico Buarque, lo que más me aterra es la probabilidad de que las cosas nunca cambien, especialmente las cabezas. 

Aquiles y la tortuga

Estimada Magdalena:

Su carta me ha causado un poco de angustia esta semana, pero no debe usted sentirse culpable por ello. Su alusión, tan pertinente, a Heráclito -que hizo del movimiento mismo el logos de lo real-, arrastró, como no podía ser de otro modo, la figura de Parménides, su contraparte filosófica, que hizo del ser inmóvil el primer principio de todas las cosas.
Necesito contarle el por qué de mi angustiado estado de ánimo. 

Es del todo improbable que conozca usted al profesor Castagnoli, un joven profesor de Filosofía Griega Antigua en esta Universidad. Yo mismo no había tenido trato con él hasta que mi cardióloga me conminó a establecer una rutina de ejercicios aeróbicos de cierta intensidad. 

Quizás por esa resistencia al cambio que usted menciona en su artículo, o quizás como un homenaje inconsciente al gran filósofo de Königsberg, hago siempre el mismo recorrido. Mi casa está al norte de University Parks, no lejos del Boathouse, junto al Cherwell, un curso de agua tan bello como contaminado. Salgo de ahí, corriendo hacia el norte, hasta Marston Ferry Rd., donde hay una senda para ciclistas; luego, cruzando el río, sigo sin desviarme hacia el sudeste, hasta que una App de fitness me indica que es hora de dar la vuelta.

Pues bien, el miércoles pasado, 27 de noviembre, mientras yo corría, con toda la energía y a toda la velocidad que puede desarrollar un bibliotecario de 63 años bastante bien entrenado, un joven me alcanzó por la misma ruta, y me pasó. Enseguida percibí que su ejercicio y el mío pertenecían a dos universos inconexos, a dos especies distintas, y como un reflejo autoprotector, evoqué la Aporía de Aquiles y la tortuga (aunque no llegué a saber con cuál de los célebres corredores debía identificarme).

Ver alejarse a aquel joven me causó cierta incómoda sensación, algo parecido al rencor, porque me di cuenta de que, por mucho que lo deseara, no podía hacer nada para alcanzarlo.

Volví a casa disgustado, me duché y me cambié. A las 9 de la mañana entré como de costumbre a trabajar. Cuál no sería mi sorpresa cuando, al pasar por la Danson Library, me encontré allí sentado, inmerso en un texto antiguo, al hombre que, horas antes, me había humillado en la carretera.

Me acerqué a él. Nos presentamos. Supe que el joven era el profesor Castagnoli.Y quiero consignar aquí dos hechos filosóficamente relevantes.

En primer lugar, a diferencia del rencoroso y anciano bibliotecario, el Prof. Castagnoli estaba de un humor excelente. En segundo, él me recordaba perfectamente:- Por supuesto, es usted la persona que caminaba por la senda de Marston, cuando salí a trotar esta mañana…

En mi propia visión, yo corría impetuosamente, a toda la velocidad que mi organismo podía soportar. Sin embargo, para el joven profesor, yo sólo caminaba. Quizás no se animó a decir toda la verdad: que me confundió con un mojón del camino, de esos que señalan las distancias en las rutas provinciales, o con un poste de la antigua compañía de telégrafos.

Pero lo peor es que el Prof. Castagnoli, a quien yo había visto pasar a mi lado como un improbable fotón, a velocidades propias de un superhéroe, se describía a sí mismo como simplemente trotando. Vencerme no había sido un hecho digno de mención.

Volviendo al principio de mi carta, podemos decir que yo me autopercibía como un ser en movimiento, al modo de Heráclito. Pero que, en realidad, objetivamente, pertenecía al mundo inmóvil de Parménides. Como Aquiles, en la Aporía de Zenón, pensaba que me movía, aunque en realidad estaba prisionero de una invencible inmovilidad.

Por lo que me cuenta, Magdalena, creo que algo así le sucede a su querido Uruguay, un país de tradiciones e instituciones profundamente socialistas. 

Suele asociarse la resistencia al cambio con las derechas conservadoras. Y con las izquierdas, en cambio, el espíritu arriesgado o revolucionario. Pero bien podría tratarse aquí, como en mi episodio con el Prof. Castagnoli, de una falsa autopercepción. Y que las cosas sean exactamente al revés. Pues nada hay más conservador, ni más amante del statu quo, que el socialismo. Al punto que, en general, suele preferir el fracaso al cambio. Y termina convirtiendo sus emocionantes revoluciones en una aburrida Nomenklatura. 

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