Opinión > MAGDALENA Y EL BIBLIOTECARIO INGLÉS

El Pepito Grillo y el daimon y Alado mensajero del cielo

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27 de octubre de 2019 a las 05:00

Estimado Leslie:

El Pepito Grillo y el daimon

e sienta muy bien el “modo de Magdalena”, debo decir. Pero como nadie puede hacer de nadie más que de sí mismo (hasta los mejores actores bucean en su interior para encontrar allí al personaje que van a representar), infiero que hay un Leslie que discurre en mode analítico, y con el que ojalá se sienta lo suficientemente a gusto como para escuchar su voz y plasmarla, de vez en cuando, en las cartas que me escribe.

No me malinterprete por favor, no es que no me agrade el Leslie de las referencias costumbristas y los títulos llamativos, pero hay una línea en su última carta que me dejó pensando toda la semana: “la conciencia no sólo da la capacidad de distinguir entre el bien y el mal, sino que obliga a hacer el bien”. 

Presumo que refiere a la “voz de la conciencia”, tan subestimada –denostada, incluso- en una cultura donde los derechos están a la orden del día, mientras las obligaciones son cada vez menos atendidas, igual que los teléfonos de línea.

La voz de la conciencia tiene, de hecho, dos sentidos bien distintos. A modo de ilustración, diremos que uno está encarnado en el Pepito grillo de “Pinocchio”, mientras el otro lo está en el daimon  (duende, ángel protector, o “voz profética dentro de mí”) de los antiguos griegos.  El primero –cuya labor es conducir al hijo del entrañable Geppetto por el “buen camino”- aparece muy a menudo por mi consultorio en pacientes aquejados por la culpa, o frustrados por una vida que no sienten como propia. El segundo, en cambio,  es bien difícil de hallar en una cultura donde la introspección es una práctica insistentemente devaluada.

Pepito grillo mira hacia fuera  -el mundo pletórico de costumbres y preceptos- para asegurarse de que cumplamos con sus exigencias. Al daimon, por el contrario, lo encontramos cuando miramos hacia dentro –el alma- donde reside lo que Platón llamó “forma del Bien” que es la misma para todos. No en vano Sócrates aconsejaba a sus discípulos conocerse a sí mismos, entendiendo que el verdadero saber se alcanza a través del “silencioso diálogo del alma consigo misma”. Ambas conciencias obligan a hacer el bien, pero con propósitos también distintos. Una se ocupa de asegurarnos una correcta adaptación al mundo moral particular –y siempre condicional- al que fuimos “arrojados” (sé que no es simpatizante de Sartre, pero no encontré una mejor forma de expresarlo). La otra, en cambio, nos exige trascender el relativismo de nuestro limitado mundillo y descubrir un sentido del bien que es universal e inequívoco, para todos los posibles mundos humanos. Ya en el siglo VII A.C. Heráclito pensaba que existe una “morada (ethos) de todos los humanos”, al cual siempre nos conduce el daimon.

Ahora bien, en una sociedad que enseña a sus niños y jóvenes que el bien y la verdad se encuentran en cualquier lugar menos en ellos mismos (basta con visitar una escuela, liceo o universidad para constatarlo), la voz de la conciencia que nos habla es generalmente la de Pepito grillo, con quien no siempre comulgamos.

El daimon, en cambio, nos llama desde un lugar que sentimos como tan intrínsecamente propio que debe ser común a todos los demás seres humanos. Obedecer a su llamado puede ser difícil, ¡claro!, pero nada comparable a la recompensa de sentir que hemos sido honestos con nosotros mismos, en nuestro fuero más íntimo, donde lo relativo se disipa en una sincronía extraordinaria.

Ahora, mientras escribo, se me ocurre que el designio del daimon es comparable a la causalidad que propiciaba los encuentros de la Maga y Horacio, protagonistas de “Rayuela”, la gloriosa novela de Julio Cortázar: “Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos.” El saber que se debían encontrar era razón más que suficiente para salir a deambular por las calles de París, sin importar la lluvia, el frío o el cansancio. Porque, sinceramente ¿quién no ha tenido alguna vez la cautivante experiencia de saber, con total certeza, que algunas cosas simplemente deben ser?  Pero no por capricho o conveniencia nuestra, sino por obra de una Gran Razón que, más allá de nuestro condicionado entendimiento, confiere orden al caos, peso a la liviandad y seguridad a la incertidumbre en la cual nos encontramos sumergidos.

Alado mensajero del cielo

Estimada Magdalena:

a cita de Shakespeare que acompaña mi carta esta semana está tan groseramente sacada de contexto que casi no necesito disculparme por ello. Pero leyendo, Magdalena, sus comentarios sobre el daimon de Sócrates y el Pepito Grillo, su contrapartida italiana, me pareció una bella manera de nombrar la conciencia.

Creo entender bien su punto. Y su defensa, al cabo, de una ética personalista que sólo obliga en la medida en que nace desde adentro. Un viejo profesor de Balliol College, la casa de Aldous Huxley, me decía, hace muchos años, que un hombre sólo pone sus actos desde el interior. Si algo o alguien se los impone desde afuera, ya no son suyos. Claro que usted lo dice mejor.

Queda entonces definido el punto. Sin embargo, cabe preguntarse si, y por qué, la voz de la conciencia -eso tan interior a nosotros mismos y, por así decirlo, tan individual- puede llegar a ser el fundamento de una ética compartida. O, como dice usted, en qué medida “el daimon puede encaminarnos a una morada (ethos) común”.

Me gustaría que fuéramos un poco a fondo en este tema porque podría suceder que -en el ambiente cultural en el que dialogamos, que es bien distinto a aquel en el que escribieron los griegos, e incluso nuestros padres- no terminemos de decir lo que queremos decir, por más que nos parezca que nuestras palabras sí que lo han enunciado.

En este contexto de cultura relativista, donde casi se da por sentado que no hay absolutos, estamos forzados a aclarar si pensamos que existen verdades al final del túnel, (cosas en sí, diría Platón) o si, por el contrario, todo no es más que una lluvia de gotas individuales que alimenta el líquido río de la post-verdad.

Días atrás, hablando de Newman y de la conciencia, decíamos que la conciencia obliga a hacer el bien. Con cierta frecuencia, en la medida en que seguimos la voz de la conciencia, hacemos, no lo que nos gustaría, sino lo que sabemos que debemos hacer.

En el mejor sentido de la palabra, cumplimos con nuestro deber, con aquello que sabemos que estamos obligados a hacer. ¿Pero quién nos obliga? Según el Fedro, el daimon; según Newman, la voz de la conciencia. Es inevitable pensar que están hablando de lo mismo.

No se trata un mandato frío y externo, un manual que indica un para-digma al que debemos ajustarnos. No es, lo que en la actividad bancaria se llama compliance: la garantía de que somos conscientes de y tomamos medidas hacia el cumplimiento de ciertas leyes, políticas y regulaciones relevantes. Es en nuestro propio interior (lo que la Biblia llama el corazón), donde el daimon exige de nosotros la rectitud, y la voz de la conciencia aprieta y obliga.

Pero la voz del daimon, aunque escuchada en el núcleo mismo de la subjetividad, es señal de un bien objetivo -no producido por nosotros mismos. Es decir, que no es un auto-reflejo del yo, una emanación de mi propia mismidad, sino misteriosamente, la recepción de un orden objetivo (que existe en sí, diría Platón, no sólo para mí), del cual formamos parte, pero al que también debemos integrarnos.

Para Platón, el mundo material sólo existe porque participa del mundo de las ideas; y las ideas participan a su vez unas de otras… Pero en la cima de la pirámide, está el Bien. En una impresionante proposición del libro VI de la República (509 b), puede leerse: “Tienes que admitir que los objetos deben al Bien incluso su ser y su realidad”. (Quizás esto nos ayude a entender por qué continuamente lo real se nos presenta en forma de desafío ético y exige de nosotros un juicio sobre el bien: ¿Debo hacer esto?).

El bien, en Platón, no es un
feeling, un me parece, un pequeño divertimento sobre si tomaremos cerveza roja o negra. Es algo tremendamente objetivo y no sujeto a discusión. Lo que sí es falible es nuestro juicio -y eso justifica quizás el perspectivismo del que usted nos ha hablado en alguna ocasión. Pero eso no debe teñir de relativismo el bien en sí. El papel del daimon no es expresar nuestra arbitrariedad subjetiva, sino hacernos mirar el Bien en sí, ponernos en contacto con un absoluto.

El daimon es como si Dios nos hablara al oído, en un suspiro. Que requiere, para poder ser escuchado, del mayor silencio, la mayor rectitud y el mayor deseo:

“O, speak again, bright angel… winged messenger of heaven”.

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