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El sorbo perfecto

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02 de junio de 2020 a las 05:04

Por Alva Sueiras

Si la memoria no me falla, mi primera copa de vino en serio la saboreé en un restaurante recoleto de Elicott City. Tenía 17 años y un motivo para celebrar. Mi hermano y yo nos graduamos y estábamos a pocos días de regresar a España para abrazar el verano previo al inicio de nuestros estudios universitarios. Alguien decidió que yo debía elegir el vino. Se ve que la españolidad implícita y mi afán por pasarme el tiempo libre cocinando, me asignaron virtudes de las que carecía. Salí del paso eligiendo un Rioja, pero no recuerdo la etiqueta, ni la añada, ni la impresión precisa de la primera ola de vino fino rompiendo en mi joven paladar. Sólo recuerdo con nitidez la imagen impresa en una fotografía que extravié, fumando en la puerta del restaurante y riendo con los mofletes sonrosados. 

Desde aquella etiqueta borrosa hasta hoy han pasado veinticinco años. Hubo maridajes iniciáticos que marcaron mi paladar a fuego, como la dulzura aromática de un Sauternes envolviendo la untuosa exquisitez de un foie gras, o la perfección de un Alion encumbrando las texturas de un Pichón de Bresse. Corría el último quinquenio de los años noventa. Ferran Adrià ya hacía ruido con sus deconstrucciones rupturistas y la cocina española estaba a las puertas de dar un giro trascendental que marcaría su destino. Algo más de veinte años y muchas etiquetas después, me encuentro frente a una encrucijada. He encontrado un sorbo mayúsculo, soberbio. Un momento delicioso, repetido, comprobado, que marida bebida con bebida y es rotundamente perfecto. Sí, ha llegado el momento del maridaje desenfadado y el matrimonio igualitario para el vino. Hay bebidas que también maridan con bebidas.

Llegué a este sorbo sublime de la forma más accidental. Disfruto tanto del vino, que en momentos de distensión, es mi bebida de sobremesa. Mientras otros pasan del postre a la grappa, el cognac o el licor, yo regreso al elixir de la vid. Así fue como un buen día, tras disfrutar de un almuerzo regado con un fabuloso merlot de la Bodega Oceánica Jose Ignacio, pedí un café. Un expresso solo, que tomé como acostumbro sin azúcar. Aquella tacita traía la dosis exacta para que el paladar se embriagara con el deleitable amargor de un selecto arábica. Nada más culminar el café, aún con el paladar embaucado con su esencia, alcé mi copa y tomé un sorbo de aquel merlot. La tierna carnosidad del vino se precipitó sobre aquel fondo amargo generando una simbiosis única y extraordinaria. 

Desde aquella primera experiencia accidental, he tenido muchos de estos sorbos sublimes. Hasta donde he experimentado, este matrimonio funciona entre cafés expresos de excelente calidad y ejecución, y vinos de boca amable, equilibrados y carnosos, con notas acentuadas de fruta roja madura como los tannats sin barrica de Viña Progreso y Antigua Bodega, o los distintos merlots elaborados por la bodega Bouza.

No sé que pensará sobre estas líneas mi querida Gabriela Cabrera Castromán, periodista con intachable trayectoria en asuntos cafeteros, o su colega, el argentino Nicolás Artusi, gran conocedor y autor de varios volúmenes sobre el café. Tal vez sea momento de, guardando las distancias propias de los tiempos que corren, sentarnos en la mesa armados hasta los dientes de cafés, cafeteras, tazas, copas y distintos estilos de vino, para sumergirnos en un camino que solo el destino sabe dónde desembocará. Entre tanto, si son amantes del café y el vino, hagan la prueba de darle un sorbo a ese merlot redondito después de apurar el último resquicio de un expresso de granos recién molidos, y sean bienvenidos a la virtud de este sorbo celestial.

*Esta nota fue originalmente publicada en Blog Delicatessen. 

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