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Eutanasia y pobreza: ¿pendiente resbaladiza o efecto inmediato de la ley?

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03 de enero de 2023 a las 05:01

La semana pasada leí un tweet del 23 de diciembre de un canadiense llamado Les Landry, de 65 años, en silla de ruedas, con diabetes, quien, ante el temor de quedar sin hogar por la reducción de su pensión y el inminente aumento del alquiler, accedió por internet al formulario de solicitud de “muerte asistida digna” (MAID: eutanasia), llenó los casilleros, y recibió la visita de un médico que dio su visto bueno para que le apliquen la eutanasia, a pesar de que le manifestó que la razón principal por la que quería la muerte era su situación económica.

Me recordó un artículo de INFOBAE, del pasado 11 de mayo, que informaba que “dos mujeres pobres sin hogar” “pidieron poner fin a su vida”, y que “Una de ellas ya lo logró. La otra, está a punto de lograrlo”. La primera, Sophia tenía una “condición crónica de salud” (sensibilidad química múltiple) por la que precisaba una vivienda que no tenía, con flujo de aire controlado. “Su exiguo estipendio por discapacidad le dejó poco para sobrevivir”. Llevaba dos años suplicando sin éxito por mejores condiciones de vida. Afirmaba: “El gobierno me ve como basura prescindible, quejosa, inútil…” La situación se le volvió insostenible, pidió la eutanasia, y se le aprobó.

Es una prueba de lo que significa legalizar la eutanasia.

El problema no está sólo en las consecuencias de la "pendiente resbaladiza".

Según la lógica de la "pendiente resbaladiza", una vez que se da el primer paso, se siguen, consecuencias con las que no se estaba de acuerdo al dar ese primer paso, pero que son inevitables...

Y eso es así por la naturaleza misma de ese primer paso. ¿Por qué?

Porque, con la sanción de una ley de eutanasia, se afirma, en representación de toda la sociedad, tres cosas:

1a) que hay vidas sin valor social, que se pueden matar (si la persona lo pide), sin que sea delito... Es más: a esas personas con vidas devaluadas, la sociedad, a través de los médicos, tiene el deber de matarlas si lo piden;

2a) que es la sociedad, por medio de la ley (que, a su vez, encomienda a los médicos el veredicto final), la que determina qué vidas no tienen valor social, pasando a ser renunciables: eutanasiables (las demás, siguen siendo irrenunciables y quien las elimine comete delito de homicidio, sin importar que sea a pedido de la víctima);

3a) esto se presenta como un "nuevo derecho" a "morir dignamente", evitando continuar una vida que la persona considera indigna, por el sufrimiento que él siente y que considera insoportable.

Este tercer elemento encierra una lógica, que entra en conflicto con los dos primeros, y que lleva a que se admitan casos que el legislador no considerabaelegibles para la eutanasia. El conflicto se da entre quien considera que su vida no vale la pena vivirse (tiene un sufrimiento que considera insoportable) y la sociedad que no catalogó a esa vida como "eutanasiable". ¿Quién determina que una vida no vale? ¿La sociedad o la misma persona? Nadie quiere reconocer que es la sociedad (elemento 2o.) la que, antes de que la persona decida, ya define que esa vida no tiene valor social independiente de la autovaloración. Se dice que el fundamento de la ley es el derecho a disponer autónoma y libremente de su vida. Entonces, aunque en la ley prime la decisión social (que transfiere al médico el poder de decidir en última instancia qué vidas tienen valor social y son irrenunciables y cuáles han sido devaluadas por la ley), en su fundamentación retórica y en el imaginario social, prima la voluntad individual. Por eso, si alguien considera que su vida es indigna y prefiere que lo maten antes que seguir así, ¿quién le negará su "derecho" a una "muerte digna"? ¿Cómo no se va a extender el "nuevo derecho" a los casos no previstos, a esas vidas que la sociedad actualmente considera valiosas?

Esto ya es grave. Pero, el problema principal no es lo que se sigue necesariamente como consecuencia de la legalización de la eutanasia. Es la injusticia y gravedad del mismo hecho de sancionar la ley. Y esto también queda bien ilustrado con esta noticia de Canadá.

En efecto, es la primera afirmación contenida en la ley de eutanasia la que, en sí, ya constituye una injusticia tremenda y daña el fundamento mismo de la sociedad y del derecho: que todos los seres humanos somos iguales en dignidad, es decir, tenemos un valor máximo, inherente a nuestra condición de seres humanos, que no se pierde ni por enfermedad, ni por mayor o menor dependencia o tiempo de vida, ni por decisión de la sociedad (no se puede devaluar), ni por decisión del propio individuo. Por eso, los demás deben valorarla siempre y, en función de esa valoración y de sus necesidades, la debe ayudar a que viva del mejor modo posible.

A quienes, como en estos casos, necesiten ayuda económica, la sociedad deberá prestarles esa ayuda, para que tengan una mejor "calidad de vida", porque él lo merece, porque su vida (independientemente de su calidad económica) vale, es digna, tiene una calidad esencial, inherente, suprema: es lo más valioso para la sociedad...,un ser único, irrepetible, que merece la máxima valoración porque es máximamente valioso.

Las palabras de Sophie muestran lo que siente una persona vulnerable que es calificada por la ley como eutanasiable: “El gobierno me ve como basura prescindible, quejosa, inútil”. Como decía otro canadiense, Roger Foley,al que hace cuatro años, en vez de darle los cuidados que necesitaba, le ofrecieron la eutanasia: “No he recibido la atención que necesito para aliviar mi sufrimiento y solo me han ofrecido muerte asistida[2]; “me han dicho que mis necesidades de atención son demasiado trabajoMi vida se ha devaluado[3]

La igual dignidad inherente a toda persona y sus consiguientes derechos humanos inherentes y, por tanto, irrenunciables, deben ser reconocidos por el legislador, como lo manda el artículo 72 de la Constitución y el artículo 1° de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, protegiendo la vida a todos por igual (artículos 7 y 8 de la Constitución). Si alguien tiene derecho a la vida, todos tienen el deber de no matarlo: no depende de la voluntad de las mayorías, ni de nadie: sólo de que sea humano. Desproteger el derecho de unos (los eutanasiables) y proteger el de los demás, es valorar socialmente (legalmente) la vida de unos más que la de los otros. Una vida irrenunciable vale para la sociedad, aunque ella no se valore. Una vida renunciable carece de valor social. Decir, por ley, a algunas personas, que su vida es renunciable,es presionarlossocialmente —a los más vulnerables y necesitados de valoración— para que no se valoren; ofrecerles la muerte —su eliminación—, es decirles que son descartables, que no valen…, justo cuando más precisaban la valoración y ayuda de los demás.

La legalización de la eutanasia no sólo no logra que se muera en paz y sin dolor, sino que asegura que se muera con un “sufrimiento insoportable” (es un requisito), provoca ese sufrimiento existencial (que es el peor) de sentir que no vale la pena seguir viviendo—al ver que la sociedad lo cataloga como vida sin valor social—, e impide que los cuidados paliativos puedan ayudar a los más vulnerables a sentirse valorados, acompañados, aliviados, dignos.

 

[2] CTV News, 2018, agosto 2,Chronically ill man releases audio of hospital staff offering assisted death.

[3]Declaración de Folley en el Comité Permanente de Justicia y Derechos Humanos de la Cámara de los Comunes de Canadá (Comité de Justicia). (2020, noviembre 10).

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