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Historias en pandemia: desde un sepulturero hasta la mujer que puso en vilo al gobierno

Este sábado se cumplen tres meses de la llegada de la pandemia a Uruguay; el covid-19 marcó decenas de vidas a su paso
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13 de junio de 2020 a las 05:03

Cuando Sara Álvarez comenzó a vomitar y sentir fiebre se encendieron las alarmas. Con 93 años y viviendo en un residencial de ancianos, una posible infección de coronavirus podía ser trágica. La encargada de salud llamó a la mutualista correspondiente y se activaron todos los protocolos. En un par de horas estaba internada. El calendario marcaba el 23 de marzo y todavía el tema de las casas de salud no se había colado en la agenda.

Debido a la fiebre que cursaba, Álvarez fue internada como un caso sospechoso de covid-19 y compartió el aire con algunos que eran infectados confirmados. Pero en unas pocas horas los médicos descartaron que su estado de salud se debiera a la famosa enfermedad respiratoria. En cambio, le encontraron una infección urinaria y signos vitales muy bajos. 

Los médicos le dijeron a la familia que le quedaban horas de vida. La desinfectaron (porque podía haberse contagiado con los enfermos de coronavirus) y la aislaron en una sala, para que sus seres queridos pudieran despedirse de ella. “Fuimos entrando de a uno y despidiéndonos de nuestra abuela. Una cosa horrible”, recuerda en diálogo con El Observador su nieta, Stephanie Scanzerra. 

Pero ese día Álvarez recibió lo que más extrañaba: la contención y el amor de su familia. Era algo a lo que estaba acostumbrada, porque su hija la iba a visitar día por medio y la sacaba a pasear o a tomar un café. Y era algo que la pandemia le había quitado: por precaución, la casa de salud donde vivía, en acuerdo con todos los familiares de los residentes, había decidido no recibir más visitas para respetar el aislamiento social y cuidar ese foco de riesgo.

 

Esa cercanía de sus familiares hizo que la salud y el ánimo de Álvarez mejorara. El cariño de su familia pudo más que el pronóstico de los médicos y el medicamento proporcionado para combatir la infección hizo efecto. Álvarez volvió a la residencia mejor de cómo había salido horas antes.

Pero al haber estado en contacto –lejano, pero contacto en fin– con pacientes confirmados, el hogar de ancianos tomó la precaución necesaria: la aisló en un cuarto, sola, para evitar posibles contagios.

Días después, ya con la detección de un brote de infectados en la residencial Dolce Vita, fue el propio gobierno quien prohibió las visitas de familiares. La situación pasó a ser más compleja. Pero la soledad era el peor virus para Álvarez. El aislamiento la apagaba lentamente.

Fue así que su familia tomó cartas en el asunto y llegó a un acuerdo con la encargada del residencial: podían entrar a visitarla a ese cuarto aislado pero con un protocolo sumamente estricto. Y así fue. “Nos poníamos zapatones, nos cambiábamos de ropa antes de entrar, con una túnica, con una gorra para el pelo, con guantes, con barbijo, dejábamos la cartera y el celular afuera”, cuenta Scanzerra.

“Entrábamos los días que estaba bastante débil mi madre o yo, diez minutos, con ese protocolo. Esto se hizo más flexible por la situación especial”, explica. 

La humanidad de los responsables de la casa de salud se impuso sobre la normativa fría y alejada del papel. El calor de la familia abrigó a Álvarez en sus últimos días.

Este miércoles falleció, rodeada de cariño. Ocurrió más de un mes después de lo que habían estimado los médicos. Con la pandemia en contra pero gracias al amor de una familia que nunca la dejó sola.

Cementerio

Nicolás –nombre ficticio para preservar la confidencialidad de la persona– trabaja en el cementerio del Norte desde hace ocho años. Pero nunca le había tocado hacer su trabajo –sepultar muertos– con máscaras y guantes. Con la llegada de la pandemia, hace tres meses, eso se convirtió en una realidad cotidiana. 

Y si ya su labor diaria era dura, ahora pasó a serlo mucho más. A la naturalización de la tragedia se le sumó el miedo. El miedo al contagio, al tocar a un difunto que murió por el virus, al llevar a su casa esa enfermedad de la que todos hablan. Siguiendo el protocolo establecido, todos los muertos son tratados como si hubieran fallecido por covid-19. Por reserva de la información del difunto, a los trabajadores del cementerio no les dicen de qué enfermedad murió. Todos son tratados igual. El temor, entonces, es mayor. Ese posible contagio se puede dar con cualquiera.

A aquellos muertos que son cremados, ahora, se los mete en el horno crematorio con cajón y todo. Los dolientes que pueden ingresar al cementerio, según el protocolo, pueden ser hasta seis y todos deben ingresar con tapabocas. 

De todas formas, entre los trabajadores descubren fácilmente cuándo el fallecido tuvo coronavirus: los funcionarios de la empresa fúnebre, en vez de vestir traje, llegan con unos mamelucos blancos que lo dicen todo. 

En lo que va de la emergencia sanitaria, Uruguay registra 23 muertos por coronavirus. Nicolás cree haber sepultado a cuatro de ellos en el Cementerio del Norte

En bancarrota

Mario Viera y su esposa, Ingrid, comenzaron el año laboral intentando darle un nuevo empuje a un negocio que ahora solo sabe acumular deudas. La cantina del liceo de Nueva Helvecia, la pequeña ciudad del departamento de Colonia, es su única fuente de ingresos. Cuando las clases comenzaron, en los primeros días de marzo, compraron toda la mercadería a crédito confiando en que este 2020 iba a ser mejor. 

Pero el 13 de marzo se les cayó el mundo. La llegada de la pandemia agravó profundamente la crisis económica que la familia venía afrontando desde tiempo atrás. 

“Todo comenzó hace dos años cuando cambiaron los horarios y quitaron 80 recreos por mes. Entramos a perder un dineral. Nos modificaron los contratos sin previo aviso y, bueno…, tuvimos que resignarnos porque, si no, perdíamos el trabajo”, cuenta Viera desde su casa, con el teléfono en altavoz para que su esposa también pueda intervenir en la entrevista con El Observador

Desde que eso pasó, no pudieron destinar más dinero a empleados que les ayudaran a mantener la cantina activa durante todo el día. Él con 64 años y ella con 63 pasaron a trabajar entre 13 y 14 horas por día, continuamente. En el día se turnaban para dormir “una siestita”, tirados en el piso detrás del mostrador, con cartones, “para que el cuerpo aguantara” las largas jornadas. 

Viera cuenta que no se pueden jubilar porque tienen deudas que no pueden pagar y el BPS (Banco de Previsión Social) les dio de baja. Dice que su esposa llamó al gerente de zona del organismo previsional para rogarle que no le quitaran la atención médica porque ella tiene un “prolapso congénito en el corazón y arritmia” y no pueden dejarla a la deriva. Habla e insiste en que la mayoría de los cantineros están “atrasados” pagando aportes al BPS, a la Dirección General Impositiva (DGI) y al Banco de Seguros del Estado (BSE). 

Por orden del presidente de la Administración Nacional de Educación Pública (ANEP), Robert Silva, los cantineros están exonerados de pagar alquiler por el tiempo que dure la emergencia sanitaria. Viera considera que eso fue “de gran ayuda” y lo agradece, pero insiste en que solo se trata de paliar “una cuarta parte”.

Recién a los 45 días de comenzada la emergencia sanitaria, Viera pudo retirar la mercadería que había quedado encerrada en el liceo. “Salvamos comida que utilizamos para sobrevivir. Terminamos comiéndonos las cosas que teníamos ahí: fiambres, quesos, incluso cosas congeladas que teníamos en los freezers. Nada de eso tiene devolución. Nosotros perdimos muchísimo”, relata.

El cantinero coloniense no deja de agradecer a dos personas que fueron sus luminarias en tiempos oscuros: su hermana que vive en Argentina y su hija que trabaja en Montevideo. Ambas los ayudan económicamente, cada 15 días, para que no tengan necesidad de renunciar al pan de cada día. 

Ingrid, su esposa, interviene en la charla. Dice que hace ocho meses que no abren la cantina con regularidad, y nombra mes por mes, desde noviembre de 2019, cuando terminaron las clases. Hace silencio por unos segundos y después, con una mezcla de tristeza e incertidumbre, remata: “No sabemos hasta cuándo”. 

Lo cierto es que ya pudieron volver a su cantina pero las dificultades continúan. Hace dos semanas reabrieron pero al liceo solo va un grupo de sexto y el regreso a la presencialidad es voluntario. Según Viera, van solo entre 10 y 15 estudiantes, y unos pocos días. “Las ventas nuestras son nulas. Sacamos $ 110 ni siquiera llegamos a los $ 150”, cuenta. 

Su voz de a poco se empieza a entrecortar pero no es porque tenga el teléfono en altavoz o porque esté en el interior de Colonia. Es porque se emociona. Y de la emoción pasa al llanto. Viera no puede seguir con la charla y le pasa el teléfono a su esposa. Antes, con solo dos palabras, resume el efecto de la pandemia en su vida: “Estamos desahuciados”. 

La jerarca del Mides que puso en cuarentena a Lacalle

Natalia López, la directora departamental del Mides de Rivera, no tenía ningún síntoma cuando se reunió el lunes 25 de mayo con el presidente de la República, Luis Lacalle Pou; su secretario privado, Nicolás Martínez; el secretario de Presidencia, Álvaro Delgado, y el presidente de ASSE, Leonardo Cipriani. Tampoco tuvo síntomas cuando le hicieron el test diagnóstico de covid-19 y le dio positivo, ni las dos semanas posteriores que tuvo que afrontar en cuarentena. Y aún asintomática, pero infectada por el famoso virus, paralizó a la cúpula del Poder Ejecutivo.

Ese miércoles su esposo comenzó a sentirse mal y llamó a la emergencia. Con un brote de contagios en el departamento y con un compañero de trabajo que había dado positivo, el panorama indicaba que la pandemia había tocado la puerta de su hogar. 

Al otro día, le hicieron el test a él. López, por prudencia y consciente de que se había reunido con muchas personas por el cargo que ocupa, también pidió hacérselo.

“Había participado en otras reuniones con la gente de la intendencia y con el comité departamental. Y también estaba preocupada por los compañeros de la oficina, que paso todo el día con ellos”, cuenta ahora desde su casa, mientras espera que le den el alta para reintegrarse a su trabajo.

Cuando habla del susto que vivió, recuerda todo lo que se le pasaba por la cabeza: el miedo de generar un gran brote, su temor por las personas mayores a las que un contagio podía hacerles más daño. Dice que pensó hasta en Tabaré Vázquez. “Justo el presidente llegó de Rivera y fue a reunirse con el expresidente. ¡Era lío por todos lados!”, exclama y se ríe. Ahora sí puede reírse.

Ese mismo sábado –un día “de muchos nervios” y con “el corazón en la boca”– se hicieron todos los análisis y dieron negativo. Al principio llegaron los resultados de sus compañeros de trabajo. Cuando se descartó que tuvieran el virus, ya fue una tranquilidad para ella. Luego llegó la confirmación final desde Montevideo: no había contagiado a ninguno de los contactos del gobierno. 

“Lo bueno de todo esto es que siempre siempre estoy de tapabocas en las reuniones. Jamás me lo saco”, dice, convencida de que la clave fue seguir las recomendaciones de los expertos. “Esto es complicado porque en verdad no se tiene ninguna responsabilidad, a todos les puede pasar. Fue un alivio, un peso que me saqué”, dijo.

Sin embargo, cuando pasó la tormenta nacional y su nombre ya no aparecía en los medios, arrancó la preocupación personal: ese domingo tuvieron que internar a su esposo porque le faltaba el aire.

Aunque no llegó a estar en el CTI, con 58 años y problemas respiratorios, pasó nueve días internado en sala con oxígeno. Recién este martes le dieron el alta.

“Fueron días muy complicados”, recuerda López. Pero con alegría agradece a Dios por haberlos pasado y remata con una frase que para ella –y para las decenas de infectados que se salvaron de lo peor– vale mucho: “Ahora ya está en casa”.

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