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La inteligencia en Uruguay: ¿democracia plena y poder invisible?

Pese a que la democracia ha sido –y continúa siendo– uno de los asuntos que ha despertado mayor interés entre los estudiosos de la Ciencia Política, las esferas de actuación de los servicios de inteligencia dentro del aparato estatal, en tanto variables explicativas de la estabilidad y calidad de un régimen democrático, constituyen un terreno casi inexplorado en la disciplina.
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28 de mayo de 2023 a las 05:00

En las últimas décadas, se ha afirmado que Uruguay tiene una de las democracias más sólidas del mundo. La evidencia disponible pareciera no dejar lugar a dudas. Las mediciones más prestigiosas suelen sostener que los uruguayos tenemos la fortuna de vivir en una “democracia plena”; calificación dada a aquellos regímenes políticos en los que, además de respetarse las libertades políticas y civiles básicas, existen medios de comunicación diversos y una Justicia independiente, entre otros aspectos.

Sin embargo, dice el refrán popular: “no todo lo que brilla es oro”. Indudablemente, nuestra democracia reviste una importante solidez, no lo niego, aunque considero que no es sano idealizarla. Más bien, en pos de su salud, resulta conveniente conocer los límites de esa “excepcionalidad uruguaya” para dirigir hacia allí nuestros esfuerzos. La complacencia, acompañada en muchos casos de cierta cuota de arrogancia, puede costarnos caro.

Del inmenso mar de desafíos a los que se enfrentan las democracias en la actualidad, en los últimos años me dedicado a explorar aquellos que surgen en el seno del difícil “matrimonio” entre este régimen político y los servicios de inteligencia. Sobre eso trata mi tesis de maestría en Ciencia Política, que defendí hace pocas semanas.

Siempre me resultó extraño el hecho de que un país de larga tradición democrática como el Uruguay demorara más de tres décadas –desde el retorno a la normalidad institucional, en 1985, hasta la aprobación de la Ley N° 19.696, en 2018– en realizar una reforma con el objetivo de “democratizar” el funcionamiento de su comunidad de inteligencia –adaptar las políticas de inteligencia a las necesidades democráticas del Estado. Pese a la instauración de cambios menores, el modelo uruguayo se caracterizó durante todo ese tiempo por la estabilidad de un viejo diseño institucional concebido en la postguerra.

¿Por qué Uruguay fue el último país de Sudamérica en reformar las políticas de inteligencia? La evidencia que he recogido hasta el momento indica que la explicación de este hecho es multicausal. En primer lugar, es necesario observar las dinámicas institucionales, particularmente los legados del pasado. No es un hecho menor que la génesis de los servicios de inteligencia haya tenido lugar durante la Guerra Fría, en la que los países privilegiaron la autonomía técnica y operativa de los servicios, otorgándoles el monopolio del saber y asignándoles un rol de naturaleza política: perseguir “enemigos internos”.   

Ese patrón, al que Uruguay no fue ajeno, se reproduce y se refuerza durante el período de facto, en el que los servicios se convirtieron en verdaderas “policías políticas”. La cultura y la praxis de inteligencia desarrollada en ese contexto particular, fue uno de los elementos más desafiantes que debieron enfrentar los sucesivos gobiernos democráticos. La evidencia sugiere que el diseño institucional condicionó las decisiones relativas a la reforma del sector una vez iniciado el período democrático, determinando, en el marco de una transición negociada, la restauración del statu quo ante; y por tanto, la continuidad de la política. Se trata de un proceso de “supervivencia institucional”, en el que los servicios de inteligencia buscaron mantener las prerrogativas concedidas en el pasado.

No obstante, las dinámicas institucionales difícilmente puedan explicar la estabilidad de la política de inteligencia más allá de los primeros lustros post dictadura, particularmente complejos en cualquier transición. ¿Por qué una vez consolidada la democracia no se procedió a la reforma? Argumento que operó un “racional desincentivo” para ello. El desconocimiento de las actividades de inteligencia por parte del sistema político y su escasa preparación en el área, conspiraron en contra de una reforma que, además, requiere tiempo, esfuerzo y una experiencia civil considerable. Más importante aún, puesto que a los ciudadanos les es difícil considerar las políticas de inteligencia como parte de sus problemáticas diarias –como la seguridad, la salud o el transporte–, en contextos en los que no existe una motivación clara, la reforma resulta escasamente beneficiosa en términos electorales.

Finalmente, la reforma se concretó 33 años después, en 2018, con la aprobación de la Ley N° 19.696, que crea y regula el Sistema Nacional de Inteligencia del Estado. He argumentado que la incautación del mal llamado “archivo Castiglioni”, y particularmente la divulgación en prensa de los informes periciales de dicho archivo –que indicaban que las metodologías de producción de inteligencia en la etapa democrática reproducían las prácticas verificadas durante la dictadura–, configuraron una “ventana de oportunidad” para la reforma, capitalizada por el sistema político. La literatura especializada explica que el éxito de las reformas depende de la confluencia de “soluciones” y “problemas” antes de que la “ventana se cierre”. Eso fue lo que sucedió. 

El problema fue reconocido rápidamente por el sistema político con la creación de una Comisión Investigadora que analizó los indicios de “espionaje ilegal”. La presencia de soluciones de política concretas, desarrolladas con independencia a la apertura de la “ventana de oportunidad”, determinó que la discusión tomara un vuelco favorable en la discusión pública. El proyecto que se convirtió en ley en 2018, había sido elaborado un lustro antes por una Comisión Especial, multipartidaria y bicameral. Pese a los amplios niveles de consenso logrados en esa oportunidad, el anteproyecto de ley finalizado en 2014 quedó relegado a un segundo plano con el inicio de la campaña electoral de ese año. Cuando se desató el problema años después, las soluciones estaban allí. Les había llegado su tiempo.

Uruguay logró procesar finalmente la postergada reforma de la inteligencia. Habiendo aprobado un robusto marco legal, el sistema político uruguayo se enfrenta desde entonces al desafío de consolidar en los hechos sus lineamientos normativos. Por sí sola, la ley no garantizará un cambio en la “cultura de inteligencia”. Persiste todavía un generalizado desconocimiento de la actividad, incluso entre aquellos encargados de controlarla; cierto prejuicio, alimentado por las persistentes crónicas hollywoodenses acerca de la profesión; una carencia de instancias en las que derribar los mitos y tabúes de una actividad imprescindible en el escenario de seguridad actual. Se han dado grandes pasos, pero aún falta mucho por hacer. 

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