Es día de Pícnic!, día de compartir buenas nuevas y de regalarnos un momento para pensar sin pausas, un proceso que se ha desnaturalizado al ritmo de constantes interrupciones a las que nosotros mismos nos sometemos. Hoy quiero conversar contigo de las otras victorias, las que nacen de fracasos y que no siempre sabemos calibrar en su justo valor. En esto pensé mientras miraba la serie que te recomendé la semana pasada, la Segunda Guerra Mundial en colores, en particular el capítulo sobre Dunkerque.
En el verano de 1940 Inglaterra logró transformar lo que fue una gigante derrota, en una victoria. Los ingleses intentaban parar la arremetida nazi en Francia, sin éxito. Contra todo pronóstico, incluyendo el clima, en pocos días de mayo y junio de ese año el castigado aparato de guerra inglés logró evacuar a unos 340.000 personas atrapadas en el puerto de Dunkerque, que había sido destruido por la fuerza aérea alemana y que estaba a punto de caer. A los barcos de la marina inglesa y a los aviones de la RAF se sumaron cientos de pequeñas embarcaciones particulares que partieron desde la costa isleña. Lograron salvar a todos los soldados y civiles que se amontonaban con pocas esperanzas en aquella playa francesa.
Todo esto, que también se puede ver en la película Dunkerque de Christopher Nolan (Netflix), sucedía mientras que en la isla renunciaba el primer ministro, el pacifista Chamberlain, y asumía el aguerrido (y arriesgado) Winston Churchill. La clase política y la opinión pública estaban divididas y no había total convencimiento de que Inglaterra debía nuevamente sacrificar a miles y miles de sus hombres. El 4 de junio Churchill se dirigió al Parlamento y lo que dijo se convirtió en un discurso histórico (We shall fight on the beaches), que levantó la moral de los ingleses y los impulsó a luchar a pesar de los enormes sacrificios que efectivamente debieron hacer.
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